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Historia del [sic] rebelión y castigo de los moriscos del Reino de Granada
     Luis de Mármol y Carvajal

Libro sacado de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

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Capítulo XXXVIII

Cómo los moros alzados acabaron de levantar los lugares del río de Almería, y se juntaron en Benahaduz para ir a cercar la ciudad

     Luego que la taa de Marchena se alzó, los moros alzados de aquella comarca, habiendo levantado los lugares altos del río de Almería, comenzaron a juntarse para ir a cercar la ciudad, no les pareciendo dificultoso ganarla, por la falta de gente, de bastimentos y de municiones de guerra que sabían que había dentro. Teníase aviso por momentos en Almería de lo que los alzados hacían y del desasosiego con que andaban los que no se habían aún declarado, porque demás de su poco secreto, como había en la ciudad más de seiscientas casas de moriscos, iban y venían cada hora con seguridad a las alcarías y sierras, so color de entender el estado en que estaban sus cosas, y traían avisos ciertos; y aun los mesmos alzados, como hombres bárbaros de poco saber, que no les cabía el secreto en los pechos ocupados de ira, enviaban soberbiamente recaudos para poner miedo a los cristianos, acrecentando las cosas de su vanidad y poco fundamento. Un morisco que venía de Guécija dijo un día a don García de Villarroel públicamente como Brahem el Cacis, capitán de aquel partido, se le encomendaba y decía que el día de año nuevo se vería con él en la plaza de Almería, donde pensaba poner sus banderas; que tomase su consejo y diese la ciudad a los moros, pues no les quedaba otra cosa por ganar en el reino de Granada, y excusaría las muertes y incendios que se esperaban entrándola por fuerza de armas. Otro le trajo una carta del alguacil de Tavernas, llamado Francisco López, en que cautelosamente le decía cómo se iba a recoger en aquella ciudad con la gente de su lugar y de otros que, como buenos cristianos fieles al servicio de su majestad, querían abrigarse debajo de su amparo, y que por venir su mujer en días de parir, se deternía tres o cuatro días en los baños de Alhamilla. Mas luego se entendió el engaño deste mal hombre por aviso de una espía, que certificó ser mucha la gente que traía consigo, y que venía entreteniéndose mientras se juntaban los moros de Gérgal, Guécija, Boloduí y de la sierra de Níjar para ir luego a cercar la ciudad. Estos y otros avisos tenían a los ciudadanos con cuidado; fatigábales la falta de pan, aunque tenían carne, y mucho más la de las municiones y pertrechos; y con todo eso, ayudados de la gente de guerra, hacían sus velas y rondas ordinarias y extraordinarias, y salían cada día a dar vista a los lugares comarcanos, así para proveerse, como para mantenerlos en lealtad, o a lo menos entretenerlos que no se alzasen de golpe. Sucedió pues que el día de a lo nuevo, habiendo salido don García de Villarroel con algunos caballos y peones a correr los lugares del río, llegan no cerca del lugar de Gádor, vieron andar los moriscos fuera dél apartados por los cerros, que no querían llegarse a los cristianos como otras veces; y como se entendiese que andaban alzados, quisiera don García de Villarroel hacerles algún castigo, si no se lo estorbaran los moros de Guécija, que a un tiempo asomaron por unos cerros con once banderas, y se fueron a meter en el lugar. El cual, desconfiado de poder hacer el castigo que pensaba, se volvió a poner cobro en la ciudad, temeroso de algún cerco que la pusiese en aprieto, porque veía que había dentro de los muros al pie de mil moriscos que podían tomar armas, y de quien se podía tener poca confianza; que los cristianos útiles para pelear no llegaban a seiscientos, y esos mal armados; y que dé necesidad se habían de juntar muchos moros, y teniendo tan largo espacio de muros rotos y aportillados por muchas partes que defender, de fuerza habían de poner la ciudad en peligro.

     Vuelto pues don García de Villarroel a Almería, los alzados se alojaron aquella noche en Gádor, y otro día de [219] mañana se bajaron el río abajo, y se fueron a poner una legua de la ciudad en el cerro que dicen de Benahaduz, donde traían acordado de juntarse; y como nuestros corredores de a caballo, que andaban de ordinario en el río, avisasen dello, hubo muchos pareceres en la ciudad sobre lo que se debía hacer. Unos decían que se atendiese solamente a la defensa de los muros mientras venía socorro de gente, pues la que había en la ciudad era poca para dividirse; y otros, con más animosa determinación, querían que se fuese a dar sobre los enemigos, que estaban en Benahaduz, para desbaratarlos antes que se juntasen con ellos los demás, afirmando que solo en esto consistía su bien y libertad. Finalmente se tomó resolución en que don García de Villarroel con algunos caballos y infantes fuese a reconocerlos, y a ver el sitio donde estaban puestos, y el acometimiento que se les podría hacer; y con esto se fue la gente a sus posadas aquella noche, donde los dejaremos hasta su tiempo.



 

Capítulo XXXIX

Cómo los lugares de las Albuñuelas y Salares se alzaron

     Las Albuñuelas y Salares son dos lugares muy cercanos el uno del otro en el valle de Lecrín, y habían dejado de alzarse cuando la elección de Aben Humeya en Béznar, por consejo de un morisco de buen entendimiento, llamado Bartolomé de Santa María, a quien tenían mucho respeto, el cual, siendo alguacil de las Albuñuelas, los había entretenido con buenas razones diciéndoles que escarmentasen en cabezas ajenas, y considerasen en lo que habían parado las rebeliones pasadas, el poco fundamento que tenían contra un príncipe tan poderoso, y lo mucho que aventuraban perder, la poca confianza que se podía tener de los socorros de Berbería, y el gran riesgo de sus personas y haciendas en que se ponían y como después vio que la gente andaba desasosegada, que los lugares se henchían de moros forasteros de los alzados de tierra de Salobreña y Motril, que crecían cada día los malos y escandalosos, y que no era parte para estorbarles su determinación precipitosa, porque iba todo de mala manera, llamando al bachiller Ojeda, su beneficiado, que aun hasta entonces no se había ido del lugar, le dijo que recogiese los cristianos que pudiese y se fuese a poner en cobro, si no quería que le matasen los monfís, certificándole que si lo habían dejado de hacer, había sido por tenerle a él respeto, sabiendo que era su amigo; y porque pudiese irse con seguridad y los monfís no le ofendiesen en el camino, le dio cincuenta hombres, que le acompañaron dos leguas hasta el lugar de Padul, donde le dejaron en salvo el día de año nuevo. No fue poco venturoso el beneficiado en tener tal amigo; porque dentro de dos días, sobrepujando la maldad, se alzaron aquellos lugares, y en señal de libertad, aunque vana, sacaron los vecinos de las Albuñuelas una bandera antigua, que tenían guardada como reliquia de tiempo de moros, y arbolándola con otras siete banderas que tenían hechas secretamente para aquel efeto, de tafetán y lienzo labrado, se recogieron a ellas todos los mancebos escandalosos, y lo primero que hicieron fue destruir y robar la iglesia y todas las cosas sagradas. Luego robaron las casas del beneficiado y de los otros cristianos, y dejando las suyas yermas y desamparadas, por no se osar asegurar en ellas, se subieron a las sierras con sus mujeres y hijos y ganados. No les faltó aun en este tiempo el alguacil Santa María con su buen consejo, el cual viendo idos la mayor parte de los monfís, persuadió al pueblo a que se volviesen a sus casas y procurasen desculparse con los ministros de su majestad, diciendo que los malos les habían hecho que se alzasen por fuerza y contra su voluntad, y que desta manera podrían aguardar hasta ver en qué paraban sus cosas, y tomar después el partido que mejor les estuviese, como adelante lo hicieron. Vamos agora a lo que el marqués de Mondéjar hacía en este tiempo.



 

Libro quinto

Capítulo I

Cómo el marqués de Mondéjar formó su campo contra los rebeldes

     Estaban en este tiempo los ciudadanos de Granada confusos y muy turbados, casi arrepentidos del deseo que habían tenido de ver levantados los moriscos, por las nuevas que cada hora venían de las muertes, robos e incendios que inician por toda la tierra; y cansados los juicios con estos cuidados, perdida algún tanto la cudicia, solamente pensaban en la venganza. El marqués de Mondéjar daba priesa a las ciudades que le enviasen gente para salir en campaña, porque en la ciudad no había tanta que bastase para llevar y dejar, certificándoles que de su tardanza podrían resultar grandes inconvenientes y daños, si los rebelados, que estaban hechos señores de la Alpujarra y Valle, lo viniesen también a ser de los lugares de la Vega, por no haber cantidad de gente con que poderlos oprimir, antes que sus fuerzas fuesen creciendo con la maldad. Habiendo pues llegado las compañías de caballos y de infantería de las ciudades de Loja, Alhama, Alcalá la Real, Jaén y Antequera, y pareciéndole tener ya número suficiente con que poder salir de Granada, partió de aquella ciudad lunes a 3 días del mes de enero del año de 1569, dejando a cargo del conde de Tendilla, su hijo, el gobierno de las cosas de la guerra y la provisión del campo; y aquella tarde caminó dos leguas pequeñas, y fue al lugar de Alhendín, donde se alojó aquella noche, y recogiendo la gente que estaba alojada en Otura y en otros lugares de la Vega, la mañana del siguiente día caminó la vuelta del Padul, primer lugar del valle de Lecrín, pensando rehacer allí su campo. Llevaba dos mil infantes y cuatrocientos caballos, gente lúcida y bien armada, aunque nueva y poco disciplinada. Acompañábanle don Alonso de Cárdenas, su yerno, que hoy es conde de la Puebla, don Francisco de Mendoza, su hijo, don Luis de Córdoba, don Alonso de Granada Venegas, don Juan de Villarroel, y otros caballeros y veinte y cuatros, [220] y Antonio Moreno y Hernando de Oruña, a quien su majestad había mandado que asistiesen cerca de su persona por la prática y experiencia que tenían de las cosas de guerra, y otros muchos capitanes y alféreces, soldados viejos entretenidos con sueldo ordinario por sus servicios. De Jaén iba don Pedro Ponce por capitán de caballos, y Valentín de Quirós con la infantería. De Antequera Álvaro de Isla, corregidor de aquella ciudad, y Gabriel de Treviñón, su alguacil mayor, con otras dos compañías. Capitán de la gente de Loja era Juan de la Ribera, regidor; de la de Alhama, Hernán Carrillo de Cuenca, y de Alcalá la Real, Diego de Aranda. Iba también cantidad de gente noble popular de la ciudad de Granada y su tierra, y las lanzas ordinarias, cuyos tenientes eran Gonzalo Chacón y Diego de Leiva y la mayor y mejor parte de los arcabuceros de la ciudad, cuyos capitanes eran Luis Maldonado, y Gaspar Maldonado de Salazar, su hermano. Con toda esta gente llegó el marqués de Mondéjar aquella noche al lugar del Padul, y antes de entrar en él salieron los moriscos más principales a suplicarle no permitiese que los soldados se aposentasen en sus casas, ofreciéndole bastimentos y leña para que se entretuviesen en campaña, porque temían grandemente las desórdenes que harían; y aunque el Marqués holgara de complacerles, no les pudo conceder lo que pedían, porque el tiempo era asperísimo de frío, la gente no pagada, y acostumbrada a poco trabajo, y se les hiciera muy de mal quedar de noche en campaña; y diciendo a los moriscos que tuviesen paciencia, porque sola una noche estaría allí el campo, y que proveería como no recibiesen daño, los aseguró de manera, que tuvieron por bien de recoger y regalar a los soldados en sus casas aquella noche, aunque no la pasaron toda en quietud, por lo que adelante diremos.



 

Capítulo II

Cómo estando el marqués de Mondéjar en el Padul, los moros acometieron nuestra gente, que estaba en Dúrcal, y fueron desbaratados

     La propria noche que el marqués de Mondéjar llegó con su campo al lugar del Padul, los moros acometieron el lugar de Dúrcal, una legua de allí, donde estaban alojados el capitán Lorenzo de Ávila con las compañías de las siete villas de la jurisdición de Granada, y el capitán Gonzalo de Alcántara con cincuenta caballos. No pudo ser este acometimiento tan secreto, que dejasen de tener aviso los capitanes, porque el mesmo día que el marqués de Mondéjar salió de Granada, los soldados de aquel presidio habían tomado dos espías, al uno de los cuales hallaron quebrando los aderezos de un molino, donde se molía el trigo para las raciones de los soldados, y el otro era un muchacho hijo de cristianos, criado desde su niñez entre moriscos y hecho a sus mañas, que le enviaba Miguel de Granada Xaba, capitán de los moros del Valle, a que espiase la cantidad de la gente que había en aquel lugar y el recato con que estaban. El espía que fue preso en el molino jamás quiso confesar, aunque le hicieron pedazos en el tormento; el muchacho, a persuasión del doctor Ojeda, vicario de Nigüeles, que era el que le había hecho prender, entre ruego y amenazas, vino a confesar y declarar todo el hecho de la verdad, y el efeto para que los habían enviado. Este dijo que los de las Albuñuelas habían hecho reseña cuando se quisieron alzar, y que se habían hallado docientos tiradores escopeteros y ballesteros entre ellos, y trecientos con armas enhastadas y espadas; que los moriscos forasteros y monfís habían quemado la iglesia, y que después se habían arrepentido los vecinos, viendo que los del Albaicín y de la Vega se estaban quedos; y que queriéndose tornar a sus casas por consejo del alguacil, se lo habían estorbado otros de los alzados, diciéndoles que no era ya tiempo de dar excusas ni de pedir perdón, porque los cristianos no les creerían ni se fiarían más dellos, viendo la señal que habían dado; y que el alcaide Xaba había juntado de los lugares de Órgiba y del Valle, y de Motril y Salobreña mucha cantidad de moros, y entre ellos más de seiscientos tiradores, para ir a dar sobre el lugar de Dúrcal, y que sin falta daría la siguiente noche sobre él. Con este aviso fue luego aquella tarde el capitán Lorenzo de Ávila al marqués de Mondéjar, y llevó el muchacho consigo; y siendo ya bien de noche, se volvió a su alojamiento con cuidado de lo que podía suceder, y en llegando hizo echar bando que ningún soldado quedase desmandado por las casas; que todos se recogiesen a la iglesia, donde estaba el cuerpo de guardia. Reforzó las postas y centinelas, y puso otras de nuevo donde le pareció ser necesarias; y el capitán Gonzalo de Alcántara apercibió la caballería, que estaba alojada en Margena, que es un barrio cerca de Dúrcal, para que en sintiendo dar al arma, saliesen tocando las trompetas desde el alojamiento hasta una haza llana delante de la plaza de la iglesia; porque este hombre experimentado entendió el efeto que se podría seguir animando a los soldados y desanimando a los enemigos, con ver que tocaban las trompetas hacia donde estaba el campo del marqués de Mondéjar, que de necesidad habían de presumir que venía socorro. Andando pues los animosos capitanes haciendo estas prevenciones y apercibimientos, el Xaba, que no dormía, venía caminando a más andar cubierto con la escuridad de la noche, y llegando cerca del lugar, repartió seis mil hombres que traía en dos partes: con los tres mil fue en persona a tomar un barranco muy hondo que se hace entre el Padul y el barrio de Margena, por donde había de ir el socorro de nuestro campo; los otros tres mil envió con otros capitanes, para que unos acometiesen por el camino que va entre Margena y Dúrcal, y otros por otra parte hacia la sierra, ordenándoles que excusasen todo lo que pudiesen el salir a lo llano, porque los caballos no se pudiesen aprovechar dellos. Desta manera llegaron dos horas antes que amaneciese con un tiempo asperísimo de frío y muy escuro. Nuestras centinelas los sintieron, aunque tarde; y tocando arma, con estar apercebidas, casi todos entraron a las vueltas en el lugar, no siendo menor el miedo de los acometedores que el de los acometidos. Los capitanes, que andaban a esta hora requiriendo las postas, acudieron luego a hacer resistencia; mas presto se hallaron solos. Lorenzo de Ávila se opuso contra los que venían a entrar de golpe por una haza adelante con sola una espada y una rodela, y los fue retirando con muertes y heridas de muchos dellos; y siendo herido de saeta, que le atravesó entrambos muslos, fue socorrido y retirado a la iglesia. Gonzalo de Alcántara se puso a la parte del camino de Margena a resistir un [221] gran golpe de enemigos que venían entrando por allí; y fue tanta la turbación de nuestra gente en aquel punto, que ni bastaban ruegos ni amenazas para hacerles salir de la iglesia, como si la aspereza y tenebrosidad de la noche fuera más favorable a los enemigos que a ellos; y para castigo de semejante flaqueza no dejaré de decir que hubo muchos que, soltando las armas ofensivas, se metieron huyendo en la iglesia, tomando por escudo otros, para que los moros no los matasen a ellos primero; ni menos callará mi pluma el valor de los animosos capitanes y soldados que pusieron el pecho al enemigo por el bien común, acudiendo, no todos juntos, que hicieran poco efeto, por ser muchas las entradas, sino cada uno por su parte, y reparando con su mucho valor un gran peligro; porque, los moros, hallando aquella resistencia y sintiendo grande estruendo de armas, no creyendo que eran de la gente que huía, sino de la que se aparejaba contra ellos, aflojaron su furia, y aun se comenzaron a retirar. A este tiempo el capitán Alcántara, viendo que Lorenzo de Ávila, herido como estaba, procuraba sacar la gente de la iglesia animándolos a la pelea, con doce o trece soldados, que no le siguieron más, volvió a su puesto, porque los enemigos daban de nuevo carga por allí. Acudiéronle también ocho religiosos, cuatro frailes de San Francisco y cuatro jesuitas, diciendo que querían morir por Jesucristo, pues los soldados no lo osaban hacer; mas no se lo consintió, rogándoles de parte de Dios que haciendo su oficio, acudiesen a esforzar la gente que estaba a las bocas de las calles que salían a la plaza, porque no las desamparasen. Viendo pues los moros que no eran seguidos; tornaron a hacer su acometimiento, y adelantándose uno con una bandera en la mano, llegó a reconocer la plaza por junto a un mesón que estaba a la parte del cierzo; y como no vio gente por allí, comenzó a dar grandes voces en su algarabía, diciendo a los compañeros que allegasen, porque los cristianos habían huido. A esto acudió Gonzalo de Alcántara, y emparejando con el moro de la bandera, le hirió con la espada en el hombro izquierdo, y dio con él muerto en tierra; mas cargando sobre él otros que venían detrás, le hubieran muerto, si no fuera por las armas y por una adarga que llevaba embrazada, y con todo eso le dieron una estocada en el rostro y le derribaron de espaldas en el suelo, con otros muchos golpes que recibió sobre las armas. No le faltó en este tiempo el favor de un buen soldado, llamado Juan Ruiz Cornejo, vecino de Antequera, que le acudió, y no dio lugar a que los moros le acabasen de matar; antes con sola la espada en la mano y la capa revuelta al brazo le defendió, y mató dos moros de los que más le aquejaban. Levantándose pues Gonzalo de Alcántara, volvió con mayor saña a la pelea; y llegando a él un fraile francisco con un Cristo crucificado en la mano diciéndole: «Ea, hermano, veis aquí a Jesucristo, que él os favorecerá»; estándoselo mostrando, y diciendo estas y otras palabras, le dio uno de aquellos herejes con una piedra en la mano tan gran golpe, que se lo derribó en el suelo. Creció tanto la ira a Gonzalo de Alcántara viendo un tal hecho, que se metió como un león entre aquellos descreídos, y acompañado de su buen amigo Cornejo, mató al moro que había tirado la piedra y otros que le quisieron defender y alzando el crucifijo del suelo, lo puso en las manos del fraile, jurando por aquella santa insignia que había de pasar por la espada aquella noche todos cuantos herejes le viniesen por delante. No estaba ocioso en este tiempo el capitán Alonso de Contreras, que también estaba de presidio en este lugar con una compañía de gente de Granada; mas no le sucedió tan felicemente como a los demás, porque defendiendo la entrada de una calle, fue herido de saeta con yerba, de que murió. También murió Cristóbal Márquez, alférez de Gonzalo de Alcántara, peleando como esforzado. Estando pues nuestra gente en harto aprieto, y bien necesitada de ánimo, si los enemigos le tuvieran para proseguir su empresa, la caballería, que había tardado en salir de su alojamiento, comenzó a entrar por las calles, y no pudiendo romper, porque estaban llenas de moros, salió lo mejor que pudo al campo tocando las trompetas. Este aviso fue importante y valió mucho a los nuestros, porque el Xaba, que estaba en el barranco entre Dúrcal y el Padul, creyendo que la caballería del campo del marqués de Mondéjar había pasado de la otra parte, o que estaba alojado en Dúrcal, comenzó a dar grandes voces a su gente diciendo: «A la sierra, a la sierra; que los caballos vienen sobre nosotros»; y luego dieron todos los unos y los otros vuelta. A este tiempo habían sentido las centinelas del campo disparar arcabuces en Dúrcal, y siendo avisado dello Antonio Moreno, que andaba rondando, había dado noticia al marqués de Mondéjar; el cual sospechando lo que podría ser por la relación que tenía, mandó recoger la gente a gran piesa, y enviando delante a Gonzalo Chacón con las lanzas de la compañía del conde de Tendilla, que estaba a su cargo, salió en su seguimiento con la otra caballería, dejando orden a Antonio Moreno y a Hernando de Oruña, que servían de superintendentes de la infantería, que marchasen a la sorda con todas las compañías la vuelta de Dúrcal; mas ya cuando el marqués de Mondéjar llegó eran idos los moros, y nuestra gente estaba algo temerosa en la plaza de la iglesia, blasonando de la vitoria algunos que no merecían el prez ni el premio della. Murieron aquella noche veinte soldados, y hubo muchos heridos, aunque no todos por mano de los enemigos; antes se mataron y hirieron unos a otros, saliendo con la escuridad de la noche y encontrándose por las calles, y estos eran de los que se habían quedado sin orden fuera del cuerpo de guardia, que no se habían querido recoger a las banderas. Llegado el marqués de Mondéjar a Dúrcal, agradeció mucho a los capitanes lo bien que lo habían hecho, y mandó llevar los heridos a Granada para que fuesen curados; y para aguardar la gente que le iba alcanzando, y los bastimentos y municiones que el conde de Tendilla enviaba de Granada, se detuvo cuatro días en aquel alojamiento, porque no le pareció entrar menos que bien apercebido en la Alpujarra.

     El capitán Xaba volvió medio desbaratado a Poqueira con pérdida de docientos moros; y Aben Humeya, que le estaba aguardando para tras de aquel efeto hacer otros mayores, viéndole ir de aquella manera, quiso cortarle la cabeza; mas él se desculpó, diciendo que si había retirado la gente había sido porque entendió que la caballería del marqués de Mondéjar había pasado por otra parte el barranco y tomádole lo [222] llano; y que lo que él había hecho, hiciera cualquier hombre atentado, oyendo tocar tantas trompetas hacia la parte donde estaba el enemigo. Y no dejaba de tener alguna razón el moro, porque demás de las trompetas de la compañía de Gonzalo de Alcántara, que salieron de Margena, había mandado el marqués de Mondéjar que se adelantasen dos trompetas, y fuesen solas tocando la vuelta de Dúrcal, para que los nuestros entendiesen que les iba socorro; y como no había visto el Xaba pasar caballos aquella tarde, entendiendo que todos debían de estar alojados en Dúrcal, quiso retirarse con tiempo antes que le atajasen, porque los tres mil hombres que tenía consigo eran ruin gente y desarmada, que solamente llevaban hondas para tirar piedras y algunas lanzuelas; y si los caballos los hallaran en tierra llana, no dejaran hombre dellos a vida.



 

Capítulo III

Cómo la gente de Almería salió a reconocer los moros que se habían puesto en Benahaduz, y cómo después volvió sobre ellos y los desbarató

     A gran priesa se juntaban los moros de la comarca de la ciudad de Almería para ir a cercarla; y demás de los que dijimos que se habían puesto en Benahaduz, había ya otros recogidos en el marchal de la Palma, cerca de allí, para juntarse con ellos, cuando don García de Villarroel, queriendo hacer el efeto de reconocerlos y ver el sitio que tenían y por dónde se les podría entrar, salió de Almería con cuarenta soldados arcabuceros y treinta caballos, y dejando atrás los peones, se adelantó con la gente de a caballo; y para haber de hacer el reconocimiento entre paz y guerra, sin que sospechase aquella gente tan conocida y vecina el intento que llevaba, envió delante un regidor de aquella ciudad, llamado Juan de Ponte, a que les preguntase la causa de su desasosiego, y reconociese qué gente era, y la orden que tenían en el asiento de su campo. El regidor llegó tan cerca de los moros, que pudo muy bien preguntarles lo que quiso, y con seguridad, por ir solo; y cuando le hubieron oído, le respondieron soberbiamente que volviese a su capitán y le dijese que otro día de mañana, cuando tuviesen puestas sus banderas en la plaza de Almería, le darían razón de lo que deseaba saber. Y como les tornase a replicar, aconsejándoles que dejasen las armas y se redujesen al servicio de su majestad, que era lo que más les convenía, algunos dellos le comenzaron a deshonrar, llamándole perro judío, y diciéndole que ya era todo el reino de Granada de moros, y que no había más que Dios y Mahoma. Con esto volvió Juan de Ponte al capitán, el cual tornó a enviarles otro recaudo con el maestrescuela don Alonso Marín, a quien los moriscos de aquella tierra tenían mucho respeto; el cual llamó algunos conocidos, y les rogó que dejasen el camino de perdición que llevaban. Y viendo que era tiempo perdido aconsejarles bien, se retiró, y don García de Villarroel se les fue acercando lo más que pudo en son de guerra, para ver qué tiradores tenían; y como no tirasen más que con un mosquete y dos o tres escopetas, entendió que se podría hacer el efeto antes que se juntasen más de los que allí estaban, especialmente cuando hubo reconocido el sitio que tenían, que, aunque era fuerte, su mesma fortaleza mostraba ser favorable a nuestra gente; porque si la aspereza de una senda, por donde se había de subir, impedía el poder llegar de golpe a los enemigos, esa mesma era defensa para que tampoco ellos pudiesen bajar juntos a dar en los cristianos. Sobre la mano derecha había otra entrada, por donde se les podía también entrar, hacia un cerro que estaba junto al de Benahaduz, lugar áspero para hollar con caballos, y no muy fácil para gente de a pie. Callando pues su concepto, y diciendo a los moros que en la ciudad los aguardaba, aunque los tenía por tan ruin gente que no cumplirían su palabra, se volvió aquel día a Almería, donde halló que le aguardaban con cuidado de saber lo que se había hecho; que cierto le tenían todos muy grande, por ser poca gente la que había llevado consigo. Deste reconocimiento llevó don García de Villarroel determinado de dar a los moros una encamisada la mesma noche al cuarto del alba; y no se osando declarar, según lo que nos certificó, temiendo que la justicia y regimiento lo contradiría por el peligro de la ciudad, si por caso le sucediese alguna desgracia, para tener ocasión de poder salir sin que se entendiese su desinio, dejó una espía fuera de la muralla entre las huertas con orden que a media noche hiciese una almenara de fuego, para que viéndola las centinelas de la ciudad, tocasen arma. Sucedió la ocasión y el efeto conforme con su deseo; porque en viendo la almenara, toda la ciudad se puso en arma, y acudiendo también él al rebato, reforzó los cuerpos de guardia; y siendo ya después de media noche, dijo que quería salir a ver qué rebato había sido aquel, y si andaban moros en las huertas. Y mandando a los soldados que saliesen con las camisas vestidas sobre las ropas, para que en la escuridad de la noche se conociesen, partió de Almería dos horas antes del día con ciento cuarenta y cinco arcabuceros de a pie y treinta y cinco caballos, y entre ellos algunos caballeros y gente noble; y andando un rato cruzando de una parte a otra, por desviarse de las huertas y de los lugares donde le pareció que los enemigos podrían tener alguna espía o centinela, se arrimó hacia el río, y cuando vio que ya era tiempo paró el caballo, y haciendo alto, estando toda la gente junta, les declaró la determinación que llevaba, la causa porque lo había tenido secreto, la importancia que sería desbaratar los moros que estaban en Benahaduz antes que se juntasen con ellos los del Marchal de la Palma y otros, que no podrían dejar de ser muchos; diciendo que él había reconocido los enemigos, gente desarmada y harto menos de la que se presumía; que el sitio donde estaban les era más perjudicial que favorable, y que haciendo lo que debían, con el favor de Dios fuesen ciertos que ternían vitoria, en la cual consistía el remedio y seguridad de los vecinos de Almería, y los que allí estaban serían aprovechados de los despojos de los moros en premio de su virtud. No fue pequeño el contento que recibió nuestra gente cuando supo el efeto a que iban, y loando mucho aquel consejo, movieron todos alegremente la vuelta de Benahaduz. En el camino prendieron tres moriscos, de quien supieron como estaban todavía los moros donde los habían dejado: esto les hizo alargar el paso, y llegando ya cerca, se repartió la gente en dos partes. Julián de Pereda, alférez de la infantería, con cien arcabuceros se apartó por una vereda encubierta [223] sobre la mano derecha, y se puso en el cerro que está junto con el de Benahaduz, donde estaban los enemigos alojados, y llevó orden que en sintiendo disparar la arcabucería, que pelearía por frente, saliese impetuosamente y les diese Santiago; y el capitán con el resto de la gente, llevando los arcabuceros delante y la caballería de retaguardia, se fue acercando al enemigo por el camino derecho, y llegó a descubrir su alojamiento cuando ya esclarecía el alba. A este tiempo las centinelas de los moros habían ya descubierto el bulto de los soldados que llevaba Pereda, y como iban bajos y encamisados, y no se recelaban de cristianos que acudiesen por aquella parte, juzgaron ser ganado ovejuno que traían algunos moros para provisión del campo, y con esto se aseguraron, hasta que vieron venir caballos por la otra parte. Entonces comenzaron a dar voces y a tocar los atabalejos a gran priesa, y se pusieron todos en arma, aunque confusos, como gente mal prática, que no sabían cuál les sería mejor, salir a pelear o defenderse. Dejando pues don García de Villarroel la caballería atrás, como un tiro de honda fuera de un arboleda que llegaba hasta el proprio cerro, cuyas ramas impedían el efeto de las saetas y piedras que tiraban de arriba, metió la infantería por debajo de los árboles, y le fue mejorando hasta ponerla detrás de unas tapias, cerca del vallado de una acequia y de una peña tajada que había hacia aquella parte, donde se tomaba una angosta senda, la cual estorbaba también a los moros poder bajar de golpe a hacer acometimiento. Y cuando le pareció que Julián de Pereda habría llegado a su puesto, sin aguardar más, mandó que los arcabuceros disparasen por su orden, dando una carga tras de otra. Solas dos cargas habían dado, y entonces comenzaba la tercera, cuando los cien soldados hicieron animoso acometimiento por su parte; y como don García de Villarroel oyó el estruendo de los arcabuces, hizo que los peones subiesen por el cerro arriba, siguiéndolos la gente de a caballo, y pasaron por una puentecilla harto angosta, que estaba sobre el acequia. Al principio mostraron los moros ánimo y hicieron alguna resistencia; mas cuando vieron la otra arcabucería a las espaldas, creyendo que matas, árboles y piedras todo era cristianos, como suele acaecer a los tímidos, luego desmayaron. No faltó ánimo en este punto a Brahem el Cacis, el cual hacía a un tiempo oficio de capitán y de soldado, peleando por su persona, y esforzando su gente con ruegos y con amenazas; y cuando vio que todo le aprovechaba poco, apeándose del caballo, con una lanza en la mano se metió entre los cristianos, y hizo tales cosas, que algunos le volvieron las espaldas; mas yendo tras de un soldado que le huía, otro más animoso le salió de través, y le dio un arcabuzazo y le mató. Con la muerte de su capitán, los pocos moros que hacían armas acabaron de desbaratarse, poniendo más confianza en los pies que en las manos, y nuestra gente los siguió, y fueron muertos los que pudieron alcanzar, sin tomar hombre a vida; solos siete moros fueron presos, que se quedaron metidos en una cueva en su alojamiento, y los hallaron unos soldados escondidos. De nuestra parte hubo un solo escudero herido y dos caballos muertos. Perdieron los moros todas sus banderas, con las cuales y con la cabeza de Brahem el Cacis, en cuyo lugar sucedió Diego Pérez el Gorri, volvió don García de Villarroel aquel día a la ciudad de Almería, donde fue alegremente recebido del Obispo y de toda la clerecía, y del común, chicos y grandes, dando gracias al Omnipotente por tan buen suceso, mediante el cual los moros perdieron la esperanza que tenían, y se abrió el camino a otros muchos y buenos efetos. Y bien considerado, Brahem el Cacis cumplió su palabra, pues su cabeza y sus banderas se vieron en la plaza de Almería cuando él dijo. Señaláronse este día don Luis de Rojas Narváez, arcediano de aquella santa iglesia, el dotor don Diego Marín, maestreescuela, el racionero Paredes, don Alonso Habiz Venegas, Pedro Martín de Aldana, Juan de Aponte, Francisco de Belvis, y otros muchos escuderos y soldados particulares. Este don Alonso Habiz Venegas era regidor de Almería y de los naturales del reino, aunque bien diferente dellos en su trato y costumbres, y los moriscos le estimaban mucho, por ser fama que venía del linaje de los reyes moros de Granada; y deseando hacerle rey en este rebelión, le había escrito Mateo el Rami sobre ello, rogándole de su parte que lo aceptase; el cual tomó la carta y la llevó al ayuntamiento de la ciudad, y la leyó a la justicia y regidores, diciéndoles que no dejaba de ser grande tentación la del reinar. Y de allí adelante vivió siempre enfermo, aunque leal servidor de su majestad, procurando enriquecer más su fama con esfuerzo y virtud propria que con cudicia y nombre de tirano. Súpose después de aquellos siete moros que llevaron presos, todo el intento que tenían de ocupar la ciudad de Almería, y otras muchas cosas que confesaron en el tormento; y al fin se les dio la soga que andaban buscando, mandándolos ahorcar de las almenas de la ciudad. Volvamos al marqués de Mondéjar, que dejamos alojado en Dúrcal.



 

Capítulo IV

Cómo se fue engrosando el campo del marqués de Mondéjar, y cómo los moros de las Albuñuelas se redujeron

     En este tiempo iba juntándose la gente de las ciudades del Andalucía en Granada; y estando el marqués de Mondéjar en el alojamiento de Dúrcal, llegó don Rodrigo de Vivero, corregidor de Úbeda y Baeza, con la gente de aquellas dos ciudades. Iban de Úbeda tres compañías de a trecientos infantes y dos estandartes de a setenta y cinco caballos. De Baeza eran novecientos y ochenta infantes en cuatro compañías y cuatro estandartes de cada treinta caballos, toda gente lucida y bien arreada a punto de guerra, que cierto representaban la pompa y nobleza de sus ciudades y el valor y destreza de sus personas, ejercitados en las guerras externas y civiles. Los capitanes eran todos caballeros, veinticuatros y regidores; la infantería de Úbeda gobernaban don Antonio Porcel, don Garcí Fernández Manrique y Francisco de Molina; y la caballería don Gil de Valencia y Francisco Vela de los Cobos. De la infantería de Baeza eran capitanes Pedro Mejía de Benavides, Juan Ochoa de Navarrete, Antonio Flores de Benavides y Baltasar de Aranda, que llevaba la compañía de los ballesteros que llaman de Santiago. De los caballos eran capitanes Juan de Carvajal, Rodrigo de Mendoza, Juan Galeote y Martín Noguera, y por cabo Diego Vázquez de Acuña, alférez mayor, con el pendón de la ciudad. De toda esta gente que hemos dicho, volvieron a Granada [224] las cuatro compañías de caballos de Baeza y la de Francisco de Molina de Úbeda, porque el conde de Tendilla, que hacía oficio de capitán general en lugar del Marqués su padre, las pidió para guardia de la ciudad mientras llegaba otra gente: todas las demás pasaron al campo, y con ellas más de sesenta caballeros aventureros de los principales de aquellas ciudades, que sirvieron a su costa toda aquella jornada, hasta que el marqués de Mondéjar les mandó volver a sus casas. Viendo pues los moriscos de las Albuñuelas que nuestro campo se iba engrosando, y por ventura temiendo no descargase la primera furia en ellos, acordaron de aplacar al marqués de Mondéjar con humildad. Esta embajada llevó Bartolomé de Santa María el alguacil, que dijimos que les aconsejaba que no se alzasen; el cual, siendo acepto y muy servidor del Marqués, vino por su mandado a tratar con él este negocio, y le suplicó admitiese aquellos vecinos debajo la protección y amparo real, y los perdonase, certificándole que si se habían alzado no había sido con su voluntad, sino forzados a ello por los monfís y moros forasteros, y que todos estaban con pena y les pesaba de lo hecho. El Marqués, que deseaba asegurar las espaldas antes de pasar adelante, holgó de admitirlos, y mandó que les dijese de su parte que se quietasen, y volviendo a sus casas, procurasen conservarse en lealtad, no receptando los malos entre ellos: y que le avisasen de todo lo que les ocurriese, porque haciendo lo que debían como buenos vasallos de su majestad, los favorecería y no consentiría que se les hiciese agravio. Luego se volvieron los moriscos al lugar, y el alguacil envió por su beneficiado, que aun estaba en el Padul, para que asistiese en su iglesia y les dijese misa; mas él paró poco entre gente tan liviana, que ya se habían comenzado a desvergonzar, y tanto más viendo que les reprehendía haber puesto las manos en las cosas sagradas. Finalmente, no se teniendo por seguro, quiso volverse al Padul, y el alguacil le dio escolta de amigos que le acompañaron. Este morisco anduvo siempre bien con los cristianos, y, cuando después se puso gente de guerra en el Padul, hizo con los moriscos de su lugar que llevasen cada semana veinte cargas de pan amasado de contribución, para que comiesen los soldados, y dio avisos importantes y ciertos de lo que los moros trataban; mas nunca pudo conservar el pueblo en lealtad, y no fue merecedor de la muerte que después se le dio ni del captiverio de su familia, si en alguna manera no lo causaran nuestros soldados furiosos, teniendo poco respeto a estos servicios, como se dirá en la destruición que don Antonio de Luna hizo en este lugar. Digamos lo que en este tiempo hacía el marqués de los Vélez.



 

Capítulo V

Cómo el marqués de los Vélez, por los avisos que tuvo, juntó cantidad de gente y entró en el reino de Granada a oprimir los rebeldes

     El aviso que el presidente don Pedro de Deza envió, la necesidad y peligro grande que representaban las ciudades de Almería, Baza y Guadix, que todas pedían socorro, fueron causa que el marqués de los Vélez apresurase su partida antes de llegarle orden de su majestad para poder entrar con campo formado en el reino de Granada, ateniéndose a lo que dice una ley tercera, título diez y nueve de la Segunda Partida, que deben hacer los vasallos por sus reyes en casos de rebelión, y aun queriendo satisfacer a la no vana opinión de quien había hecho elección y confianza de su persona para negocio tan grave y de tanto peso. Viendo pues que la gente ordinaria de su casa sería poca, y que podría hacer poco efeto con ella, según iban las cosas encaminadas, y que sería menester tiempo para recogerla del reino de Murcia, envió a llamar a gran priesa a sus amigos y vasallos y avisó a algunos pueblos comarcanos a la raya que le acudiesen. A don Juan Fajardo, su hermano, envió a Lorca, y mientras venía con la gente de aquella ciudad, atreviéndose a su hacienda, pues no tenía orden de gastar de la de su majestad, proveyó bastimentos y municiones y todas las cosas necesarias. Acudiole la gente con tanta presteza, que a 2 días del mes de enero tenía ya en su villa de Vélez el Blanco dos mil y quinientos infantes y trecientos caballos. De Lorca vinieron mil y quinientos hombres de a pie y ciento de a caballo muy bien en orden, como lo suelen siempre estar los de aquella ciudad. Capitanes desta gente eran Juan Mateo de Guevara, Pedro Helices, Alonso del Castillo, Martín de Lorita y Luis Ponce. De Caravaca vinieron los capitanes Andrés de Mora, Hernando de Mora y Pedro Martínez, con trecientos infantes y veinte caballos; de Moratalla, Juan López, con docientos infantes y treinta caballos; de Hellín, Pablo Pinero, con ciento y cincuenta infantes y quince caballos; de Zehegín, Francisco Fajardo, con docientos y cincuenta infantes y veinte caballos; de Mula, Diego Melgarejo, con docientos infantes. Con esta gente escogida y voluntaria y la que salió de los Vélez Blanco y Rubio y de Librilla y Alhama con el capitán Hernando de León, partió el marqués de los Vélez a 4 días del mes de enero de 1569 años, dejando apercebidos los otros lugares de aquel reino para que le siguiesen, y fue a poner aquella noche su campo en la casa del Margen, donde llaman la Boca Oria. En el camino le alcanzaron este día Jaime Prado y otros caballeros de Orihuela, ciudad del reino de Valencia, que venían a hallarse con él en la jornada. Allí llegó un correo del presidente don Pedro de Deza, con cartas en que le decía que había sido muy buena prevención la que había hecho, y que recogiendo la más gente que pudiese, procurase entretenerla a costa de los pueblos, como se hacía en los lugares de la Andalucía, mientras venía la orden que se aguardaba de su majestad; mas el marqués de los Vélez, viendo cuán mal la podía sustentar de aquella manera, y que había de ser a su costa, tomando por achaque los avisos que de hora en hora tenía, y juzgando que ningún servicio mayor se podría hacer en aquella coyuntura a su majestad que socorrer a la necesidad presente, sin aguardar más orden, partió luego otro día con determinación de dar socorro y calor a la ciudad de Almería, porque no sabía él la rota de Benahaduz, aunque algunos creyeron haberse dado tanta priesa para que cuando llegase la orden le tomase dentro del reino de Granada. Y como después tuviese nueva del desbarate de aquellos moros, viendo que la ciudad estaba sin peligro, quiso ir sobre el castillo de Gérgal; y tomando lo alto de aquel valle, se fue a alojar aquella noche al lugar de Ulula, que es en el río de Almanzora. Allí llegó al campo don Juan Enríquez el de Baza con [225] cien hombres entre caballos y peones. Otro día de mañana, partiendo de aquel alojamiento, atravesó por encima de la sierra de Filabres con un tiempo asperísimo de frío, agua y viento cierzo, que traspasaba los hombres y los caballos, y caminando siete leguas por veredas de sierras ásperas y fragosas, fue a alojarse a la villa de Tavernas, donde se detuvo hasta 13 días del mes de enero, así para que la gente descansase, como, según él nos dijo, para aguardar orden de su majestad y las compañías que habían de venir del reino de Murcia. No dejó de ser importante su estada en aquel lugar, porque los moros de la comarca mientras allí estuvo no se osaron levantar, como lo hicieron después. Esta entrada del marqués de los Vélez en el reino de Granada no fue bien recebida, especialmente de los que le tenían poca afición, aunque el vulgo y los que estaban ofendidos de los moros se alegraron con ella, entendiendo que lo había de llevar todo por el rigor de la espada y no reducir los lugares alzados, como lo hacía el marqués de Mondéjar. De aquí nacieron diferentes opiniones entre la gente noble, atribuyéndoselo unos a mal y otros a servicio muy señalado. Esta competencia duró mientras duró la guerra, que cuando unos se alegraban otros se entristecían, y por el contrario, según los sucesos destos dos generales, aumentando o diminuyendo sus hechos, como acaece donde envidia o enemistad reinan; y lo peor era que las relaciones iban a su majestad y a los de su real consejo tan diferentes, que causaban confusión en las resoluciones que se habían de tomar.



 

Capítulo VI

Cómo los moros del marquesado del Cenote cercaron la fortaleza de la Calahorra, y Pedro Arias de Ávila la socorrió

     Habiendo entregado Juan de la Torre las moriscas que tenía en la fortaleza de la Calahorra a sus maridos, padres y hermanos, como queda dicho, el día de los Reyes se juntaron muchos monfís y moros de la Alpujarra con los del marquesado del Cenete, y con veinte y seis banderas tendidas y muchos escopeteros bajaron de la sierra, y dando grandes alaridos, entraron en el lugar de la Calahorra, y sin hallar resistencia, pusieron en libertad a los monfís que el alcalde Molina de Mosquera tenía presos, y cercaron la fortaleza con más de tres mil hombres, y sin perder tiempo comenzaron a combatirla, y pasaron tan adelante, que horadando unas paredes del rebellin, entraron animosamente por ellas, y se llevaron el ganado y los bagajes que allí había sin que los cristianos se lo pudiesen defender. Este cerco duró tres días peleando siempre, aunque desde lejos, con los arcabuces y escopetas. Y el alcaide Juan de la Torre en este tiempo mandó hacer ahumadas de día, y de noche almenaras, y tiró algunas piezas de artillería para que la ciudad de Guadix, que está tres leguas de allí el río abajo, le socorriese. La ciudad lo entendió luego, y se juntó para tratar del socorro; y aunque hubo diferentes pareceres en el cabildo, Pedro Arias de Ávila, que era corregidor, se arrimó a los más animosos, y con trecientos infantes y sesenta caballos que pudo juntar, y los caballeros y ciudadanos nobles, de que siempre estuvo adornada aquella ciudad, con más ánimo que fuerzas, por ser tan pocos en comparación de los enemigos, partió de Guadix a 8 días del mes de enero, y el mesmo día llegó a la Calahorra. Por otra parte, los moros, viendo ir el socorro, dejaron atrás sus estancias, y haciéndose todos un tropel, salieron al encuentro en el cuchillo de un cerro donde está puesta la fortaleza, para defender a los nuestros la entrada de aquel camino que traían; lugar a su parecer seguro por ser áspero y no poderle hollar caballos; mas no lo era, por tener a las espaldas un torreón de la fortaleza, de donde los descubrían y tiraban con los arcabuces y con algunos esmeriles. Allí aguardaron que llegase la gente de la ciudad, y mientras los arcabuceros peleaban con los de la vanguardia, los que estaban descubiertos a la ofensa de la torre desampararon el sitio que tenían, y desordenándose los unos y los otros, como gente mal plática, dieron todos confusamente a huir la vuelta de la sierra, por donde los caballos no los pudiesen seguir. Un golpe dellos entró por el lugar, y poniendo fuego a las casas, quemaron la iglesia; otros se acogieron a una sierra que está frontero de la fortaleza a la parte de la Alpujarra, y se pusieron en cobro, no sin mucho daño, porque los caballos y algunos soldados que pudieron seguirlos mataron más de ciento y cincuenta moros, y hirieron muchos más. Con esta vitoria quedó la fortaleza descercada, y Pedro Arias de Ávila volvió alegre y vitorioso a Guadix, donde fue muy bien recebido; y por si los moros tornasen a cercar la fortaleza, dejó dentro al capitán Mellado con algunos arcabuceros y cantidad de munición.



 

Capítulo VII

De las diligencias que el conde de Tendilla hizo para proveer de bastimentos el campo del Marqués su padre

     Luego como el marqués de Mondéjar partió de Granada, el conde de Tendilla, a cuyo cargo había quedado la provisión de las cosas de la guerra, envió a las villas de la jurisdición de aquella ciudad por quinientos hombres de guerra, y los metió en la fortaleza de la Alhambra, porque había poca gente dentro; y para que el campo estuviese bien proveído de bastimentos, demás de los que iban con las escoltas ordinarias, proveyó dos cosas importantes y muy necesarias. Repartió los lugares de la Vega en siete partidos, y mandoles que cada uno tuviese cuidado de llevar diez mil panes amasados de a dos libras al campo el día que le tocase de la semana, y que los vendiesen a como pudiesen, sin que se les pusiese tasa en el precio, por manera que acudiendo cada día diez mil panes al campo, estaba suficientemente proveído. La otra fue mandar llamar a todos los regatones de la ciudad que trataban en cosas de bastimentos, y juntándose más de ciento dellos, les mandó que según el trato de cada uno llevasen al campo tocino, queso, pescado, vino y legumbres, y otras cosas de provisión, y para que con más voluntad lo hiciesen, hizo prestarles seis mil ducados por cuatro meses, y les dio licencia para que pudiesen traer de retorno lo que les pareciese, sin que incurriesen en pena de contrabando, porque había orden que los que se viniesen del campo con despojos, los desbalijasen y castigasen. Con esto y con lo que hallaban los soldados en los lugares por donde iban, estuvo el campo bien proveído. [226]



 

Capítulo VIII

Cómo se mandó alojar la gente de guerra que acudía a Granada en las casas de los moriscos, y el sentimiento que dello hicieron

     Acudía ya a más andar la gente de las ciudades y villas de la Andalucía que el marqués de Mondéjar había enviado a apercebir, y la ciudad de Granada se iba hinchendo de soldados y de caballeros particulares que venían a hallarse en la jornada a su costa; y el Conde de Tendilla, cuidadoso, de su cargo, no hallando mejor orden para poderlos regalar y entretener, mandó que los alojasen en las casas de los moriscos, donde les diesen camas y de comer el tiempo que allí estuviesen, y a los que no querían comer en sus posadas, les mandaba dar sus contribuciones en dinero, ordenando a los pagadores que venían con ellos que guardasen el dinero que traían para adelante, porque deteniendo en la ciudad solamente las compañías necesarias para la guardia della, todos las demás enviaba luego al campo del marqués de Mondéjar. Este alojamiento, que comenzó a 9 días del mes de enero, era la cosa que más temían los moriscos, y la más grave opresión que se les podía hacer, y ansí lo sintieron extrañamente, no tanto por la costa que se les hacía, como por ser muy celosos de sus mujeres y hijas, y amigos de su regalo. Y sintiendo ya su desventura en casa, acudieron luego los principales del Albaicín con su procurador general al mesmo conde de Tendilla, y viendo el poco remedio que les daba, acudieron al presidente don Pedro de Deza, y le significaron con muchas razones los inconvenientes que de aquel alojamiento se seguían, diciendo que se continuasen las guardas que al principio se habían puesto en el Albaicín, y si pareciese necesario, se acrecentasen otras a costa de los moriscos, y que la otra gente de guerra que venía de fuera de la ciudad la alojasen en las iglesias y en casas yermas, como lo había hecho el marqués de Mondéjar, y que los moriscos por sus parroquias les llevarían camas y de comer. Pareciéndole pues al Presidente que se podría hacer lo que decían, mandó a Jorge de Baeza que fuese al conde de Tendilla y le dijese lo que los moriscos le habían dicho, y la orden que daban en el alojamiento de la gente de guerra, y que le parecía que debía tomarse el menor inconveniente, teniendo consideración a lo de adelante, para que aquel alojamiento se pudiese conservar, como era razón que se conservase, pues los negocios de la guerra se alargaban. Con este recaudo fue Jorge de Baeza al conde de Tendilla, acompañado de aquellos moriscos, los cuales con palabras de humildad le representaron el agravio que se les hacía, poniéndole nuevos inconvenientes por delante, como era la poca seguridad de sus mujeres y hijas, y aun de sus personas y haciendas, si maliciosamente tocando alguna arma falsa de noche, les robaban las casas; todo lo cual cesaba con mandarlos aposentar, como se había hecho hasta allí. Mas el conde de Tendilla les respondió que la gente de guerra había de estar alojada en casas pobladas, y no yermas; y que los soldados habían de ser regalados y muy bien tratados, porque no se fuesen; y se les había de dar posadas y contribuciones, pues no había orden de poderlos entretener de otra manera; que al servicio de su majestad convenía que los moriscos no tuviesen libertad de poder meter moros de fuera ni hacer juntas secretas en sus casas, sino que estuviesen los soldados siempre delante para que viesen y entendiesen lo que decían y hacían diez mil moriscos que había en el Albaicín para poder tomar armas; y que si alguna desorden hiciesen, en tal caso lo remediaría castigando a los culpados; y con esta respuesta los despidió bien descontentos y tristes, y de allí adelante se alojó toda la gente de guerra en las casas pobladas, donde fue poca parte el castigo para que la licencia militar no soltase la rienda con más cudicia y menos honestidad de lo que aquí podríamos decir. Pasó este negocio tan adelante, que muchos moriscos, afrentados y gastados, se arrepintieron por no haber tomado las armas cuando Abenfarax los llamaba, y otros enviaron a decir a Aben Humeya que mientras el marqués de Mondéjar estaba fuera de Granada se acercase por la parte de la sierra con alguna cantidad de gente, y se irían con él. El conde de Tendilla en este tiempo, usando de la preeminencia de capitán general, y viendo la necesidad que había de gente de ordenanza, nombró siete capitanes y les dio sus conductas para que la hiciesen. Hizo comisario y sargento mayor a Lorenzo de Ávila, que ya estaba sano de las heridas que le dieron en Dúrcal, mandándole que se alojase en el Albaicín para reparar las desórdenes de los soldados. No mucho después mandó su majestad ir a Granada a don Antonio de Luna, señor de Fuentidueña, y a don Juan de Mendoza Sarmiento, para las cosas que ocurriesen de la guerra, y el conde de Tendilla dio cargo de la gente de guerra de a pie y de a caballo que se alojase en los lugares de la Vega a don Antonio de Luna, y a don Juan de Mendoza dejó en Granada, hasta que después fue con orden al campo, estando ya de vuelta en Órgiba, como se dirá en su lugar.



 

Capítulo IX

Cómo nuestro campo ocupó el paso de Tablate

     Teniendo ya el marqués de Mondéjar suficiente número de gente con que pasar a la Alpujarra, domingo por la mañana, a 9 días del mes de enero, partió del lugar de Dúrcal con todo el campo puesto en sus ordenanzas, la vuelta del lugar de Tablate, donde se habían juntado los rebeldes, creyendo poderle defender el paso que allí hay, y tenían recogidos tres mil y quinientos hombres con Gironcillo, Anacoz y el Randati, sus capitanes, y con otros sediciosos y malos, respetados, no por prática de cosas de guerra ni por autoridad de personas, sino por sacrilegios y crueldades que habían hecho en este levantamiento. Aquella noche se alojó el marqués de Mondéjar en el lugar del Chite, dos leguas de Dúrcal, que estaba despoblado, y el campo estuvo puesto en arma, por ser el lugar dispuesto para cualquiera acometimiento; y el lunes bien de mañana caminó la vuelta de Tablate, donde sabía que le aguardaban los enemigos. Este lugar es pequeño de hasta cien vecinos, aunque nombrado estos días por la rota de don Diego de Quesada, y por el paso de una puente, por donde se atraviesa un hondo y dificultoso barranco, que con igual hondura y aspereza, sin dar entrada por otra parte en más de cuatro leguas arriba y abajo de la puente, atraviesa desde encima del lugar de Acequia basta el río de Melejix. Los moros tenían desbaratada la puente de manera que no podían pasar caballos ni aun peones sin grandísima dificultad y peligro, [227] porque solamente habían dejado unos maderos viejos, que debieron ser estantes de la cimbra, al un lado, y sobre ellos un poco de pared tan angosta, que apenas podía ir por ella un hombre suelto; y aun este poco paso que para ellos habían dejado, ofreciéndoseles necesidad de pasar, le tenían descavado y solapado por los cimientos de manera, que si cargase más de una persona fuese abajo; y era tan grande la hondura del barranco por esta parte, que mirando desde arriba desvanecía la cabeza y quitaba la vista de los ojos. El marqués de Mondéjar iba muy bien apercebido, aunque no avisado de la rotura de la puente; llevaba la gente puesta en escuadrón, sus mangas de arcabuceros a los lados, y los corredores delante descubriendo el campo. Con esta orden llegó la vanguardia a unos visos que descubren el lugar y la puente que está antes de llegar a él. Luego se descubrieron los moros que estaban de la otra parte, y muchas banderas blancas y coloradas que campeaban por los cerros con aparencia de querer defender el paso. El Marqués, mandando que las mangas de los arcabuceros se adelantasen, dejó la caballería en batalla, y pasó a la vanguardia, para que los animosos soldados lo fuesen más con la presencia de su capitán general; y llegando al barranco y a la puente, los tiradores de entrambas partes comenzaron a tirar: los moros no pudieron resistir la furia de nuestras pelotas, y se arredraron, teniendo entendido que no había hombre tan animoso que osase acometer a pasar la desbaratada puente, que tenían por bastante defensa contra nuestro campo; mas un bendito fraile de la orden del seráfico padre san Francisco, llamado fray Cristóbal de Molina, con un crucifijo en la mano izquierda y la espada desnuda en la derecha, los hábitos cogidos en la cinta, y una rodela echada a las espaldas, invocando el poderoso nombre de Jesús, llegó al peligroso paso, y se metió determinadamente por él; y haciendo camino, no sin grandísimo trabajo y peligro, estribando a veces en las puntas de los maderos o estantes de la cimbra, y a veces en las piedras y en los terrones que se le desmoronaban debajo de los pies, pasó a la parte de los enemigos, que aguardaban con atención cuando le verían caer. Siguiéronle luego dos animosos soldados, aunque el uno con infelice suceso, porque faltándole la tierra y un madero, fue dando vueltas por el aire, y cuando llegó abajo ya iba hecho pedazos. El otro pasó, y tras dél otros muchos, no cesando de tirar siempre nuestros arcabuceros ni los moros, que estaban de mampuesto en un cercano cerro sobre la puente: finalmente cargó nuestra gente de manera, que los moros fueron retirándose, cediendo al riguroso ímpetu de los que reconocían ser suya la vitoria. Ganada la puente y el lugar con poco daño nuestro y mucho de los moros, los soldados trajeron maderos y puertas, y con haces de picas, rama y tierra adobaron la puente de manera que pudo pasar aquel día el carruaje, caballos y artillería, y aquella noche se alojó el campo en el lugar. Cebáronse tanto este día los arcabuceros de las mangas en los enemigos que iban huyendo, que dejando muertos más de ciento y cincuenta, fueron siguiéndolos hasta llegar al río que está de la otra parte de Lanjarón. Allí reconocieron ser poca gente la que los seguía, y revolvieron sobre ellos con grandes alaridos, y los apretaron tanto, que se hubieron de retirar a las casas del lugar; y no se teniendo por seguros en él, tomaron algunas vasijas con agua y cosas de comer que hallaron, y se fueron a guarecer en los antiguos edificios de un castillo despoblado, puesto sobre una alta peña, donde solía en otro tiempo ser la fortaleza del lugar, por si fuese menester defenderse entre los caídos muros mientras nuestro campo llegaba. En este tiempo el marqués de Mondéjar, alegre con la vitoria, no tanto por las muertes de los enemigos, como por haber ocupado aquel paso, que pudiera quedar famoso en aquel día con su muerte, si no acertara a llevar un peto fuerte, que resistió la pelota de una escopeta, que le venía a dar por los pechos, porque no sucediese alguna desgracia a los arcabuceros que iban delante, que le aguase el buen suceso, envió un diligente soldado con su anillo, a que dijese al capitán Caicedo Maldonado, vecino de Granada, que iba con ellos, que se retirase luego, y mandó al capitán Luis Maldonado que con cuatrocientos arcabuceros le asegurase el camino. Y como se acercase la noche, los moros, enemigos de pelear en aquella hora, se retiraron a las sierras, y nuestra gente toda se recogió a su alojamiento.



 

Capítulo X

Cómo nuestro campo pasó a Lanjarón, y de allí a Órgiba, y socorrió la torre

     Toda aquella noche estuvo nuestro campo en Tablate con muchas centinelas por los cerros al derredor, por ser sitio dispuesto para poder hacer los enemigos cualquier acometimiento; y otro día, martes 11 de enero, dejando el marqués de Mondéjar en aquel presidio una compañía de infantería de la villa de Porcuna, cuyo capitán era Pedro de Arroyo, para que la gente y las escoltas pudiesen ir y venir seguramente, caminó la vuelta de Lanjarón, que está legua y media más adelante, en el camino de Órgiba. Este día tuvo nuestra gente algunas escaramuzas ligeras con los enemigos, que viendo marchar el campo, bajaron de las sierras, y tentaron de hacer algunos acometimientos en la vanguardia; mas luego se retiraron hacia una sierra que está a la parte de levante del lugar en el proprio camino real, donde se habían juntado muchos dellos con propósito de defender un paso áspero y dificultoso por donde de necesidad había de pasar nuestro campo el siguiente día. Teníanle fortalecido con reparos de piedras y peñas sueltas, puestas en las cumbres y en las laderas que venían a dar sobre el camino, para echarlas rodando sobre los cristianos cuando fuesen subiendo la cuesta arriba. El marqués de Mondéjar llevaba tanto deseo de socorrer la torre de Órgiba, que no quisiera detenerse aquel día; mas húbolo de hacer, porque llegó la retaguardia tarde, y llovía y hacía el tiempo trabajoso; y demás desto, no estaba determinado si pasaría adelante con la gente que llevaba, o si esperaría que llegase la otra que venía de las ciudades. Estuvo allí aquella noche a vista de los enemigos, que teniendo ocupado el paso con grandes fuegos por aquellos cerros, no hacían sino tocar sus atabalejos, dulzainas y jabecas, haciendo algazaras para atemorizar nuestros cristianos, que con grandísimo recato estuvieron todos con las armas en las manos. Al cuarto del alba llegó a la tienda de don Alonso de Granada Venegas un soldado que venía de la torre de Órgiba, y dio nueva como [228] los cercados se defendían. Otro día miércoles, antes que amaneciese, mandó el marqués de Mondéjar a don Francisco de Mendoza, su hijo, que con cien caballos y docientos infantes arcabuceros subiese una ladera arriba, donde había una sola senda áspera y muy fragosa, y fuese a tomar las espaldas a los enemigos, llevando algunos gastadores con picos y hazadones que la allanasen, porque se entendió que puestos en lo alto, hallarían disposición en la tierra para poderla hollar. Y siendo el día claro, partió el campo, yendo los escuadrones proporcionados y bien ordenados, conforme a la disposición de la tierra, y dos mangas de arcabuceros delante, que por las cordilleras de los cerros de una parte y otra del camino que hacía el campo, iban ocupando siempre las cumbres altas. Desta manera fue caminando nuestra gente la vuelta del enemigo, que estuvo un rato suspenso entre miedo y vergüenza, no se determinando si pelearía, o si, dejando pasar a nuestro campo, le sería más seguro romperle las escoltas y necesitarle con hambre; mas aun esto no supieron hacer los bárbaros ignorantes, porque en viendo que los caballos habían subido con la escuridad de la noche por donde apenas entendían que pudiera andar gente de a pie, entendiendo que no habría sierra, por áspera que fuese, que no hollasen, perdieron la esperanza de lo uno y de lo otro, y determinaron de tentar otra fortuna retirándose a la aspereza de las sierras, donde no les pudiese enojar la caballería; mas no lo pudieron hacer tan presto, que dejasen de recebir daño de los que ya les iban en el alcance; y dejando el paso y el camino desocupado, pasó nuestro campo a Órgiba, y aquella tarde se alojó en el lugar de Albacete con grande alegría de todos, mayormente de los cercados, que habían estado diez y siete días peleando noche y día con grandísimo trabajo y peligro. Habíales faltado ya el bastimento, y si no fuera por algunos moros padres y maridos de las mujeres que el alcaide había metido en la torre, que secretamente le habían dado agua y otras cosas de comer, poniéndolo de noche en parte que los cristianos lo pudiesen recoger, hubieran perecido muchos de hambre. También les habían traído munición de Motril, que les hubiera faltado si un animoso soldado natural de Órgiba, llamado Juan López, no se aventurara a ir por ella; el cual aprovechándose de la lengua árabe, en que era muy ladino, y del hábito de los moros, salió a media noche secretamente de la torre, y pasando por medio de su campo, fue a la villa de Motril y trajo un gran zurrón de pólvora y cantidad de plomo y cuerda a cuestas, con que se defendieron de aquellos lobos rabiosos ciento y sesenta almas cristianas, y entre los otros, cinco sacerdotes. El marqués de Mondéjar dio muchas gracias a Dios por tan buen suceso, y despachó luego correo con la nueva, que no fue menos bien recebida que la de Tablate. Y pareciéndole tener suficiente número de gente para allanar la tierra, escribió a don Francisco Hurtado de Mendoza, conde de Montagudo, asistente de Sevilla, que no le enviase la gente de aquella ciudad ni la de la milicia de Sevilla, Gibraltar, Carmona, Utrera y Jerez, que ya se había juntado para hacer la jornada. Esta carta llegó estando en Alcalá de Guadayra, y con él Juan Gutiérrez Tello, alférez mayor de Sevilla, con dos mil infantes arcabuceros con que servía la ciudad a su costa; y Gonzalo Argote de Molina, alférez mayor de la milicia de la Andalucía, con los capitanes y gente della. Luego despidió el Conde los dos mil arcabuceros de Sevilla, y mandó a Gonzalo Argote que con la gente de la milicia fuese a embarcarse en las galeras del cargo de don Sancho de Leiva; para guarnición dellas; de cuya causa no acudió la gente de Sevilla mientras el marqués de Mondéjar estuvo en campaña, hasta que adelante se le envió nueva orden para que la enviase, como se dirá en su lugar.



 

Capítulo XI

Cómo el marqués de Mondéjar pasó a la taa de Poqueira y la ganó

     Siendo avisado el marqués de Mondéjar por algunas espías como Aben Humeya y Aben Jouhor juntaban a gran priesa los moros de la Alpujarra y los que se habían retirado del paso de Lanjarón para defender la entrada de la taa de Poqueira, aunque llevaba la gente fatigada del camino, otro día de mañana, que fue jueves a 13 días del mes de enero, salió de Albacete de Órgiba, dejando de presidio en aquel lugar al capitán Luis Maldonado con cuatrocientos soldados, para que recogiese los bastimentos y municiones que viniesen de Granada, y los fuese enviando al campo. Llevaba el marqués de Mondéjar su campo copioso de gente muy lucida y bien armada, porque habían llegado a él muchos caballeros, que dejando sus casas, iban a servir a su costa, deseosos de hacer ejemplar castigo en aquellos rebeldes por los sacrilegios que habían cometido; y crecíales cada hora más el deseo con ver los incendios y crueldades que hallaban por los lugares do pasaban. Sacó la infantería en tres escuadrones y la caballería a los lados, de manera que podía salir y acometer sin turbar las ordenanzas: las mangas de los arcabuceros iban de un cabo y de otro ocupando las cumbres, y delante iban las cuadrillas de la gente del campo suelta descubriendo la tierra. Desta manera caminaba nuestro campo con paso lento y reposado, cuando llegaron a él cuatro caballeros veinticuatros de Córdoba con cuatro compañías de gente de aquella ciudad, las dos de caballería y las dos de infantería, que enviaba el conde de Tendilla desde Granada. De las primeras eran capitanes don Pedro Ruiz de Aguayo y Andrés Ponce, y de las otras dos Cosme de Armenta y don Francisco de Simancas. Con esta gente holgó el marqués de Mondéjar mucho, y fue prosiguiendo su camino; mas aunque entendían todos que su intento era ir a echar los moros de aquellos lugares fuertes donde se habían metido, su fin no era por entonces otro sino tomar un sitio fuerte y acomodado para su alojamiento cerca de los lugares de aquella taa, donde le parecía poder estar con seguridad y poder ser proveído de vituallas, como si estuviera en Albacete de Órgiba, y desde allí turbar a los enemigos con correrías, porque para la entrada de aquella tierra le parecía convenir mayor número de gente. Habiendo pues caminado las escuadras tres cuartos de legua, y llegado a un llano que llaman el Faxar Ali, los moros, que dejando atrás los pasos y lugares fuertes donde estaban, se habían puesto en tres emboscadas para recebir a nuestro ejército en la angostura de las sierras, cuando les pareció tener bien tendidas sus redes, salieron a las mangas de los arcabuceros que iban de vanguardia, y acometieron la que iba más alta tan determinadamente, que fue necesario [229] reforzarla con más número de gente. Pasando pues el marqués de Mondéjar adelante para guiar algunos caballos que se hallaron en la vanguardia, le convino hacer alto, y formar escuadrón a tiro de arcabuz de los enemigos, y desde allí socorrió a todas partes, porque cargaban de manera, que en todas era bien menester socorro. La manga delantera, que llevaba Álvaro Flores, alguacil mayor de la inquisición de Granada, venía ya retirándose a más andar, dejando a su capitán con solos doce o trece soldados haciendo rostro, cuando don Francisco de Mendoza, a cuyo cargo iba la caballería, partió con una banda de caballos en su socorro; mas era tan grande la aspereza de la sierra, que cuando llegó a socorrerle no llevaba más de cuatro de a caballo consigo; que los demás no le habían podido seguir. Con estos hizo rostro, y dando vuelta, puso tanto ánimo a los soldados, que venían medio desbaratados, que se juntaron con su capitán, y sobreviniéndoles más gente de socorro, no solo resistieron el ímpetu de los enemigos, mas aun los desbarataron y pusieron en huida, subiendo tras dellos por lugares que aun para huir parecían dificultosos. Lo mesmo hicieron los de la retaguardia, siendo socorridos por don Alonso de Cárdenas. Este recuentro fue muy peligroso al principio, mas después tuvo felice suceso por el mucho valor de los caballeros y de los capitanes que acudieron al peligro. Salieron heridos don Francisco de Mendoza de una pedrada que le dio un moro en la rodilla, al cual mató allí luego, y a don Alonso Portocarrero le dieron dos saetadas en los muslos. Hubo solo un escudero cristiano muerto, y de los moros murieron más de cuatrocientos y cincuenta: los nuestros siguieron el alcance por donde la aspereza y fragosidad de las sierras les daba lugar. Álvaro Flores, con los soldados que pudo recoger y algunos caballos, tomó por las cordilleras altas, yendo siempre superior a los enemigos, hasta llegar al lugar de Bubión; y hallándole solo, porque Aben Humeya no osó aguardar en él, entró dentro, y desde un reducto o mirador que estaba delante de la puerta de la iglesia comenzó a capear, llamando nuestra gente para que caminase a la vitoria, porque el marqués de Mondéjar, recelando la dificultad del camino, había juntado a consejo, y estaba parado tratando del alojamiento que se había de tomar aquella noche; el cual, como vio el lugar ocupado por los cristianos, mandó que marchase todo el campo hacia él. Ganáronse las cuatro alcarías de aquella taa, sin hallar quien las defendiese, siendo la disposición de la tierra tan favorable a los moros, que si tuvieran ánimo de defenderla, fuera menester más tiempo y mayor número de gente para ganárselas. Llegado el campo a Bubión, los soldados subieron en cuadrillas por la sierra arriba, y captivando muchas mujeres y niños, mataron los hombres que pudieron alcanzar, y les tomaron gran cantidad de bagajes cargados de ropa y de seda, que llevaban a esconder por aquellas breñas. Cobraron la deseada libertad en Bubión el vicario Bravo y ciento y diez mujeres cristianas, que tenían aquellos herejes captivas. El siguiente día, viernes 14 de enero, estuvo el campo en aquel alojamiento, y desde allí envió el marqués de Mondéjar una escolta con los heridos y enfermos a Granada, con orden que a la vuelta acompañase los bastimentos y municiones que había en Órgiba, y envió a dar aviso al capitán Luis Maldonado del camino que pensaba hacer, para que de allí adelante supiese por dónde había de encaminar la gente y el bastimento que viniese al campo. Díjose aquel día misa con grandísima solenidad, y oyéronla todos los cristianos con mucha devoción puestos en sus ordenanzas debajo de las banderas; que cierto era contento verles glorificar al Señor por la vitoria y por la libertad de tantas almas cristianas como se habían redimido.



 

Capítulo XII

Cómo los moros degollaron la gente que había quedado de presidio en Tablate

     Arriba dijimos como el marqués de Mondéjar dejó de presidio en Tablate al capitán Pedro de Arroyo con la compañía de infantería de la villa de Porcuna, para asegurar aquel paso a las escoltas que fuesen de Granada, con orden que no dejase pasar los soldados que se iban del campo sin licencia. Pudiendo pues hacer algún reducto donde meterse de noche, y tener su cuerpo de guardia y centinelas, como es costumbre de gente de guerra, estuvo tan descuidado, que los moros de la comarca tuvieron lugar de ofenderle a su salvo, porque su fin solo era salir al paso a los soldados que se iban del campo sin licencia, para quitarles por de contrabando los ganados, las esclavas y los bagajes que llevaban. Estando desta manera, el Anacoz y Gironcillo, que andaban atalayando por aquellos cerros, por ver si podrían romper alguna escolta, viendo el descuido de los nuestros, juntaron mil y quinientos moros, y los acometieron a media noche por tres partes; y entrando el lugar y la iglesia, degollaron todos los soldados que allí había, y los despojaron de armas y vestidos y de todas las cosas que tenían ellos tomadas por de contrabando; y no se teniendo por seguros entre las viles tapias de las casas, se tornaron a subir a la sierra. Esta nueva llegó a un mesmo tiempo a Granada y al campo del marqués de Mondéjar, y fue volando a la corte de su majestad, y con ella se aguó algún tanto la vitoria de aquellos días, porque juzgaban los contemplativos el daño y el peligro harto mayor de lo que era, diciendo que había sido ardid de guerra del enemigo dejar pasar nuestro campo a la Alpujarra, y cortar a las espaldas el paso por donde les había de entrar el bastimento, para necesitarle a que se retirase o pereciese de hambre. Mas luego cayó esta quimera, y se supo como Tablate estaba por los cristianos, porque el marqués de Mondéjar, sabiendo que los moros no habían osado parar allí, ordenó que la primera compañía que llegase, quedase en el lugar de presidio; y llegando Juan Alonso de Reinoso con la gente que enviaba la ciudad de Andújar, guardó la orden del Marqués y el paso con mucho cuidado; y hallando a Pedro de Arroyo caído entre los muertos con muchas heridas mortales, le hizo curar; mas él estaba tan debilitado, por haber estado tres días sin refrigerio, que llevándole a Granada murió en el camino. No se descuidó el conde de Tendilla en este socorro, porque luego que supo la rota de Tablate, aquella mesma noche envió a llamar a don Álvaro Manrique, hijo del conde de Osorno, caballero del hábito de Calatrava, que estaba alojado en una alcaría de la Vega con ochenta caballos y trecientos infantes de las villas de Aguilar, Montilla y Pliego; [230] el cual llegó antes que fuese de día a la puente Genil, donde ya el Conde le estaba aguardando con ochocientos infantes y ciento y veinte caballos; y entregándole toda aquella gente, le envió a poner cobro en aquel paso, con orden que, dejando buena guardia en él, pasase a juntarse con el campo del Marqués su padre; el cual partió luego, y hallando el lugar desembarazado, cumplió la orden del Conde, y se fue a juntar con nuestro campo en Juviles. El tiempo nos llama ya a que volvamos al marqués de los Vélez, que dejamos en el lugar de Tavernas.



 

Capítulo XIII

Cómo el marqués de los Vélez tuvo orden de su majestad para acudir a lo de Almería, y fue sobre los moros que se habían juntado en Guécija y los desbarató

     Estaba todavía el marqués de los Vélez con su campo en Tavernas, y a 11 de enero, el día que el marqués de Mondéjar partió de Tablate, tuvo orden de su majestad, en conformidad de su ofrecimiento, para que con la gente que tenía junta acudiese a la parte de Almería por la seguridad de aquella comarca. Túvose por buena esta provisión, por hallarse ya dentro del reino de Granada con campo formado y recogido a su costa, aunque no dejaba de parecer que se hacía agravio al marqués de Mondéjar y a la razón de la guerra, habiendo en una provincia dos capitanes generales, que ninguno dellos quería igual. Hubo muchas personas que lo atribuyeron a permisión divina, que quiso que conviniesen a un mesmo tiempo en esta guerra dos personajes de voluntad tan contrarios, que cuando con equidad uno intercediese por los rebeldes, procurando medios para reducirlos, otro con rigor y aspereza los persiguiese; de manera que siendo dignamente castigados, desocupasen el reino de Granada, donde pudiendo ser moros encubiertos, mantenían con menor dificultad la seta de Mahoma. Luego otro día partió el marqués de los Vélez de aquel alojamiento en busca de algunos enemigos; y siendo avisado que los moros de Guécija se fortalecían en aquel lugar, y que habían soltado las acequias del río para empantanar los campos, y cortado gruesos árboles que atravesar en los caminos y veredas, y hecho otros impedimentos para que por ninguna parte los caballos les pudiesen entrar, enderezó su camino hacia ellos. Llevaba cinco mil infantes, la mayor parte arcabuceros y ballesteros, gente ejercitada en los rebatos de la costa del reino de Murcia y acostumbrada a los trabajos de la guerra, y trescientos de a caballo muy bien armados; y habiendo hecho reconocer el camino y los impedimentos que los enemigos le habían puesto, tomó la halda de la sierra un poco alta, por donde entendió que la podría mejor hollar, y con sus ordenanzas tendidas caminó la vuelta del lugar, donde aun todavía se devisaba desde lejos el incendio y ruina de la torre y del monasterio en que los moros habían quemado tantos religiosos cristianos. No se mostraron los moros perezosos en salirle a recebir con dos escuadrones de gente tan bien ordenarlos, como lo pudieran hacer soldados viejos muy práticos, y haciendo alto a vista de nuestro campo, degollaron cruelmente todos los cristianos captivos que tenían. Era caudillo destos herejes el Gorri, principal autor de tanta crueldad, el cual hizo muestra o representación de batalla, y el Marqués, que con honrosa envidia deseaba hacer hechos dignos de su nombre, teniendo reconocido el sitio en que estaban y por donde se le podría entrar, hizo poco caso dellos; y enviando delante al capitán Andrés de Mora, sargento mayor, con quinientos arcabuceros por la halda de la sierra, y en su resguardo a don Diego Fajardo, su hijo, con sesenta caballos, les mandó que los fuesen entreteniendo con escaramuza mientras llegaba con el golpe de la gente. El Gorri hizo rostro animosamente y mantuvo un buen rato la pelea; mas al fin, no pudiendo resistir la furia de la arcabucería, se comenzó a retirar antes que la caballería le cercase; y tomando por delante la gente inútil, llevando a las espaldas nuestros soldados, se encaramó en las peñas de la sierra de Ílar que estaba cerca, donde tenía en un reducto de piedras que está en la cumbre de un alto cerro recogidos los ganados y bastimentos; y rehaciéndose en él para tornar a pelear, tampoco le aprovechó nada, y al fin se metió por las sierras de Fílix. Hubieron libertad este día muchas cristianas captivas que se quedaron escondidas en las casas del lugar, y otras que dejaron los moros en las sierras cuando iban huyendo. El marqués de los Vélez se alojó en campaña, porque los soldados no entrasen a cargar de despojos y se fuesen, cosa muy ordinaria en esta guerra; aunque fue en vano su diligencia, porque luego se comenzaron a desmandar en cuadrillas por los lugares del Boloduí y del condado de Marchena, y cargados de ropa, yendo bien proveídos de esclavas y de bagajes, se volvían a sus casas; y así, hubo de estar el campo en aquel alojamiento más de lo que el General quisiera.



 

Capítulo XIV

De una entrada que la gente de Guadix hizo en el marquesado del Cenete

     Mejor les hubiera sido a las moriscas del Deyre y de la Calahorra que sus maridos las hubieran dejado estar quedas en la fortaleza, donde el alcaide las tenía recogidas, que no sacarlas con el engaño que las sacaron; porque habiéndolas traído algunos días de sierra en sierra necesitadas de hambre, les fue forzado meterse en las casas del Deyre, confiadas en la guardia que Jerónimo el Maleh les hacía con la gente del marquesado, o como después nos dijeron algunas dellas, en la palabra que Juan de la Torre les había dado, diciéndoles que se asegurasen en sus casas, porque no recibirían daño. Sea como fuere, Pedro Arias de Ávila, corregidor de Guadix, fue avisado como el lugar estaba lleno de mujeres, y que había con ellas gente de guerra, y con parecer del cabildo acordó de ir a dar sobre él. No lo pudo hacer tan secreto, que los moros dejasen de ser avisados por los moriscos de paces que moraban en aquella ciudad. Juntando pues toda la gente de a pie y de a caballo, salió de Guadix sábado, 15 días del mes de enero, y a gran priesa fue la vuelta de la sierra, recelándose de algún aviso; y con todo eso, cuando llegó a vista del Deyre ya los moros y moras iban huyendo la sierra arriba. Adelantáronse don Hernando de Barradas, don Juan de Saavedra, don Cristóbal de Benavides, don Pedro de la Cueva y Hernán Valle de Palacios, Lázaro de Fonseca, y otros caballeros y ciudadanos, que por todos fueron catorce de a caballo, para alcanzarlos antes que encumbrasen el puerto de la [231] Ravaha; los cuales, dejando atrás las mujeres y bagajes que iban alcanzando, subieron la sierra arriba hasta llegar a un llano que se hace en la cumbre alta del puerto. Allí había reparado el Maleh con tres banderas y un golpe de gente armada para hacer rostro, mientras se ponían en cobro las mujeres y los bagajes; el cual resistió a nuestros caballos, y cargando animosamente sobre ellos, los hubiera puesto en aprieto, si en la mayor necesidad no les acudiera el doctor Fonseca con cuarenta arcabuceros. Viendo los moros este socorro y otros que iban llegando, comenzaron a retirarse, no del todo huyendo, sino haciendo vueltas sobre nuestra gente, y en una montañeta se entretuvieron más de media hora peleando, hasta que del todo fueron desbaratados y puestos en huida, dejando de los suyos más de cuatrocientos hombres muertos y dos mil almas captivas entre mujeres y niños, y mil bagajes cargados de ropa. Esta fue una de las mejores presas que se hicieron en esta guerra y con menos peligro; con la cual Pedro Arias de Ávila volvió muy contento a Guadix, y los moros quedaron bien lastimados.