La historia de Granada se puede
prolongar hasta períodos más que antiguos, hasta elegir, incluso, si su
fundación estuvo a cargo de una hija de Noé, o por el contrario, de una hija de
Hércules de nombre Granata.
Los
orígenes de la región granadina son imprecisamente conocidos, si bien hasta
ella debió de llegar en el período neolítico
el influjo de la civilización egea, a juzgar por los restos de sepulcros que
ofrecen coincidencias exactas con los de la Grecia micénica. Esos tipos
arquitectónicos y la civilización que representan tuvieron desarrollo completo
en esta comarca, que cuenta con un espléndido modelo de arquitectura megalítica
-la Cueva del Romeral en Antequera (Málaga)- y otro del dolmen -el de Menga en
el mismo lugar- así como en Granada existieron dos grandes sepulcros dolménicos, hoy destruidos: uno, sobre el pueblo de Dílar y, el segundo, en Ventas de Zafarraya, y necrópolis interesantísimas en Guadix, Baza, Illora, Montefrío y Alhama.
De
mucho antes de este período tenemos vestigios humanos en Orce, donde se encontró un pedazo del cráneo de un niño de cerca de 4 años, de hace 100.000 años.
La
historia, que es siempre una opción estética, asegura que hubo en Granada un
importante asentamiento ibérico y también romano, algo habitual, por otra parte,
en casi todas las ciudades del sur de la península Ibérica.
De
las poblaciones del período ibérico apenas si ha quedado rastro al ser
destruidas por las invasiones y, únicamente, en el sitio llamado Castillejo (Montefrío), se hallan
interesantes ruinas, muestras del foco de vida que hubo de ser entonces esta
región. Bastetanos, oretanos,
túrdulos, bástulos y celtas poblaron su territorio, entendiéndose los primeros
por Baza y Guadix; los segundos por Baza y Zalona; los bástulos por la costa y los celtas por la serranía de Ronda
(Málaga). Los más civilizados, que eran los túrdulos, ocuparon el oeste
de Jaén y la mayor parte de Granada, que debió ser fundada por una de esas
tribus, acuñándose en ella en el s. V (a. de JC.) monedas con el nombre ibérico
de «Iliverir» y encontrándosela citada con el de ««Elybirge»».
Fenicios,
griegos y cartagineses la recorrieron, colonizando los primeros parte de sus costas, fundando Sexi (Almuñécar), Salambina (Salobreña) y otros lugares, y los griegos la colonia de Ulisea
en la Alpujarra. En unión de los cartagineses,
los habitantes de esta región guerrearon contra Roma
en las guerras púnicas, no viéndose tranquila la comarca hasta que el triunfo
de César sobre Pompeyo decidió su suerte, prosperando bajo el Imperio, que
dividió su territorio en dos partes:
una, la propiamente granadina, que abrazaba la cuenca del Genil y se cerraba de SE a NE con las cadenas de Sierra
Nevada e Iznalloz, hasta llegar a la de Huelma y era, por este lado, el límite
de la Bética; y otra, al este, con
los pueblos de esta parte, entre ellos Acci (Guadix) y Basti (Baza), que se
agregó a la Tarraconense. Fundáronse, asimismo, varias colonias y ciudades
gozando derecho del Lacio o libres o federadas, erigiéndose otras, en fin, en
municipios, como Ilurco (cerca de
Illora) e Ilíberis (Granada) que
fue, sin duda, el más importante de todos. Pieza excepcional, exponente de la
riqueza arqueológica de la región es la «Dama
de Baza», hoy en el Museo Arqueológico Nacional, que representa a una mujer
sedente en trono con respaldo de aletas, escultura ibérica de la primera mitad del s. IV a.C.
También
confirma que jugó un importante papel en la cristianización
de la Península, no sólo por la documentada aparición, en torno al año 60 de
nuestra era, de Cecilio, santo
patrono de la ciudad, sino porque además en Granada, entonces Ilíberis, se
celebró el primer concilio de la iglesia española, alrededor del año 300.
Con
la invasión bárbara
la ocuparon los vándalos y silingos y su parte oriental los alanos, siendo entonces teatro de una
serie de luchas, acordadas por Valia
que expulsó a silingos y alanos, sometiendo la comarca al poder de Honorio (419). Tres años después los vándalos se apoderaron de Guadix y Granada hasta que Leovigildo avanzó hacia ésta, logrando
dominar Andalucía y expulsar, a fines del s. VI, a los romanos, dividiendo la
Bética en dos regiones: la de Híspalis, con Sevilla, Huelva y Cáceres;
y la Bética, con Granada, Almería y Jaén,
división que sólo duró hasta el s. VIII. Tuvieron entonces que luchar los
cristianos con sus nuevos dominadores, pero la conversión Recaredo les dio la
libertad, fundándose varias Iglesias en
Granada, cuya existencia testimonian en esa época las monedas acuñadas con
su nombre y la concurrencia de sus Obispos a los Concilios españoles.
Al
ocurrir la invasión
árabe (711) ocupaba uno de los arrabales de la antigua
Ilíberis una numerosa colonia de judíos,
la cual ayudó a los invasores que
penetraron en la cora o provincia de
Elvira a dominar la ciudad donde, al principio, se respetó la organización
y religión de los vencidos, aunque, poco a poco, comenzaron las persecuciones. Mediado el s. VII, los árabes damasquinos se establecieron en ella, por la semejanza
que le encontraban con su tierra de origen, constituyendo la capitalidad del
territorio al pie de Sierra Elvira,
en un lugar llamado Castilia,
anteriormente de escasa importancia y al que, después, denominaron Medina Elvira. El estado de
insurrección de la España árabe hizo posible que el omeya
Abd al-Rahman, salvado de
la persecución abassi en Oriente, aprovechase esta situación para construir un
reino, de acuerdo con los clientes omeyas, aquí establecidos, siendo la Alpujarra el centro de esta
conspiración que, en septiembre del año 755, triunfaba con el desembarco en
Almuñécar de Abd al-Rahman que, alzado
Emir de Archidona, fijó su capital en Córdoba, y aunque los gobernadores Sumayl y Yusuf se le opusieron,
los derrotó aquél en Granada, sometiéndoles
a su autoridad por el pacto firmado en Armilla, cerca de aquella ciudad.
Bajo
Abd al-Rahman y sus sucesores gozó de paz Granada hasta mediar el s. IX en el que se sublevaron contra los árabes los mozárabes y muladíes, instigados por Umar b. Hafsun quien, desde el castillo de Bobastro (Málaga), entendía
su poder a muchos pueblos andaluces. Los rebeldes conquistaron Montejícar, asesinando al caudillo Yàhya b. Suqala, cuyo sucesor Sawwar b. Hamdun vengó el descalabro,
si bien, atacado nuevamente, tuvo que refugiarse en la Alcazaba de la Alhambra (889) y aunque logró nuevo desquite en la
batalla de Almedina (890) poco después fue asesinado. Acogidos los sublevados a
la dirección de Umar le ayudaron a extender sus dominios hasta Baza, Baeza y
Jaén; pero iniciada la decadencia de aquel caudillo, la rebelión de Granada,
aunque sostenida por Azomar en la Alpujarra y Ubayd Allah en Huéscar, tuvo su fin con las campañas de Abd al-Rahman III.
Pacificada por éste, la comarca prosperó bajo su gobierno y los de sus
sucesores, quienes organizaron la administración y dividieron el territorio en «tahas» (especie de partidos
judiciales), «coras» (provincias) y «climas» (distritos), uno de los cuales
fue el de Granada.
Al
llegar la descomposición del Califato, el africano
Zawí ben Zirí, venido a España en tiempos de Almanzor con un grupo de la tribu de los «zenetes» para ayudar en
aquellas revueltas a Sulayman, erigió esta región en reino, derrotando al
Califa al-Mustazhir y trasladando la
capitalidad de Elvira a Granada (1013) . Con él comenzó la dinastía Zirí
que terminó el año 1090, los ziríes, clan norteafricano que no árabe, se
convirtieron en monarcas y construyeron una nueva ciudad sobre otra o sobre
otras que allí existieron. Estos fueron
derrocados por los almorávides,
cuyo primer asiento fue este reino. En él persiguieron
a los cristianos, que pidieron ayuda al rey aragonés Alfonso I (1125) quien
llegó con un ejército cerca de Granada pero, fracasada su empresa, se retiró a Aragón acompañado de diez mil
familias. Sublevados de nuevo, en
1144, mozárabes y muladííes, los almorávides les hicieron objeto de otra
persecución y, un año después, Zafadola
que, en Toledo, se había alzado contra ellos, se apoderaba de la Alcazaba granadina, pero, derrotado, hubo de
huir a Jaén. De nada sirvió a los almorávides esta victoria, pues la invasión de los almohades sometió a la España árabe al
poder de éstos que, en 1148, subyugaron Granada, y aunque Ibn Mardanix entendió su rebelión a ella, apoderándose de la Alhambra, en 1162, al
cabo, fue vencido.
La
batalla de las Navas de Tolosa (1212)
fraccionó de nuevo la España árabe y cuando, poco después, San Fernando recorría en triunfo la comarca granadina, adueñándose
de Alhama y Loja, un descendiente de los reyes de Zaragoza, llamado Ibn Hud (que al caer el imperio almohade se
proclamó Emir) era aclamado en el pueblo
alpujarreño de Ugíjar en 1228 y, al año siguiente, arrojaba de Granada a los últimos almohades. Pero su dominio fue
efímero por la rebelión de un caudillo que había de reunir bajo su mando los
restos del imperio arábigo-español.
Muhammad
b. Yusuf ibn. Nasr, conocido por Ibn al-Ahmar (el hijo del Rojo), cuya familia,
desde comienzos del s. XIII, señoreaba
la fortaleza de Arjona (Jaén), precedía de la estirpe de los Alahmares
descendientes de Sa`d b. Ubada, compañero del Profeta. En 1231 se alzó al-Ahmar
en Arjona contra Ibn Hud, y entendió su poder a la provincia granadina,
mientras su rival era asesinado en Almería, con lo que, sometidas estas tierras
a su autoridad, pudo fundar, en 1238, el
reino de Granada, que llegó a abarcar desde Sierra Nevada a Gibraltar y la
costa andaluza desde este punto al río Almanzora; es decir, parte de las
provincias de Córdoba, Jaén, Sevilla y Cádiz, las de Almería y Málaga y la de
Granada, en la que estableció su corte, en este mismo año. Tras conquistar una
vez más Granada, fundó una nueva dinastía, la nazarí,
que mantendría el último reino musulmán del occidente europeo hasta casi el
siglo XVI y construiría los palacios de la Alhambra.
De
acuerdo con Fernando III, al-Ahmar
le cedió algunos territorios y le ayudó,
entre otras, a la conquista de Sevilla, declarándose su vasallo en 1246, con lo que puso a salvo de las agresiones
cristianas el nuevo reino que, a su muerte, en 1273, quedaba consolidado.
Veinte
monarcas rigieron este reino en el que fue
concentrándose toda la población musulmana española, siendo, durante dos
siglos y medio, centro floreciente de la dispersa España árabe y último brote
de la cultura islámica, que en Granada tuvo uno de sus más representativos
monumentos. Pero la vida de este reino, acosado por una parte por la presión de
las armas cristianas y de la otra debilitado por enconadas luchas interiores,
fue haciéndese más pobre cada día y, a medida que el tiempo avanzaba,
reduciéndose sus límites, hasta que decididos los Reyes
Católicos a terminar con él iniciaron el famoso sitio de
su capital que, el 2 de enero de 1492,
acabó con la redición, consumándose así la obra de la unidad de España.
Todas
las fechas de la historia son importantes para una ciudad. Pero en Granada,
además, existe un eje claro, esta fecha que la organiza como una gran bisagra
temporal y da sentido a un antes y a un después. Un arabista contaba que el dos
de enero de 1492 los granadinos se acostaron en una ciudad medieval y se
levantaron en otra cristiana y moderna.
La
redición de Granada a los Reyes Católicos en el 1492 la sumerge de pronto en el
mundo moderno, ¿o quizá fue al revés, que la ciudad hizo modernos a los reyes
medievales? En un principio, el cambio no pretendía afectar más que a la cabeza
del reino; un rey por otro rey. En este caso una reina.
Las condiciones de la redición
fueron generosas y las personas encargadas de hacerlas respetar, sobre todo el
arzobispo Hernando de Talavera, intentan administrar, también con generosidad,
un mundo que les fascina y turba al mismo tiempo. ¿Pero cómo armonizar ese
extraño mundo con el nuevo Estado que se creaba en la Península?
Dueños de
Granada los cristianos, entregaron su gobierno al Arzobispo Fray Hernando de Talavera, al Conde de Tendilla y al
Secretario Hernando de Zafra, y el 17 de abril firmaron en Santa Fe (ciudad
fundada durante el sitio) las capitulaciones
para la expedición de Colón que, poco después, descubría el continente que se
llamó América. Las capitulaciones para la entrega de Granada respetaban la lengua, religión y costumbres
de los vencidos, pero la política tolerante de Talavera y Tendilla varió
pronto de rumbo, dando comienzo las conspiraciones, aumentadas al decidir el Cardenal Cisneros, en 1499, que
todos los sometidos fuesen bautizados, como se efectuó, promoviéndose
entonces una serie de motines de estos conversos o moriscos, que el año 1500 terminó en alzamiento, sofocado por Tendilla y Talavera.
Pero los más rebeldes se acogieron a la
Alpujarra, donde violentamente habían de levantarse unos años después. Al
morir los Reyes Católicos empeoró la situación de los moriscos, pues Dª Juana les prohibió el uso de sus trajes
y Carlos V reunió, en 1526, una junta de prelados y teólogos para tratar de su
reforma, tendiendo las disposiciones de estos monarcas a reducirles sus
exenciones. Sin embargo, a cambio
del pago de determinados impuestos, fue retrasándose la aplicación de tales
medidas, hasta que Felipe II las renovó severamente, prohibiéndoles el uso de
su idioma, trajes y costumbres, lo que determinó la formidable sublevación que,
la noche de Navidad de 1568,
entalló en el Albaicín, buscando su refugio en la Alpujarra, donde
el morisco D. Fernando de Válor fue
alzado rey con el nombre de Aben-Humeya.
Algunos refuerzos recibidos de África decidieron a secundar el alzamiento a
toda la comarca, en la que se incendiaron iglesias, se talaron pueblos y fueron
asesinados los cristianos, presentando la lucha aspectos de inaudita ferocidad.
Todos los esfuerzos para dominar el alzamiento resultaban impotentes, hasta que
Felipe II envió para reprimirlo a D.
Juan de Austria, quien una vez divididos los rebeldes, muerto Aben Humeya y, más tarde, Aben Aboó que le sucedió, pudo dar
por sofocada, en 1571, aquella rebelión que costó a los sublevados la expulsión del reino, cuyo territorio
repoblaron españoles de diversas regiones.
Después
de esto tranquilizóse Granada, cuyo nombre se señala, en esos años y en los
siguientes del s. XVII, por sus famosas escuelas
literarias y artística que, junto a su Universidad
fundada por Carlos V y configurada en línea con la de Alcalá, París, Salamanca
y Bolonia por el Papa Clemente VII con su Bula de 1531, la constituyeron en uno
de los centros culturales más notables de la Península, sin que, desde aquí,
ningún hecho importante separe la historia granadina de la general española.
El
exilio, la expulsión y la colonización por nuevos habitantes preparó a la
ciudad para la explosión religiosa
contrarreformista que la convertiría en un permanente espectáculo barroco
durante el siglo XVII.
La
invasión napoleónica, que alcanzó también a Granada
(sometida al general Sebastiani,
desde enero de 1810 hasta septiembre de 1812), dejó triste recuerdo por sus
expoliaciones y violencias, y durante la reacción
inaugurada en 1814, Granada fue centro de casi todos los movimientos contra el
poder absoluto, pues en ella estuvo establecido el Gran Oriente de la Masonería, rector de aquellas agitaciones,
caracterizándose la efímera vida del régimen constitucional, triunfante en
1820, con los mismos perfiles que lo personalizan en el resto de España. La nueva reacción absolutista que le
sucedió, en 1823, tuvo aquí violenta repercusión, con episodios tan
dramáticos como el de la ejecución de Mariana
Pineda. En 1835, Granada se
alzó contra el gobierno central secundando la insurrección malagueña y, en 1836, se levantó nuevamente para proclamar
la Constitución de 1812; en 1838 se
agitaba la persecución de las partidas carlistas que avanzaron hasta su
territorio y, en 1840, se adhería al
pronunciamiento de septiembre, sublevándose en 1843 contra el gobierno de
Espartero, cuya vuelta apoyó, en cambio, al ocurrir la revolución de 1854. En 1868, Granada se proclamó contra Isabel
II y, al proclamarse la República,
en 1873, los elementos federales dominantes en la ciudad constituyeron el Cantón granadino,
disuelto por el General Pavía después de cuarenta y seis días de existencia.
Los terremotos de 1884
y la epidemia colérica de 1885 son
fechas que destacan dolorosamente en la historia de Granada, ennoblecida desde la mitad del s. XIX por un brillante movimiento
literario que, primero con el grupo de escritores que formaron la
famosa «Cuerda granadina», las
actividades de la sociedad literaria «El
Liceo» y, más tarde, con las del «Centro
Artístico» que, hacia 1888, logra su máximo esplendor, mantuvieron viva una
tradición cultural cuyo último brote, hasta llegar a nuestro siglo, es la «Cofradía del Avellano», señoreada por
el nombre de Ángel Ganivet.
No
será hasta el XIX cuando Granada
experimente interesantes transformaciones en las que se mezclarán los espacios liberados por la Desamortización
con los gustos franceses e ingleses en el tratamiento de parques, plazas y
jardines. El Salón, la Bomba y otras plazas son el resultado de
esta actividad, aunque para su construcción fuera necesario deshacer parte importante del antiguo trazado de la
ciudad, como fue el caso de la construcción de la Gran Vía por la
que se sacrificó el viejo barrio de la
Mezquita Mayor.
En nuestro siglo, Granada siguió deslizándose hacia
el sur, hacia la vega, llegando a sobrepasar
el frustrado intento de límite que se había proyectado con el Camino de
Ronda. Un urbanismo desabrido y especulativo permitió la construcción de
enormes bloques que se organizaron en torno a dos largos ejes paralelos: el ya
citado Camino de Ronda y la calle Pedro Antonio de Alarcón. Ajenos a las
tipologías habituales de la ciudad, los bloques se llenaron, en un vertiginoso
proceso, de unos nuevos ciudadanos. Habían nacido los pisos de estudiantes.
La
trama se urdió de forma espontánea, densa y firme. De piso en piso, de bloque
en bloque fluían relaciones que nacían al amparo de la conquista del desorden y
generaban costumbres, usos y hábitos totalmente nuevos que ayudarían de forma
importante a crear la ciudad que hoy conocemos.