Poesía de Juan Valera sobre El Valle de Lecrín

Tal las hadas supongo que dirían,

pues nadie las oyó, cual llevo dicho;

y supongo también que volarían

por donde las llevase su capricho.

 

Que sería algún sitio misterioso,

en el cual sanó Yahye de la herida,

para continuar su borrascoso

viaje por la senda de la vida.

 

Entretanto, el monarca sarraceno,

vencedor del valiente Yahye, diera

sobre la torre al céfiro sereno

por agradable juego su bandera.

 

A los que se salvaron de la espada

esclavos de su gente los hacía, 

y al par toda la tierra conquistada

en partes diferentes dividía.

 

Mas a pesar de la conquista dura,

no perdió su belleza aquella tierra;

y aun hoy riqueza y fresca galanura

entre sus peñas áridas se encierra.

 

«El valle de Lecrín» lo llamó el moro,

porque allí alegremente se respira;

aun conserva este nombre, y un tesoro

de fértil hermosura allí se admira. 

 

Allí crecen la vid y el limonero,

en la enramada cantan Filomena

y la tórtola fiel, y lisonjero

murmura el río entre dorada arena.

 

Allí las dulces limas, las naranjas 

y el cristalino aceite se producen,

y, formando en el monte verdes franjas,

los azofaifos y castañas lucen.

 

Su nido en las paredes y en las peñas

suspende allí la errante golondrina,

y en los copudos álamos y albeñas

la torcaz gime y la calandria trina.

 

La mosqueta, el tomillo y la viola

tienen el fresco ambiente perfumado,

y el trébol, la verbena y la amapola 

de púrpura gentil bordan el prado.

 

Prometen rico y sazonado fruto

las manzanas en flor y los nogales,

y da el arroyo al valle su tributo,

en brazos mil partiendo sus raudales.

 

Ciñen la margen por do el paso tuerce,

en venas fecundante, mejorana,

mastranzo, toronjil, fragante alerce,

mimbres y almendros con su flor temprana.

 

Y brinca el agua y la ladera cruza, 

y con grato rumor mueve el molino,

y en diamantes la rueda desmenuza

y difunde el tesoro cristalino.

 

Vagos iris en fuentes y cascadas

pone el radiante sol que las colora;

invisibles allí tal vez las hadas

aun tienen su mansión encantadora.

 

¡Ay, no olvidaré nunca la ventura

de aquellos para mí risueños días

en que, montado en mi cabalgadura,

tus arboledas visité sombrías!

 

Y vosotros, queridos compañeros,

que aquella expedición conmigo hicisteis,

tocando vuestras flautas y panderos,

decid, decid, lo que en el valle visteis. 

 

¡Qué lindas las muchachas de la aldea,

que al son de nuestra música bailaban!

 

Ninguna era gazmoña ni era fea;

todas alegremente nos trataban.

 

Mas baste ya, lector, de digresiones, 

que no tocan ni atañen a esta historia,

que allí es una entre muchas tradiciones

que guarda el campesino en la memoria.

 

Una tarde, sentado en la cocina

de la famosa venta de Tablate, 

contó un viejo esta historia peregrina

que visos tiene ya de disparate.

 

Y ahora recuerdo que añadió el anciano,

al llegar a este punto de su cuento,

que en un canto del pueblo muy cercano 

durmiendo Yahye, se curó al momento.

 

Dejémosle curarse descansado.

 

Yo, entretanto, lector, perdón te pido,

y descanso también, sólo anhelando

que grato el cuento te haya parecido. 

 

Y aquí doy fin a su primera parte;

y, si no te disgusta, te prometo

referir la segunda con más arte,

menos pesado siendo y más discreto.

Madrid, 1846.