Tal las hadas supongo que dirían,
pues nadie las oyó, cual llevo dicho;
y supongo también que volarían
por donde las llevase su capricho.
Que sería algún sitio misterioso,
en el cual sanó Yahye de la herida,
para continuar su borrascoso
viaje por la senda de la vida.
Entretanto, el monarca sarraceno,
vencedor del valiente Yahye, diera
sobre la torre al céfiro sereno
por agradable juego su bandera.
A los que se salvaron de la espada
esclavos de su gente los hacía,
y al par toda la tierra conquistada
en partes diferentes dividía.
Mas a pesar de la conquista dura,
no perdió su belleza aquella tierra;
y aun hoy riqueza y fresca galanura
entre sus peñas áridas se encierra.
«El valle de Lecrín» lo llamó el moro,
porque allí alegremente se respira;
aun conserva este nombre, y un tesoro
de fértil hermosura allí se admira.
Allí crecen la vid y el limonero,
en la enramada cantan Filomena
y la tórtola fiel, y lisonjero
murmura el río entre dorada arena.
Allí las dulces limas, las naranjas
y el cristalino aceite se producen,
y, formando en el monte verdes franjas,
los azofaifos y castañas lucen.
Su nido en las paredes y en las peñas
suspende allí la errante golondrina,
y en los copudos álamos y albeñas
la torcaz gime y la calandria trina.
La mosqueta, el tomillo y la viola
tienen el fresco ambiente perfumado,
y el trébol, la verbena y la amapola
de púrpura gentil bordan el prado.
Prometen rico y sazonado fruto
las manzanas en flor y los nogales,
y da el arroyo al valle su tributo,
en brazos mil partiendo sus raudales.
Ciñen la margen por do el paso tuerce,
en venas fecundante, mejorana,
mastranzo, toronjil, fragante alerce,
mimbres y almendros con su flor temprana.
Y brinca el agua y la ladera cruza,
y con grato rumor mueve el molino,
y en diamantes la rueda desmenuza
y difunde el tesoro cristalino.
Vagos iris en fuentes y cascadas
pone el radiante sol que las colora;
invisibles allí tal vez las hadas
aun tienen su mansión encantadora.
¡Ay, no olvidaré nunca la ventura
de aquellos para mí risueños días
en que, montado en mi cabalgadura,
tus arboledas visité sombrías!
Y vosotros, queridos compañeros,
que aquella expedición conmigo hicisteis,
tocando vuestras flautas y panderos,
decid, decid, lo que en el valle visteis.
¡Qué lindas las muchachas de la aldea,
que al son de nuestra música bailaban!
Ninguna era gazmoña ni era fea;
todas alegremente nos trataban.
Mas baste ya, lector, de digresiones,
que no tocan ni atañen a esta historia,
que allí es una entre muchas tradiciones
que guarda el campesino en la memoria.
Una tarde, sentado en la cocina
de la famosa venta de Tablate,
contó un viejo esta historia peregrina
que visos tiene ya de disparate.
Y ahora recuerdo que añadió el anciano,
al llegar a este punto de su cuento,
que en un canto del pueblo muy cercano
durmiendo Yahye, se curó al momento.
Dejémosle curarse descansado.
Yo, entretanto, lector, perdón te pido,
y descanso también, sólo anhelando
que grato el cuento te haya parecido.
Y aquí doy fin a su primera parte;
y, si no te disgusta, te prometo
referir la segunda con más arte,
menos pesado siendo y más discreto.
Madrid, 1846.