Los moriscos en la historia
El problema morisco, tanto la
guerra de las Alpujarras como la expulsión, es uno de los temas más repetidos en
la literatura y en la historiografía de los siglos XVI y XVII. Los cristianos
nuevos suponen un elevado contingente de población dentro de la realidad hispana
del Siglo de Oro, lo que justifica ese interés. Junto a este factor hay que
recordar la coyuntura internacional por la que atraviesa el imperio español (el
poderío turco se extiende peligrosamente por el Mediterráneo cristiano), la
condición religiosa de los miembros de la minoría y la peculiar configuración de
la sociedad en tiempos de Felipe II.
La in titulación de «morisco»
surge después del edicto de conversión forzosa dictado por Cisneros en 1502.
Esta denominación engloba diferentes grupos de divergente situación. En primer
lugar se encuentran los moriscos de la Corona de Aragón con una división entre
aragoneses, que son vasallos de señor asentados en las zonas fértiles del Valle
del Ebro, a los valencianos, contingente compacto y predominante en el antiguo
reino del Turia. Un segundo grupo engloba a los moriscos castellanos procedentes
de los antiguos mudéjares, asimilados casi totalmente en la forma de vida
cristiana, y que gozan de una gran libertad de movimiento. El último
grupo estaría formado por los moriscos andaluces, que continúan viviendo en sus lugares de
origen después de la conquista de Granada en 1492. Población eminentemente
musulmana en sus costumbres, creencias y formas de vida. Los granadinos se
sublevarán por primera vez en 1500, claramente motivados por la política
intransigente de Cisneros.
Los moriscos toman partido
claro en los conflictos interiores en los primeros años del reinado del
Emperador. Los castellanos se alían con el patriarcado urbano en la guerra de
las comunidades. Y en las Germanías los valencianos se situaron al lado de los
señores. Para entender este comportamiento hay que recordar que los moriscos
valencianos constituían la base del sistema señorial, y recibían por ello un
trato diferente al de los cristianos viejos.
Durante el reinado del
Emperador la tolerancia es la base de la convivencia entre las dos culturas
antagónicas. Aunque se dictan pragmáticas que prohíben los usos y formas de vida
islámica de los moriscos, nunca fueron llevadas a la práctica.
La situación internacional
cambia con la llegada al trono de Felipe II. En la década del 50, los turcos y
los berberiscos amenazan el Mediterráneo occidental, v se empieza a pensar en el
morisco como un «quintacolumnista» que amenaza la Monarquía Hispana. En ese
ambiente, más hostil hacia el morisco, se dictan pragmáticas como la de 1567 que
prohíbe el uso de la ropa y la lengua árabe, y se convierte en uno de los
principales desencadenantes de la Guerra de Granada (1568-1571). La convivencia
entre cristianos nuevos y viejos se iba rompiendo paulatinamente, siendo de día
en día más difícil. Este conflicto puede ser considerado como uno de los más
crueles que ha visto la Historia de España, ya que además de ser una guerra
civil, aparece impregnado de fanatismo religioso por los dos bandos. Se
enfrentan dos ejércitos diferentes y con estrategias antagónicas. Los cristianos
viejos utilizan el «sistema militar español» que tan buenos resultados da en la
empresa europea. El morisco, que posee un perfecto conocimiento del terreno, se
ve abocado a tomar la táctica de guerrillas, con emboscadas y golpes de mano
iracundos. Es una lucha entre dos culturas: la cristiana, que desea imponer su
sistema de vida en toda la extensión de la expresión y la hispano-musulmana que
se defiende desesperadamente ante el peligro de su inminente extinción.
El asesinato de Aben Humeya por sus propios correligionarios supone el triunfo
del ala más radical del movimiento. Así, el sector más extremista, el de los
monfíes, se pone a la cabeza de la rebelión. Joan Regla, al intentar explicar la
derrota morisca en esta guerra, da una importancia prioritaria a la decisión de
la deportación de los moriscos de la vega de Granada, que priva de
aprovisionamiento a los montañeses, a la que hay que añadir una crisis de
subsistencia en la Castilla de 1571. La derrota de la minoría se produce casi
por auto fagocitosis: el movimiento se consume a sí mismo según se radicalizan
sus pretensiones.
Tres fueron los historiadores que nos han legado la crónica de estos sucesos. El
primero fue Diego Hurtado de Mendoza, en una pequeña obra que lleva como título
La
Guerra de Granada, que
tuvo una gran difusión en su época. Los sucesos están narrados a la manera de
Tácito e Salustio, pero la crónica es muy caprichosa en los hechos que cuenta, y
oscura y tendenciosa en algunos de los pasajes. Luis de Mármol Carvajal con su
Historia de la Rebelión
y castigo de los moriscos del Reino
de Granada (autor
que ha recibido los más altos elogios por su crónica a cargo de los
historiadores del proceso morisco posteriores) nos aporta gran cantidad de datos
etnográficos, descollando su realismo. Y por último, las Guerras
Civiles de Granada de
Ginés Pérez de Hita, que es un relato novelesco de la sublevación, poco fiable
como fuente historiográfica.
Los tres escritores demuestran sus tendencias en pro y en contra del morisco, pero en ningún momento se plantean un remedio radical (como definiría un arbitrista a la expulsión) como es la deportación de los moriscos.
Una vez consumada la derrota de los sublevados se piensa en su asentamiento en
Castilla para evitar futuros peligros. F. Braudel piensa que la deportación de
los moriscos granadinos a Castilla no hace más que extender el problema a zonas
que hasta ese momento no habían sido afectadas. La convivencia se hace más
difícil, las tensiones aumentan entre las dos comunidades, como lo demuestran el
mayor número de moriscos procesados por los tribunales inquisitoriales. Dentro
de esta misma coyuntura se pueden incluir el bando en el que se ordena el
desarme de los moriscos de Valencia en 1575 y las tensiones entre moriscos y pastores montañeses
en Aragón en 1585.
Este brevísimo resumen de las
principales tensiones entre cristianos y moriscos se cierra con 1a expulsión de
la minoría. El primer bando se pregona en Valencia el 22 de septiembre de 1609 y
en los meses y años sucesivos se extiende a otras regiones peninsulares. Las
causas que llevaron a nuestros dirigentes a expeler a un gran contingente de
población no están dilucidadas. Reglá opina que «en la problemática general de
la época, la expulsión de los moriscos fue el resultado de sustituir la política
asimiladora de Felipe II por las directrices exclusivistas del Duque de Lerma,
quien insufló la "presión" del barroco para zanjar la incompatibilidad entre el
Estado y una minoría disidente».
Todos los tratadistas que
escriben sobre este tema en los siglos XVI y XVII publican sus obras con
posterioridad a 1609 (lo que demuestra que la expulsión de la minoría fue una
medida inesperada por los hombres de su tiempo) y su objetivo es justificar la
medida tomada por el poder central. Sobre la expulsión se exponen dos tesis
contrapuestas, que son resumidas esquemáticamente por Mercedes García
Arenal:
-
Posición
panegirista mantenida por los autores españoles, católicos y tradicionalistas,
admiradores de Felipe II y, en general, por la llamada «derecha». Presentan a
los moriscos como un peligro constante, un cuerpo inadmisible y rebelde que
causa toda serie de trastornos y atenta contra la seguridad y unidad del país.
Se esfuerzan en probar que la medida fue justa, de gran utilidad pública, y que
contó con el unánime apoyo popular. Cuando menos que fue inevitable.
- Los detractores son principalmente autores extranjeros hostiles a la casa de Austria (los franceses del siglo XVII y XVIII y los protestantes en general), los liberales y economistas dieciochescos, las «izquierdas». Critican rotundamente y absolutamente la expulsión, viendo en ella no sólo una medida cruel, inhumana e innecesaria, sino el factor principal de la decadencia de España, ya que el país quedó privado de uno de los sectores más laboriosos de su población.»
La resolución de la expulsión
de la minoría suscitó la atención de sus contemporáneos, como lo demuestra el
gran número de obras que sobre ella se publican. Literariamente su valor es
escaso e incluso nulo si lo comparamos con las obras que versan sobre la Guerra
de Granada. Por la información que nos suministran se pueden dividir, tomando
como punto de referencia su repercusión en la historiografía posterior v el
volumen de noticias facilitadas por sus autores, en:
a) Generales, que tratan el problema morisco buscando los orígenes de la
minoría y de la religión que practican. Dentro de este grupo incluimos las obras
de Bleda, Aznar Cardona, Fonseca y Guadalajara y Xavier.
b)
Específicas o monográficas, que se ocupan de analizar aspectos parciales de la
expulsión, o son obras poéticas panegíricas en favor y los de la resolución
tomada por Felipe III y su valido.
Toda la historiografía de esta
época se caracteriza por su carácter
En este mismo momento surgen, sin embargo, las primeras, aunque tímidas, críticas a esta medida. Buen ejemplo, y ya es bastante en un momento en que la sola presión social -casi pasional- impide la propagación de cualquier idea contraria al espíritu generalizado, es el caso de Pedro de León citado por A. Domínguez Ortiz en Crisis y decadencia de la España de los Austrias. El jesuita va a ensalzar al morisco comparándolo con el repoblador de la Alpujarra: «Eran cada uno de lugar diferente, y cada cual tenía sus costumbres, y sobre todo eran gente medio foragida y de mal vivir, gentes que no las habían podido sufrir en sus tierras a donde avían nacido, matadores, facinerosos y de fieras e incultas costumbres..., holgazanes y de malas mañas, que no dexaban aun madurar las fructas de sus vecinos porque en agraz se las hurtavan.»
En la literatura del siglo XVI es factible detectar la evolución de la mentalidad de los españoles respecto a los moriscos. No es nuestro objetivo centrarnos sobre este tema, pero no dejamos de reconocer que gracias a estos testimonios podemos conocer algunos de los caracteres y costumbres de esta minoría.
La primera referencia, en un sentido cronológico, la encontramos en Alvar Gómez de Castro, humanista del primer Renacimiento español. Dedica algunos de sus poemas en castellano con el título de «Coplas de moriscos»:
Nacer morir, sembrar coger
es natural porfía
mas lid, vencer, aver buena muger
es en el alto poder
de la gran soberanía.
Bien como la piedra balasa
que en sí no tiene carcoma
tal es la tu cara axa
cruda lança de mahoma
que mis entrañas raxa.
Dicen que en las puertas de Fez, esta escrito
Quien de Fez sale, dónde irá?
Quien trigo vende, qué comprará?
Mucho más intransigente con la
minoría es Francesillo de Zúñiga. El Bufón de la Corte de Carlos V dice
refiriéndose a los moriscos valencianos: «En este tiempo en el reino de
Valencia, cuando las alteraciones de España, fueron convertidos a la fe católica
muchos moros del dicho reino; y donde pocos días, como sea gente tan vana y
liviana y sin fundamento, muchos se levantaron y se fueron con sus mujeres a la
sierra; y se hicieron fuertes. Y cada día iba creciendo el número de ellos... Y
como los que son rebeldes y duros de corazón permite Nuestro Señor que se
pierdan, así ellos no lo quisieran hacer.» Este sentimiento
revanchista entroncaría más con la intolerancia de la segunda mitad del siglo
que con la conciencia laxa del Emperador y sus colaboradores.
La Guerra de Granada hace que
nuestros escritores tomen posturas más radicales hacia la minoría:
Verás el impío vando
en la fragosa, inaccesible cumbre,
que sube amenazando
a la celeste lumbre
confiando en su osada muchedumbre
allí, de miedo ajeno
corre mal suelta cabra, i s'abalança
con el fogoso trueno
de su cubierta estança
i sigue de sus oídos la vengança.
Mas luego qu'aparece
el joven d'Austria en la enriscada sierra,
el temor entorpece
a la enemiga tierra,
i con ella acabó toda la guerra.
En la segunda mitad del siglo
XVI y principios del XVII, ninguno de nuestros literatos rompe lanza alguna a
favor de los moriscos. Fray Luis de León se lamenta del bautismo forzoso de la
minoría al considerarlo un error:
Do mete a sangre v fuego
mil pueblos el morisco descreído
a quien va perdón ciego
hubimos concedido;
a quien en santo baño
teñimos por nuestro mayor daño.
Pero los más iracundos
detractores los encontramos en las figuras de Lope de Vega y Quevedo. En un gran
número de sus obras Lope pone en boca de sus personajes críticas contra los
moriscos. Como prueba de lo aquí expuesto valgan estos pequeños versos en los
que alaba a Felipe III por decretar la expulsión de la minoría:
Y es tan aseado y limpio.
Que de una vez limpió a España
lo que desde el postrer Godo
Ningún rey pudo por armas;
Echó, finalmente, a cuantos
Por voto bebieron agua;
Que en vino, tocino y bulas
No
gastaron una blanca.
Quevedo nos muestra su odio
hacia los cristianos nuevos en un gran número de sus composiciones, tanto en
prosa como en verso:
«...
Así mismo, que los Mendoza, Enríquez, Guzmanes y otros apellidos semejantes
que las putas y moriscos tienen usurpados, se entienden que son suyos, como la
Marquesilla en las perras, Cordobilla en los caballos y César en los
extranjeros...» En la Vida del
Buscón don Pablos no pierde la oportunidad de menospreciar a
la minoría: «Nosotros nos metimos en un coche, salimos a la tarde de antes
del anochecer una hora y llegamos a media noche a la siempre maldita venta de
Viveros. El Ventero que era morisco y ladrón (que en mi vida vi perro y gato
juntos con la paz que aquel día)...»
El género de la novela picaresca está
lleno de referencias a los moriscos e incluso los protagonistas de algunas de
ellas son descendientes directos de cristianos nuevos, como es el caso de La
hija
de la Celestina, de Salas Barbadillo. Vicente Espinel en la
Vida del Escudero Marcos de Obregón,
entre las pausas 8ª a la 14ª, hace aparecer un gran número de moriscos
que van a ser maltratados por el autor.
La literatura popular se encuentra en las mismas coordenadas que la culta. De esta opinión es María de la Cruz García de Enterría: «En nuestra poesía de cordel sólo encontramos la opinión adversa a los moriscos y las alabanzas al monarca que ordenó su expulsión. Porque lo reflejado en los pliegos sueltos no es más que el odio de los españoles hacia los moriscos.»
La expulsión fue alabada hasta
por los cronistas portugueses, que tan alejados estaban de este problema:
«I porque desta necessaria i próspera expulsión redundaron también grandes aprovechamientos a las rentas de su Magestad en esta su aduana, en agradecimiento dedicó ella este espectáculo con la impresión presente, que estava debaxo del emisferio celeste».
Algunos de nuestros arbitristas más afamados son de la misma opinión que los
historiadores y literatos. Sancho de Moncada se congratula de la decisión real
por «... que como enemigos de España, eran causa de muchas muertes (como dijo
V. M. en el Real Bando de expulsión) y así hacerla antes fue aumentar la nación
española».
Pero van a ser los propios arbitristas los que unos años más tarde critiquen la expulsión. Un buen ejemplo lo encontramos en Fernando de Navarrete en su Conservación de Monarquías que afirma que: «... tengo por cierto que si a los principios se hubiera tomado algún modo de no tener señalados con nota de infamia a los moriscos, hubieran procurado todos reducirse a la religión católica; que si la tomaron odio y horror, fue por verse en ella abatidos v despreciados y sin esperanza de poder con el tiempo borrar la nota de su bajo nacimiento.»
Cervantes introduce personajes y referencias a los moriscos en varias de sus
obras. Su opinión sobre la minoría va a ir cambiando según vayan
pasando los años. Se aprecia una dura crítica en Los Baños
de Argel y
el Coloquio de los Perros:
BERGANZA. ¡Oh cuántas y cuales cosas te pudiera decir de esta morisca canalla... todo su intento es acuñar y guardar dinero acuñado, y para conseguirlo trabajan y no comen... de modo que ganado siempre, y gastando nunca, llegan y amontonan la mayor cantidad de dinero que hay en España: ellos son su hucha, su polilla, sus picarazas y sus comadrejas: todo lo llegan, todo lo esconden y todo lo tragan.
En el Quijote
se
produce un replanteamiento del tema. Que aparezca en esta obra el morisco Ricote
no es un hecho gratuito. Cervantes pretende con él representar a toda la
minoría. Les sigue criticando por su avaricia (el regreso del morisco es debido
a que quiere desenterrar un cofre repleto de monedas), pero su forma de verlos
es opuesta a sus primeras obras. Oliver piensa que «Cervantes despierta el
sentimiento de piedad hacia Ricote como símbolo de todos los moriscos. La unión
entre Gregorio y Ana Félix constituye una prueba de que Cervantes pretende la
unión de las dos razas... El perdón del visorrey es el perdón a todos los
moriscos españoles. Ricote está visto a través de un cristal piadoso y
humanístico, y representa el todo por la parte».
Calderón
de la Barca se va a diferenciar en este tema, como en otros muchos, de sus
correligionarios. Publica una comedia en la que la mayoría de los personajes son
moriscos y cuya acción se desarrolla en plena Guerra de Granada. Amar después de la Muerte es
la más clara demostración de que simpatiza con la minoría, pudiéndosele
considerar como el gran amigo de los rebeldes.
Con el reinado de Felipe IV la mentalidad de historiadores, literatos y clases populares cambia radicalmente en cuanto a la consideración del problema morisco. La resolución de 1609 empieza a pesar como una gran losa sobre la conciencia de los españoles e incluso se considera injusta e innecesaria la deportación de cerca de 400.000 habitantes de la península.
Con el último Austria español
y la llegada de los Borbones a la Monarquía Española el problema morisco cae en
el más absoluto olvido. Sólo el trabajo del inglés Michael Geddes
rompe este oscuro panorama en 1702. Pero esta obra no es conocida, ni
mencionada por nuestros escritores decimonónicos. Los ilustrados españoles
olvidan la suerte de la minoría cristiana nueva. Este silencio será roto tan
sólo por los románticos después del primer tercio del siglo XIX.
Podemos considerar que
alrededor de la década de los años cincuenta del siglo pasado es cuando se
vuelve a estudiar el tema morisco. Ricardo García Cárcel afirma de la
historiografía de este periodo que "Desde la misma fecha de la expulsión de
los moriscos (1609) hasta 1901, año de publicación de la obra de Boronat, que
constituye la muestra más expresiva de la beligerancia (agresiva) contra los
moriscos, la historiografía española abunda en el empeño apologético de la
expulsión, considerándola como la lógica consecuencia del providencialismo de la
España 'Luz de Trento' o martillo de herejes". Lo expuesto aquí por el
historiador valenciano creo que no responde a la realidad de la historiografía
del siglo XIX.
Las obras de Boronat y Lea se incluirán en este
capítulo (aunque la techa de publicación de estos libros se produciría en los
primeros años del siglo XX) por ser la culminación de todos los estudios
aparecidos en el ochocientos.
Desde Florencio laner a Pascual Boronat se piensa que
la expulsión de los moriscos supone la culminación de la unidad política v
religiosa de España, pero los diferentes estudiosos discrepan en el
procedimiento,
En todas las obras del siglo XIX se plantea el problema
morisco como un enfrentamiento racial. La raza mora e la raza cristiana combaten
en el suelo peninsular desde 711 y terminándose el enfrentamiento en 1609.
La
Reconquista, por tanto, no dura ocho siglos, sino nueve. Esta visión contrasta
con la forma en que se analiza en la actualidad el tema. Reglá demostró que es
un problema cultural, las diferencias raciales no existen; si no, sería
incomprensible entender la pragmática para que se quedasen los cristianos viejos
con los párvulos de los moriscos.
Otro tópico que se repite es el de la consecución de la
unidad nacional con la diáspora de la minoría. Los escritores liberales
defenderán sistemáticamente a la minoría y atacan a la administración imperial.
Por el
Como
ocurre con toda periodización, somos conscientes de la parcialidad que las
tajantes divisiones producen. Resulta mus difícil diferenciar a los
historiadores conservadores y liberales, al no existir una frontera clara
entre
las dos tendencias. Una situación similar nos encontramos con la influencia del
positivismo en estos historiadores. Es clara la repercusión de esta corriente en
Menéndez y Pelayo, pero los demás escritores tampoco estarían exentos de la
misma.
Lo
que sí nos encontramos capacitados de establecer es una agrupación de las obras
en tres apartados:
a) Historiadores que sólo se dedican a enjuiciar
las resoluciones de los monarcas de la casa de Austria. Estas obras, de eminente
carácter polémico, se basan en las descritas en el capítulo anterior, sin
ninguna o mínima documentación original (por ejemplo, Albert de Circout).
b)
Los estudios basados en una fuerte base textual inédita. Dentro de este grupo se
situarían las obras de Lea (documentación inquisitorial), Danvila (actas de los
Consejos, cartas y cuadernos de Cortes), Boronat (documentos procedentes de los
archivos valencianos), Janer (acopiando manuscritos procedentes del Archivo de
la Corona de Aragón y del Archivo General de Simancas).
c)
Obras de historiadores que nos legan relatos literarios basados en hechos
históricos reales. Estos escritores estarían influidos o pertenecen directamente
a la corriente romántica, que se extiende con gran fuerza en la primera mitad
del siglo XIX. El modelo más destacado de este tercer grupo sería el catedrático
de Geografía e Historia en un Instituto valenciano y cronista oficial de la
ciudad del Turia, Vicente Boixe.
Aparte de esta división genérica, hay que distinguir
dentro de ella la corriente ideológica de cada uno de los autores. Los
conservadores, defensores a ultranza de
la unidad religiosa, son incapaces de
criticar la expulsión y no encuentran ningún punto que ensombrezca esta medida.
Y los liberales, que son más tolerantes con los moriscos y más críticos con el
poder. Dentro de la primera corriente situaríamos a Cánovas del Castillo,
Danvila, Boronat y Menéndez y Pelayo. Y entre los liberales se situarían Muñoz y
Gavira, Janer, Amador de los Ríos, Modesto Lafuente y Lea entre otros.
El
caso del Vizconde francés Albert de Circout habría que excluirlo de esta última
clasificación por sus objetivos. Este personaje se encuentra más cercano a la
visión liberal que a la conservadora, pero tampoco podría ser inscrito en la
primera tendencia. La documentación que nos ofrece es exigua y su último fin es
la difamación de un poder y de una nación que, aún en el siglo XIX se puede
considerar bárbara y brutal. Recorre con gusto todos los errores de la política
española. Ve en la expulsión efectos
económicos
funestos, pero no coincide en afirmar el buen resultado político y
religioso.
La
búsqueda de las causas que impelen a los historiadores decimonónicos al estudio
de este tema es compleja, pues son variadas. No creemos que sean las mismas para
todos ellos y más bien habría que agruparlos por generaciones, motivaciones
políticas, corrientes ideológicas procedentes de Europa o por simple reacción a
los acontecimientos que vive España de 1850 a 1901.
En primer lugar, no se puede negar que el interés sobre
el tema viene motivado por el romanticismo que, aunque con menos fuerza que en
otras zonas de Europa, también deja sentir su peso en España. Por otro lado,
los
estudios
sobre la época imperial que llevan a cabo los historiadores del XIX les hacen
encontrarse de golpe con este problema. El liberalismo en defensa de la minoría
y los conservadores, como sería el caso de Cánovas, en busca del elemento
constitutivo de la nacionalidad española.
Un punto hay que resaltar para comprender la razón de
esta historiografía: el hecho de que son ]os políticos-historiadores, tan
abundantes en el siglo pasado, los que se preocupan del tema en un primer
momento. De aquí
viene la intencionalidad de los propios escritos. No solo estudian un hecho
histórico, sino que defienden unos puntos ideológicos concretos a través del
estudio de la minoría.
Por último, este súbito interés por el tema vendría
originado por las guerras que se están produciendo en el protectorado de
Marruecos. La escuela arabista del siglo XIX, que tendría su mejor exponente en
Pascual Gayangos, tampoco se puede sustraer a este influjo.
Los
españoles del siglo XIX, después de varios siglos, se vuelven a encontrar con
los musulmanes frente a frente. Si los historiadores del problema morisco de los
siglos XVI y XVII ya tenían una dimensión africana, al escribir algunos de ellos
historias generales del Norte de África o relatos africanos, esta característica
se vuelve a encontrar en la segunda mitad del ochocientos.
La cuestión africana va a crear un enemigo común, que nos va hacer recordar
tiempos pasados, con los problemas que crea la convivencia de dos culturas
esencialmente diferentes. Valga como ejemplo que la obra de Sangrador y Vitores
esté dedicada
a
O'donnel, corno conquistador de la ciudad de
Tetuan, diciéndose de esta ciudad que fue fundada por los moriscos.
No solo
existe un deprecio a una cultura, sino también a un continente, como se prueba
en esta cita del prologo
de la cita de Boronart escrito por
Manuel Danvila: "¿Qué trajeron de África los invasores del
En la obra de Boronat se podría aducir un factor más para entender su visión
antimorisca. En los años en que realiza su trabajo se está produciendo la
pérdida de las colonias americanas, con perjuicios económicos y poblacionales.
Por las numerosas menciones que hace al tema a lo largo de la obra, la pérdida
de las colonias sitúa a España ante un futuro incierto, ante una nueva época de
decadencia, por esto se recurriría al siglo XVII y concretamente a la expulsión
de los moriscos como un fenómeno, en cierta manera, similar. Se vuelve la mirada
hacia las cuestiones interiores, y es el problema morisco un ejemplo
significativo de una década difícil de 1a historia de España. La condición de
eclesiástico de Boronat también influiría directamente en esta obsesión
antimorisca.
Estos dos factores van a crear una conciencia de unidad interior, de una nación
española sólida y fortalecida con la religión. Esta tesis se encuentra, sin
excepción, en todas las obras de la historiografía del siglo
XIX.
La polémica se entabla más en las consecuencias económicas y el trato que recibe
el morisco, que en sus consecuencias político-religiosas, en donde la opinión es
unánime.
Después de 1901, año de la publicación de las obras de Boronat y Lea, el problema morisco sufre decenios de olvido. Sólo los trabajos de los arabistas, como Pedro Longás, se interesan por el problema, pero exclusivamente desde un punto de vista religioso. A la pregunta de por qué no aparece una obra de conjunto sólo podemos responder que los historiadores piensan que el tema está suficientemente estudiado y que nada nuevo podían añadir. Por otro lado, durante los años que siguieron a la guerra civil de 1936 se mitifica el imperio español de los Austrias, pero analizado como un periodo áureo, que no se podía ensombrecer con la permanencia de un grupo que es disidente política y religiosamente. Si algún estudio existe, su único fin es el recordarnos la condición de vencido del musulmán español.
Dos pueden ser las causas por las cuales la década de los años 50 suponga el cambio de este panorama: el interés por las minorías y marginados, que comenzaría por el tema de los judeoconversos, y en segundo lugar, la polémica entre Sánchez Albornoz y Américo Castro sobre la realidad histórica de España.
La afirmación de que grandes figuras de las letras hispanas fueran conversos (Luis Vives puede ser un ejemplo significativo) causó una revolución en el mundo histórico de la época. La minoría no produjo ningún sobresalto a los profesores de la Historia de España, pero se benefició de la fiebre de buscar el origen converso en cualquier personalidad relevante de nuestro pasado. La carencia de éstas dentro del grupo morisco es innegable, pero se pensó en ellos como una posibilidad de establecer una Sociología de Masas. Aquí se entroncaría la escuela de los Annales, a la que nos referiremos más tarde.
Américo Castro, en España en su historia, se cuestiona la visión oficial de nuestro pasado y no parece exagerado afirmar, como García Cárcel, que esta obra es: «... el acta de resurrección de los otros españoles». Resulta fácil la crítica, con nuestra visión del problema, a las ideas de este autor, pero no es éste nuestro propósito, sino rendirle tributo al atraer la furibunda crítica de Claudio Sánchez Albornoz. El problema morisco se airea con las réplicas y contrarréplicas que uno y otro autor se hacen.
La
historiografía de carácter polémico (como la del siglo XIX) da paso a una visión
científica del problema. Tres van a ser las vías que se abran: la escuela de los
Annales, Joan Regla y Caro Baroja. Son tres soluciones coetáneas y que se
complementan unas a otras.
F.
Braudel, H. Lapeyme y T. Halperin-Donghi se plantean el problema como un
conflicto de civilizaciones en un marco geográfico, político, temporal y
cultural determinado. Lapeyme emprende el estudio de la
Joan
Reglá, influenciado por la escuela de los Annales, emprende el estudio de la
minoría. Ni su método, ni las conclusiones a las que llega se diferencian mucho
de los historiadores anteriores, pero situarle en esta
-
La necesidad de regionalizar la historia de esta minoría.
-
El análisis del problema morisco como el de un grupo social, que a la vez es una
clase trabajadora con características propias.
Garrad
en 1945 se empieza a interesar por la sublevación de las Alpujarras en 1568.
Gracias a este artículo el cristiano nuevo del antiguo reino nazarí empieza a
ser recordado (la historiografía del XVI y
la del XIX se había preocupado, casi
exclusivamente, de los valencianos). Pero será Julio Caro Baroja el que
explique, por primera vez, las características de
Junto
a estas tres vías maestras hay que recordar a la corriente arabista, que nunca
se despreocupó del análisis de la minoría.
El
estudio del problema morisco y sus consecuencias atraviesa su edad de oro en las
dos últimas décadas del siglo XX. Se empieza a plantear como el enfrentamiento
de dos culturas diferenciadas. Las dificultades de la vida cotidiana en el siglo
XVI son debidas a la existencia de dos concepciones religiosas diferentes y no
por el antagonismo de dos etnias.
Los
contingentes moriscos emigrados al Norte de África comenzaron a ser estudiados
por Mikel Epalza. A raíz de sus publicaciones, tanto historiadores españoles
como árabes intentan establecer el número exacto de los deportados
y
las influencias técnicas y culturales que
estos exiliados aportan a su nuevo hábitat.
De
las grandes obras monumentales, que estudian el problema morisco en su dimensión
política, se ha pasado a la monografía especializada que se fija en aspectos
concretos de la polémica. Sus formas de comportamiento religioso, su trato por
la Inquisición, la forma de vestir, las prácticas médicas, sus ceremonias
v
sus aficiones literarias son rescatadas de
los papeles de los archivos. La obra de A. Domínguez Ortiz y B. Vincent,
publicada en 1978, tiene el gran mérito de sintetizar gran parte de las
publicaciones aparecidas, aparte de la introducción de documentación
inédita.
A
la historiografía nacional-católica, preocupada por mitificar el pasado imperial
español, le incomodaban los moriscos, eran un elemento discordante en un bloque
supuestamente monolítico. Ante tal complicación respondieron con el olvido y su
utilización para demostrar sus idearios. El morisco sobrepasa con mucho la mera
calificación de «quintacolumnista» del Islam, para integrarse en una parte
esencial de la nacionalidad española del siglo XVI. Todos los historiadores que
estudian el tema a partir de los años 50 toman partido favorable al morisco, no
para volver a establecer una historiografía polémica, sino para hacer justicia a
un grupo tan maltratado por nuestros antepasados.
Sobre
la suerte de la minoría jugaron más factores que su propio comportamiento. La
Contrarreforma, la intransigencia, la economía, la avaricia o la coyuntura
internacional dictaron su suerte. La expulsión de una buena parte de la "nación
española" del XVI y XVII continúa estando poco clara, o simplemente continuamos
considerando insuficientes las razones aludidas. Necesitamos seguir estudiando a
la minoría para entender al español y a la nacionalidad hispánica de la época
imperial. Sólo así llegaremos a comprender las decisiones de la Monarquía
Española: «Esto sólo nos indicaría va, si fuera necesario, que la querella no
está únicamente entablada en el plano de la religión, sino que también es
cultural. Como si la lucha, una vez superados los primeros obstáculos, alcanzara
ya las segundas líneas y diera al vencedor una falsa seguridad de sí mismo.”
Quizás nos seguimos considerando culpables de la resolución tomada por Felipe
III en 1609.
La
primera mitad del siglo xx se olvida de la existencia de los moriscos. Este
hecho se puede explicar por varias razones. Es lógico pensar que los
historiadores de este periodo creyeran que, después del trabajo
Las
fuentes documentales y los autores consultados por los dos estudiosos son las
mismas (Lapeyre, Chaunu, Braudel, Fonseca, Guadalajara, Hurtado de Mendoza,
Mármol...), pero sus conclusiones son tangencialmente distintas.
Para
Américo Castro «Sobrevivió aquella desventurada raza al espíritu que había
hecho posible la convivencia de cristianos, moros y judíos: desaparecido el
modelo prestigioso de la tolerancia islámica, cristianos,
Para
Américo Castro «la expulsión de los moriscos fue provocada por algo más que
intolerancia, competencia económica y torpeza gubernamental: hay más bien que
tener presente la estructura de la vida española y su manera de funcionar,
singularísima y sin análogo en cuanto a los valores creados o destruidos por
ella». El único crimen imputado por Castro a los moriscos era que querían
recuperar el poder perdido en 1492. La «casta» cristiana más preocupada en la
gloria y en el imperio, que en una realidad económica y social paralizada. El
poder económico peninsular desciende porque «... si el morisco hubiese
trabajado para el cristiano como el indio de México y del Perú, otra hubiera
sido la vida española. Pero la tradición, la conciencia del prestigio islámico,
permitieron al morisco, no obstante su decadencia, labrarse una vida propia y en
cierto modo independiente en cuanto a la economía y a la práctica más o menos
clara de su religión».
Los
intentos de asimilación, que fracasan por la mala calidad del clero, pretendían
que el morisco dejara de ser moro, y que a la vez «funcionara dentro de la
vida española como cuando era mudéjar».
Para
Américo Castro el gran responsable de la expulsión fue el Duque de Lerma. Los
moros fueron expelidos de España, aunque eran tan
españoles
como los que se quedaron. El Estado prescindió de la clase más trabajadora y
ahorrativa por el simple «honor nacional», fundado en la unidad religiosa y el
señorío del poder regio. Castro ve al morisco como un productor de riqueza y al
cristiano viejo como el señor «... consciente de su superioridad personal. El
problema morisco en el siglo
XVI se convirtió en la lucha de voluntades para la preeminencia de uno de los
dos litigantes. El único resultado fue la anulación de uno de los grupos. Esta
solución fue la ruina de Aragón». Piensa que la España cristiana tuvo su
época de esplendor mientras incorporaba e injertaba en su vida aquello que le
forzaba a hacer su enlace con la muslamía y con la judería.
Para
Américo Castro los moriscos constituyeron una porción de España, una
prolongación de su pueblo. Esto cambia cuando se empieza a sentir que: «Pactos y
arreglos con infieles eran cosa de la Edad Media; los
Pasemos a reflejar el pensamiento de Claudio Sánchez Albornoz sobre los moriscos. En el análisis de estos dos autores nos abstendremos completamente de emitir juicios de valor. Sus obras son muy tempranas en el tiempo, pero tienen el gran mérito de airear el problema morisco.
El enfrentamiento entre Castro y Albornoz sobre la realidad histórica de España ha quedado, en gran medida, escondido por el tiempo. Pero no por eso debemos olvidar que el estudio de la minoría morisca, en los últimos años, atrajera a muchos historiadores por el eco de esta polémica.