Los corrales y huertos, aquellos imprescindibles y estos muy frecuentes, adquirían en las casas de la plaza rango de jardín. Desde luego el jardín por excelencia correspondía al Palacio, mansión de Don Celestino y Doña Casilda, los Echevarría; (también los nombres se transfiguraban en este entorno pues si al vecino de cualquier calle correspondía el apelativo de fulanico o menganico, los de la plaza respondían al de don tal o cual).
Era esta una vivienda señorial de finales del diecinueve que si bien carecía de especial interés artístico o monumental, contaba con el mayor espacio abierto del pueblo y justo en el centro del mismo.
Haciendo esquina con El Juego Bolas (la actual Rocío Dúrcal) se abría un inmenso portón de madera que daba paso a un espacioso patio alargado a cuya izquierda se alineaban angares, atrojes y garajes, adoquinado todo él y ocupado por pilas de aceituna que abastecían al molino eléctrico ubicado al fondo.
A la derecha del portón se abría la soberbia verja de hierro forjado que daba acceso a la vivienda principal, flanqueada de palmeras y porticada con un templete de mármol Macael. Detrás un elegante jardín (cuyos magnolios se conservan en la plaza de este nombre), en el que se alzaban numerosas estatuas de cemento y varias esculpidas en mármol blanco entre las que recuerdo un niño sacándose una espina, réplica del célebre espinario griego, una ninfa con cántaro y la Virgen (decapitada) que hoy preside la hornacina de la fachada de la iglesia. A su derecha un estanque poco profundo pero bien extenso en el que se celebraron en los años sesenta algunos conciertos de Rocío Dúrcal y los célebres festivales de Dúrcal. Almacenaba el agua que regaba la gigantesca huerta cuyos límites llegaban hasta el Corralón (hoy calle San Juan) y al Olivón, en dirección eras de Balina.
Este espacio se fue parcelando como zona urbanística en los setenta, empezando por la huerta. Hubo intentos de recuperar para el pueblo las parcelas de los jardines, edificios y estanque, pero el progreso nos cogió pronto, desprevenidos y poco preparados; el Ayuntamiento temió una deuda excesiva (esto valía unas treinta veces más que su presupuesto total de un año) y faltaron los apoyos oficiales de unos organismos pusilánimes que andaban metiéndose en una democracia donde estaba todo por hacer. Pueblos a los que el progreso llegó después como Nigüelas supieron evitar desastres urbanísticos y planear la recuperación de los espacios de interés común.