Sin lugar a dudas, lo que más ha cambiado el aspecto de este pueblo ha sido su urbanismo y creo que, describiéndolo desde entonces hasta hoy, se pueden obtener cincuenta años de su historia. Apelo a la memoria de los internautas que seguramente aportarán sugerencias a lo aquí expuesto.

Y ¡qué mejor para empezar que su centro neurálgico!

LA PLAZA

Era el más común de los espacios y donde nuestro ambiente, tremendamente rural, adquiría ciertos matices urbanos. Las casas, de factura morisca: angostas, oscuras y limitadísimas, volvían a sus moradores agoniosos de luz y aire; echándolos por fuerza a los campos y por placer a las calles y huertos.

Es así como éstas se llenaban de transeúntes con bestias, de vendedores, de viejas contando historias, de niños jugando y de corrillos de mujeres cosiendo o bordando. A esto había que añadir un sin fin de artesanos ambulantes: lañeros, esquiladores, hojalateros, colchoneteros, amoladores... y no pocos arreos de bestias: aparejos, arados, serones... incluso cargas de yerba, haces de cabos o de leña que, llegado el caso, servían de asiento a quienes tuvieran a bien pegar el hilo a alguna de aquellas tertulias callejeras.

La plaza lo transformaba todo. Si para andar por todas partes bastaban unas albarcas y una ropa estampada de remiendos, venir aquí exigía, al menos, alpargatas y ropa limpia; incluso, a la mujer, cierto aroma a jabón verde de Heno de Pravia o, a las más pudientes, claro, perfume de Maderas de Oriente.

 Si las calles vibraban con los pregones de los compradores de pellejos de conejos, de trenzas de pelo, de trapos e hierros viejos, de vendedores de gafas para la vista cansada, de botijos de Órgiva... con la octava de semifusas ascendente y descendente en la flauta de un afilador; aquí, tronaban, con incipiente megafonía eléctrica, las voces potentes de los misioneros, (el Padre Sainz fue el más popular), el regateo ágil del charlatán que por quinientas pesetas te vendía dos cobertores, tres peines, una liendrera y una billetera de piel, y a quien siempre compraba el primero un famoso comerciante local que vendía estas mismas cosas, con lo cual picaba todo el mundo.

Completaban los sonidos el permanente discurrir del agua en los caños del pilar de la plaza, único en el pueblo que tenía el privilegio de no cortarse, y la serie de números pregonados marcha atrás por BIas Indalecio o Terrón desde la romanilla, ofreciendo a los vendedores los pescados de la costa o las frutas y hortalizas del valle. Esta era la única actividad de mercado que le quedó a la plaza tras el traslado de todos los puestos al recién inaugurado Mercado de San Blas. Todavía la gente llama "ir a la plaza" a hacer la compra, en recuerdo de cuando se hacía aquí. La romanilla se ubicaba en el mojón kilométrico de la actual parada de autobús.

Los olores inmediatos del estiércol, el ganado y el forraje se canjeaban aquí por efluvios transoceánicos de gas petróleo y gasolina; por el olor fuerte a mar y brea de los pescados; normalmente: jureles, sardinas, boquerones, almejas y langostinos (estos eran unas quisquillas diminutas de Motril); (si faltaba alguno de los especímenes nombrados la gente decía que ese día "no había pescado en la plaza". Deleitaban al olfato el aroma dulcifresco, de los melones y chumbos en verano, el rancio tufo del puesto de tejeringos y el bálsamo de las altabacas (hierbas con que secubrían las banastas de fruta y que tenían la propiedad de pegarse entre sí formando una tapadera y con las que se podía hacer un buen emplasto, llegado el caso, si el arriero o la bestia sufrían algún golpe, dadas sus buenas propiedades curativas).

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La Plaza

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Vistas antiguas de la Plaza de Dúrcal

Autor: Antonio Serrano