Dúrcal hay que vedo desde la torre. Este es un privilegio que quedó ya tan sólo en el recuerdo de quienes subimos cuando niños a repicar antes de que se mecanizasen las campanas. El pueblo, a vista de pájaro, tenía forma de moña; constituían sus bucles los barrios de Balina y Darrón, Almócita y Barrio Bajo. El nudo era la plaza y realmente ataba pues en ella transcurrían los acontecimientos más tristes y los más festivos, esos precisamente que unen a las personas. Saltando los tejados con la vista llegabas a la vega; esta exhibía, como en un tapete de retales, sus cuadros verdes sedosos de habas, patatas, habichuelas y maíces. Más lejos se extendía, inmensa, una escalera de bancales alfombrada con olivos grises. Luego, a medida que se alzaba el monte se dispersaban y palidecían los almendros. Sólo algunos pinos, desafiando la pendiente, levantaban su penacho esmeralda sobre los cerros rapados al cero o calvos.
Sobre todos los montes de Dúrcal destaca El Zahor. Al Zahor, como a los niños de entonces, recién nacido, lo viste de azul la luz de la mañana. El sol, durante todo el día suavizará en malvas sus contornos y la tarde lo humillará con rubores rosas hasta que la noche le restituya su natural virilidad; salvo que sea una de esas noches inclementes de enero que lo vuelven blando y fofo como una tarta de nata, un merengue de claras montadas o, a lo sumo, un empalagoso risco de coco rayado. Pese a estas debilidades él se yergue orgulloso y confiado porque sabe que infunde respeto el Barranco Porras; en efecto, en su pecho late un corazón de sombra y entre sus labios de piedra esconde un beso traicionero de "Júas".
El Retamar, en cambio, viejo, inmutable, muestra un contorno de protuberancias flácidas con carnaciones arcillosas, en las que apenas destacan su cuesta, como una leve cicatriz restañada, el Barranco del Broncano, que sin hacer honor a su nombre se hunde con suaves inclinaciones de tierras labradas y paratas que apenas sostienen balates. Sólo por "La Pozma," el Retamar defiende inútilmente su esbeltez con peñascos calizos, cayendo vencido sobre la "Cañá Santoria" si bien aún le quedan fuerzas para levantar un brazo queriendo mostrar amnésico el anillo de piedra que formara antaño la muralla del Peñón de los Moros.
Al norte, sugerentes pagos y cerros como los Llanos de Marchena, el Trance Alto, la Loma las Nieves y, sobre todo, el río, esa brecha fresca y húmeda como una cala de sandía, que ofrece a nuestra tierra un oasis de mimbrales, alamedas y chortales de juncos, helechos, musgos y culantrillos.
Fuera ya de nuestro término, por poniente, los Chiribailes y el Cerro del Lucero avisan de las preñadas nubes, a punto de romper aguas, para que tengamos tiempo de desuncir la yunta y refugiamos en el pueblo. Al sureste, el Cerro de la Giralda, como un cicerone, enseña ufano el Valle a quienes lo escalan pues, desde su cumbre, se divisan íntegros sus pueblos más los límites de las comarcas y tierras que lo rodean: El mar, El Suspiro, la Sierra, Las Alpujarras... Al sur, Sierra Lújar, la más femenina de ellas, muestra la redondez de sus caderas desnudas como en huelga indefinida, desde que un dieciocho de julio, allá por los setenta, un loco pirómano prendiera fuego a su ropa de pino mientras se bañaba de brisa mediterránea. Desde entonces, tirada sobre la arena de la playa, voluptuosa e insinuante incita al Valle para. que la cubra de excesos verdes.