EL SUSPIRO DEL MORO
Y el Santo de Israel abrió su mano,
y los dejó, y cayó en despeñadero
el carro y el caballo y caballero.
(HERRERA)
No la grandeza del empeño santo,
no la hazaña inmortal, no la memoria
de la egregia Isabel: el duelo canto
del rey sin trono, sin hogar ni gloria,
que, en vez de sangre, vergonzoso llanto
vertió a la postre de su infanda historia:
¡llanto sin fin que los anales cierra
de siete siglos de implacable guerra!
Madre afligida del Amor cristiano:
sé Tú la Musa que piedad me inspire
para que, enfrente del procaz pagano,
ni los de Dios ni tus agravios mire.
Está vencido, llora, y es mi hermano...
¡Haz que a su vez mi cítara suspire
cuando él dirija la postrer mirada
de eterno adiós a la gentil Granada!
Y tú que, errante, la infinita arena
de los desiertos cruzas, los tesoros
sin olvidar de esta región amena,
¡triste progenie de los reyes moros!,
deja que tu apenada cantinela
salve del mar los ámbitos sonoros
y preste al canto que mi voz te envía
su dulce son y vaga melodía...
Principiaba una fúlgida mañana,
de esas que alegran el adusto invierno,
cual bellas hijas que en edad temprana
la hiel endulzan del dolor paterno:
del monte excelso la cabeza cana
reflejaba del sol el rayo eterno,
y en la atmósfera azul, diáfana y pura
destacaba la nieve su blancura.
Por los barrancos de la ingente sierra
mil arroyuelos nítidos corrían,
buscando el llano, en cuya arada tierra
su caudal fecundante repartían:
tranquilos ya, tras la finada guerra,
los labradores a su afán volvían,
y en medio de los densos olivares
humeaban los rústicos hogares.
También las aves a sus dulces nidos
y a la paz que perdieron retornaban;
los rebaños, ayer despavoridos,
otra vez por las cumbres asomaban;
y cantos, y rumores, y balidos
el aire placidísimo poblaban,
cual si el pasado sanguinoso empeño
hubiera sido imaginario sueño
Esa mañana refulgente y grata,
mientras el sol del aterido enero
rizados
hilos de escarchada plata
trocaba en perlas con su ardor primero,
de moros
numerosa cabalgata,
que el blanco lino y el bruñido acero
igualaban a un bando de
palomas,
subía del Padul las mansas lomas.
Aquel cortejo, triste y misterioso,
de
noche a Santa Fe dejado había,
y cruzado la vega silencioso
antes que el alba
despertase al día;
pero, al salvar el punto montuoso
a que llegaban cuando el
sol salía,
los moros sus corceles refrenaron,
y atrás la vista con afán
tornaron.
Iba al frente de aquella comitiva
un joven de extremada gentileza,
cuyo
boato y majestad esquiva
señales daban de imperial grandeza.
Su noble palidez y
frente altiva,
los negros ojos de oriental belleza,
su cándido albornoz y barba oscura
completaban tan clásica figura.
Siempre a su lado, como fiel esposa,
fijos
en él los hechiceros ojos,
cabalgaba una joven tan hermosa,
que al lucero del
alba diera enojos.
Mas de su rostro angelical la rosa
y de sus labios los claveles
rojos
trocado había pertinaz la pena
en lirio mustio y pálida azucena
Tras ella, blanco cual nevado armiño;
enhiesto, aunque raquítico y
doliente;
único bien del paternal cariño;
temible ya, como león naciente,
sobre
negro corcel marchaba un niño,
no llegado a la edad adolescente,
pero que ya
maldijo su hado insano,
cautivo y solo en el real cristiano.
Torvo el aspecto de
la faz sombría,
parda la tez y la cabeza cana,
junto al niño impertérrita venía
una lujosa, gigantesca anciana:
su viril ademán y la energía
de su mirada
fiera y soberana
descubrían en ella a la matrona
digna del cetro y la imperial corona.
Y, en fin, no lejos, en tropel brillante,
sólo por miramiento
rezagados,
iban, con muerte y rabia en el semblante,
palaciegos, visires y
criados.
Del sin ventura que subió delante
lamentaban empero los cuidados,
cual
si humilde callara ante la ajena,
por temor o lealtad, la propia pena.
Desde el
lugar en que parado habían,
a la vez abarcaba la mirada
los rudos montes en que
entrar debían
y la extendida vega matizada.
¡Un paso más..., y nunca ya verían
el
mágico horizonte de Granada!
¡Un paso más..., y de su vista ansiosa
desparecía
la ciudad hermosa!
El moro aquel altivo y prepotente
se apartó de familia y servidumbre,
y
silencioso, tétrico, doliente,
quedó como clavado en la alta cumbre.
La
contracción horrible de su frente
retrataba su negra pesadumbre;
pero, en cárcel
de orgullo preso el llanto,
negaba alivio a su mortal quebranto.
Fijos los
ojos, cual queriendo en ellos
dejar grabados y por siempre vivos
de aquel paisaje
los matices bellos;
mudo, inmóvil, alzado en los estribos,
el infeliz, del sol a
los destellos,
vio pasar los instantes fugitivos,
sin poder separar la vista un
punto
de aquel sublime, sin igual conjunto.
¿Quién era. ¿Iba a morir. ¿Por qué tal
duelo.
¿Por qué a su alrededor no resonaba
ni una voz de esperanza o de
consuelo.
¿Por qué su esposa con rubor echaba
sobre la casta faz el blanco
velo.
¿Quién era el triste que tan solo estaba.
¿Qué maldición cayó sobre aquel
hombre.
¿Cuál era su infortunio. ¿Cuál su nombre.
¡Era Boabdil...! ¡Boabdil, el
fruto airado
de Muley desdeñoso y de Aixa fiera;
el hijo por la madre
aleccionado
contra su padre y rey a alzar bandera;
el ambicioso audaz y desalmado,
ladrón del solio a cuyo pie naciera,
que, al eco santo del paterno
grito,
fue por su raza y por su Dios maldito!
¡Era Boabdil, cuya ominosa estrella
costó a sus padres sempiterno lloro,
rompió el encanto de la Alhambra bella
y el fin atrajo del imperio
moro...!
¡Mísero rey, tras cuya infausta huella
se hundió la tierra siempre, y
llanto y oro
y sangre y honras devoró el abismo,
hasta que al cabo sumergiose
él mismo!
¡Era Boabdil, que con indigna mano
dado las llaves de la Alhambra había
y
su trono y su pueblo al Rey cristiano...!
¡Era Boabdil, que desde allí
veía
plantar sobre la vela al castellano
la odiada cruz del Hijo de María!
¡Era Boabdil, que la postrer mirada
dirigía por siempre a su Granada!
¡Granada, la
ciudad cuyas ruinas,
festoneadas de perpetuas rosas,
aún alegran las aguas
cristalinas
que en sus cármenes entran bulliciosas!
¡La ciudad que las fieles
golondrinas,
como en tiempo mejor, buscan ansiosas,
pidiendo a los palacios
derruidos
sombra y quietud para sus caros nidos!
Era, sí, esta ciudad, que
despoblada
hoy parece tal vez al que la mira
de hierba y rotos mármoles sembrada,
como Paesthum, Itálica o Palmira:
la ciudad que, entre flores
sepultada,
pasmo y asombro al universo inspira,
mientras sus muros de labrada
piedra
disputa el tiempo a la viciosa hiedra
¡Era Granada..., rica y esplendente,
tal como fue... cuando Granada
era!
Llamábanla Damasco de Occidente,
de la grey de Ismael Roma altanera,
de sus
sabios Atenas floreciente,
de las artes lujosa primavera,
hija del Cielo, patria de
las flores,
jardín de la hermosura y los amores.
Boabdil la contemplaba
adormecida
en los cárdenos montes del Oriente,
de un alquicel blanquísimo
vestida,
y de bermejas torres la alta frente,
cual de corona señorial,
ceñida...
¡Allá quedaba lánguida, indolente,
adúltera sultana, infiel esposa,
mostrando al vencedor su risa hermosa...!
Y allá quedaban los amantes ríos
que plata y oro le tributan fieles;
el Dauro con sus cármenes umbríos,
y el
Genil con sus cálidos vergeles;
del Albaicín los blancos caseríos,
la Antequeruela
oculta entre laureles,
de la Alcazaba el recio baluarte,
y la Alhambra gentil,
¡sueño del arte!
¡La Alhambra! ¡Regio edén, huerto florido,
mágico alcázar, que
su planta moja
del hondo Dauro en el raudal temido,
y cuyas torres de argamasa
roja,
de las copas del bosque entretejido
salir se ven entre la verde hoja
y
luego alzarse a la región del viento,
como ideal, aéreo monumento...!
¡Con vergüenza y amor y envidia y pena
Boabdil de aquel edén se
despedía,
donde su infancia transcurrió serena
y entró aclamado, victorioso un
día!
Entonces, ¡ay! desde su fuerte almena
reinaba en la mitad de
Andalucía...
¡Ya... sólo le ofrecía el hado cierto
un caballo... y la arena del desierto!
Luego miró la anchísima llanura...;
tapiz que bordan con vistosas tintas,
ora las huertas de eternal verdura,
ora las blancas y graciosas
quintas,
ya de extenso olivar la mancha oscura,
ya de las aguas las fulgentes
cintas,
aquí las torres de apiñada aldea,
allí el camino que tenaz
serpea...
¡Cuadro grandioso, que mostraba unidos
de tierra y cielo todos los
favores...;
¡nieves perpetuas, árboles floridos,
verdes campiñas, nubes de
olores,
un aire que arrobaba los sentidos,
un firmamento azul y un sol de
amores...!
¡Cuadro cuya magnífica hermosura
de Boabdil puso el colmo a la
amargura!
Campo y ciudad, cuanto a sus pies veía,
fue suyo, fue su vida, fue su
encanto...
¡Y nunca más a verlo tornaría...!
¡Nunca más! Al pensarlo, creció tanto
su dolor, y fue tanta su agonía,
que de sus ojos desbordose el llanto,
y, con
acento fúnebre y rugiente,
lanzó un suspiro que aterró a su gente...
Suspiro amargo, lúgubre, espantoso,
que aún en Granada sin cesar
resuena,
turbando de los siglos el reposo
y de la muerte la región serena!
¡Y
repítelo el viento caluroso
que raudo agita la africana arena...!
¡Y sonará
implacable, tremebundo,
mientras se acuerde de la Alhambra el mundo!
Aixa,
entretanto la sublime altura
de Mulhacén miraba con recelo...
¡Allí..., al
amparo de la nieve pura,
en la sagrada vecindad del cielo,
yacía en misteriosa
sepultura
Muley, su esposo, presenciando el duelo
de la airada consorte y del mal
hijo
a quienes fiero al espirar maldijo...!
Pero, al ver la sultana el triste llanto
del rey, que entre suspiros repetía:
«¡Allah-Akbar...!», tan íntimo
quebranto,
lejos de conmover su faz sombría,
inflamola de un fuego que dio espanto,
y, mujer insensible, madre impía,
cuanto patricia indómita y severa,
dijo
al débil Boabdil de esta manera:
«¡Llora como mujer, desventurado,
la pérdida
del reino que has debido
cual hombre defender...! ¡Llora, menguado!».
Y, con
desdén más fiero que el olvido
(¡tal vez con hondo amor desesperado!),
apartose
del príncipe afligido,
y, mirando colérica a Granada,
huyó vencida, pero no
domada.
Como reo de muerte que a la vida
y al sol y al cielo con afán profundo
dirige
la suprema despedida...,
así Boabdil, lanzado de aquel mundo
en que dejaba su
ilusión querida,
«¡Adiós...!», dijo con aye moribundo,
e, inclinando la frente
sobre el pecho,
huyó también, en lágrimas deshecho...
Y, tras él, en confuso torbellino,
partieron todos; y del sol la lumbre
vio, de polvo entre denso
remolino,
desbocada correr de cumbre en cumbre,
huyendo de su lóbrego destino,
a
aquella fastuosa muchedumbre,
a quien la desventura daba en arras
un rincón en las
agrias Alpujarras.
Pronto, como blanquísima paloma,
mirábase, a lo lejos, de la
sierra
a un jinete salvar la última loma...
Era el fantasma horrible de la
guerra...
Era el poder inicuo de Mahoma
que abandonaba la española tierra...
¡Era Boabdil, herido por el rayo
que allá en Asturias fulminó Pelayo!
Otro día...,
del mar sobre la espuma,
sola cruzó desde Adra hasta Melilla
rápida nave cual
ligera pluma.
Ganada, al cabo, la africana orilla,
viose a mísero moro entre la bruma,
doblar, al pisar tierra, la rodilla...
¡Era Boabdil, a quien su negro
sino
negó una tumba en suelo granadino!
Un día, en fin, que el déspota africano
luchaba por salvar su poderío
contra
los dos jarifes, un anciano
lidió por él con temerario brío,
hasta que, herido y
sin aliento humano,
se hundió en las olas de opulento río...
¡Era Boabdil, a
quien su suerte dura
le negaba en la tierra sepultura!
Prólogo de Juan Valera
Pedro Antonio de Alarcón 1870
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