Adolf Friedrich von Schack; traducido del alemán por Juan Valera

Sacado de Poesía y arte de los árabes en España y Sicilia en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

El éxito final de la lucha no podía ser dudoso. Boabdil, que desde el principio había mostrado su timidez, hizo una capitulación para la entrega de la ciudad, y en la mañana del día 2 de Enero de 1492, plantó el cardenal don Pedro González de Mendoza la cruz de plata sobre la más alta torre de la Alhambra. El grueso del ejército español, así como los mismos Reyes Católicos, acampaban aún en los llanos de Armilla. Cuando la santa seña se hizo visible, relumbrando herida por los rayos del sol naciente, cayeron todos de rodillas, dando gracias al Señor y cantando el Te Deum. Luego se dirigieron lentamente las huestes hacia la ciudad. Boabdil, en tanto, tomó el camino de las Alpujarras, donde le habían dejado algunas tierras. En lo alto del cerro de Padul tiró de las riendas a su caballo y miró por última vez a Granada, que desde allí se descubre en toda su magnífica extensión, en medio de la verde vega. A esta vista, prorrumpió, suspirando, en estas palabras: «Alah Akbar», y empezó a llorar amargamente; pero su madre, que le acompañaba, le dijo: «Razón tienes de llorar como mujer por lo que no supiste defender como hombre». Desde entonces se llama aquel sitio último suspiro del Moro, y también Cerro de Alah Akbar

Sacado de Poesías serias y humorísticas en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

Este Canto obtuvo la Medalla de oro, primer premio del Certamen celebrado por el Liceo de Granada en 1867; y, como entonces acabara de nacer mi primogénita, Paulina, no solamente le dediqué el Canto, sino que le cedí el premio, y también una hermosa corona de plata que me regaló el auditorio el día de la lectura pública.

EL SUSPIRO DEL MORO

Y el Santo de Israel abrió su mano,
y los dejó, y cayó en despeñadero
el carro y el caballo y caballero.

(HERRERA)

No la grandeza del empeño santo,
no la hazaña inmortal, no la memoria
de la egregia Isabel: el duelo canto
del rey sin trono, sin hogar ni gloria,
que, en vez de sangre, vergonzoso llanto
vertió a la postre de su infanda historia:
¡llanto sin fin que los anales cierra
de siete siglos de implacable guerra!

Madre afligida del Amor cristiano:
sé Tú la Musa que piedad me inspire
para que, enfrente del procaz pagano,
ni los de Dios ni tus agravios mire.
Está vencido, llora, y es mi hermano...
¡Haz que a su vez mi cítara suspire
cuando él dirija la postrer mirada
de eterno adiós a la gentil Granada!

Y tú que, errante, la infinita arena
de los desiertos cruzas, los tesoros
sin olvidar de esta región amena,
¡triste progenie de los reyes moros!,
deja que tu apenada cantinela
salve del mar los ámbitos sonoros
y preste al canto que mi voz te envía
su dulce son y vaga melodía...

Principiaba una fúlgida mañana,
de esas que alegran el adusto invierno,
cual bellas hijas que en edad temprana
la hiel endulzan del dolor paterno:
del monte excelso la cabeza cana
reflejaba del sol el rayo eterno,
y en la atmósfera azul, diáfana y pura
destacaba la nieve su blancura.

Por los barrancos de la ingente sierra
mil arroyuelos nítidos corrían,
buscando el llano, en cuya arada tierra
su caudal fecundante repartían:
tranquilos ya, tras la finada guerra,
los labradores a su afán volvían,
y en medio de los densos olivares
humeaban los rústicos hogares.

También las aves a sus dulces nidos
y a la paz que perdieron retornaban;
los rebaños, ayer despavoridos,
otra vez por las cumbres asomaban;
y cantos, y rumores, y balidos
el aire placidísimo poblaban,
cual si el pasado sanguinoso empeño
hubiera sido imaginario sueño

Esa mañana refulgente y grata,
mientras el sol del aterido enero
rizados hilos de escarchada plata
trocaba en perlas con su ardor primero,
de moros numerosa cabalgata,
que el blanco lino y el bruñido acero
igualaban a un bando de palomas,
subía del Padul las mansas lomas.

Aquel cortejo, triste y misterioso,
de noche a Santa Fe dejado había,
y cruzado la vega silencioso
antes que el alba despertase al día;
pero, al salvar el punto montuoso
a que llegaban cuando el sol salía,
los moros sus corceles refrenaron,
y atrás la vista con afán tornaron.

Iba al frente de aquella comitiva
un joven de extremada gentileza,
cuyo boato y majestad esquiva
señales daban de imperial grandeza.
Su noble palidez y frente altiva,
los negros ojos de oriental belleza,
su cándido albornoz y barba oscura
completaban tan clásica figura.

Siempre a su lado, como fiel esposa,
fijos en él los hechiceros ojos,
cabalgaba una joven tan hermosa,
que al lucero del alba diera enojos.
Mas de su rostro angelical la rosa
y de sus labios los claveles rojos
trocado había pertinaz la pena
en lirio mustio y pálida azucena

Tras ella, blanco cual nevado armiño;
enhiesto, aunque raquítico y doliente;
único bien del paternal cariño;
temible ya, como león naciente,
sobre negro corcel marchaba un niño,
no llegado a la edad adolescente,
pero que ya maldijo su hado insano,
cautivo y solo en el real cristiano.

Torvo el aspecto de la faz sombría,
parda la tez y la cabeza cana,
junto al niño impertérrita venía
una lujosa, gigantesca anciana:
su viril ademán y la energía
de su mirada fiera y soberana
descubrían en ella a la matrona
digna del cetro y la imperial corona.

Y, en fin, no lejos, en tropel brillante,
sólo por miramiento rezagados,
iban, con muerte y rabia en el semblante,
palaciegos, visires y criados.
Del sin ventura que subió delante
lamentaban empero los cuidados,
cual si humilde callara ante la ajena,
por temor o lealtad, la propia pena.

Desde el lugar en que parado habían,
a la vez abarcaba la mirada
los rudos montes en que entrar debían
y la extendida vega matizada.
¡Un paso más..., y nunca ya verían
el mágico horizonte de Granada!
¡Un paso más..., y de su vista ansiosa
desparecía la ciudad hermosa!

El moro aquel altivo y prepotente
se apartó de familia y servidumbre,
y silencioso, tétrico, doliente,
quedó como clavado en la alta cumbre.
La contracción horrible de su frente
retrataba su negra pesadumbre;
pero, en cárcel de orgullo preso el llanto,
negaba alivio a su mortal quebranto.

Fijos los ojos, cual queriendo en ellos
dejar grabados y por siempre vivos
de aquel paisaje los matices bellos;
mudo, inmóvil, alzado en los estribos,
el infeliz, del sol a los destellos,
vio pasar los instantes fugitivos,
sin poder separar la vista un punto
de aquel sublime, sin igual conjunto.

¿Quién era. ¿Iba a morir. ¿Por qué tal duelo.
¿Por qué a su alrededor no resonaba
ni una voz de esperanza o de consuelo.
¿Por qué su esposa con rubor echaba
sobre la casta faz el blanco velo.
¿Quién era el triste que tan solo estaba.
¿Qué maldición cayó sobre aquel hombre.
¿Cuál era su infortunio. ¿Cuál su nombre.

¡Era Boabdil...! ¡Boabdil, el fruto airado
de Muley desdeñoso y de Aixa fiera;
el hijo por la madre aleccionado
contra su padre y rey a alzar bandera;
el ambicioso audaz y desalmado,
ladrón del solio a cuyo pie naciera,
que, al eco santo del paterno grito,
fue por su raza y por su Dios maldito!

¡Era Boabdil, cuya ominosa estrella
costó a sus padres sempiterno lloro,
rompió el encanto de la Alhambra bella
y el fin atrajo del imperio moro...!
¡Mísero rey, tras cuya infausta huella
se hundió la tierra siempre, y llanto y oro
y sangre y honras devoró el abismo,
hasta que al cabo sumergiose él mismo!

¡Era Boabdil, que con indigna mano
dado las llaves de la Alhambra había
y su trono y su pueblo al Rey cristiano...!
¡Era Boabdil, que desde allí veía
plantar sobre la vela al castellano
la odiada cruz del Hijo de María!
¡Era Boabdil, que la postrer mirada
dirigía por siempre a su Granada!

¡Granada, la ciudad cuyas ruinas,
festoneadas de perpetuas rosas,
aún alegran las aguas cristalinas
que en sus cármenes entran bulliciosas!
¡La ciudad que las fieles golondrinas,
como en tiempo mejor, buscan ansiosas,
pidiendo a los palacios derruidos
sombra y quietud para sus caros nidos!

Era, sí, esta ciudad, que despoblada
hoy parece tal vez al que la mira
de hierba y rotos mármoles sembrada,
como Paesthum, Itálica o Palmira:
la ciudad que, entre flores sepultada,
pasmo y asombro al universo inspira,
mientras sus muros de labrada piedra
disputa el tiempo a la viciosa hiedra

¡Era Granada..., rica y esplendente,
tal como fue... cuando Granada era!
Llamábanla Damasco de Occidente,
de la grey de Ismael Roma altanera,
de sus sabios Atenas floreciente,
de las artes lujosa primavera,
hija del Cielo, patria de las flores,
jardín de la hermosura y los amores.

Boabdil la contemplaba adormecida
en los cárdenos montes del Oriente,
de un alquicel blanquísimo vestida,
y de bermejas torres la alta frente,
cual de corona señorial, ceñida...
¡Allá quedaba lánguida, indolente,
adúltera sultana, infiel esposa,
mostrando al vencedor su risa hermosa...!

Y allá quedaban los amantes ríos
que plata y oro le tributan fieles;
el Dauro con sus cármenes umbríos,
y el Genil con sus cálidos vergeles;
del Albaicín los blancos caseríos,
la Antequeruela oculta entre laureles,
de la Alcazaba el recio baluarte,
y la Alhambra gentil, ¡sueño del arte!

¡La Alhambra! ¡Regio edén, huerto florido,
mágico alcázar, que su planta moja
del hondo Dauro en el raudal temido,
y cuyas torres de argamasa roja,
de las copas del bosque entretejido
salir se ven entre la verde hoja
y luego alzarse a la región del viento,
como ideal, aéreo monumento...!

¡Con vergüenza y amor y envidia y pena
Boabdil de aquel edén se despedía,
donde su infancia transcurrió serena
y entró aclamado, victorioso un día!
Entonces, ¡ay! desde su fuerte almena
reinaba en la mitad de Andalucía...
¡Ya... sólo le ofrecía el hado cierto
un caballo... y la arena del desierto!

Luego miró la anchísima llanura...;
tapiz que bordan con vistosas tintas,
ora las huertas de eternal verdura,
ora las blancas y graciosas quintas,
ya de extenso olivar la mancha oscura,
ya de las aguas las fulgentes cintas,
aquí las torres de apiñada aldea,
allí el camino que tenaz serpea...

¡Cuadro grandioso, que mostraba unidos
de tierra y cielo todos los favores...;
¡nieves perpetuas, árboles floridos,
verdes campiñas, nubes de olores,
un aire que arrobaba los sentidos,
un firmamento azul y un sol de amores...!
¡Cuadro cuya magnífica hermosura
de Boabdil puso el colmo a la amargura!

Campo y ciudad, cuanto a sus pies veía,
fue suyo, fue su vida, fue su encanto...
¡Y nunca más a verlo tornaría...!
¡Nunca más! Al pensarlo, creció tanto
su dolor, y fue tanta su agonía,
que de sus ojos desbordose el llanto,
y, con acento fúnebre y rugiente,
lanzó un suspiro que aterró a su gente...

Suspiro amargo, lúgubre, espantoso,
que aún en Granada sin cesar resuena,
turbando de los siglos el reposo
y de la muerte la región serena!
¡Y repítelo el viento caluroso
que raudo agita la africana arena...!
¡Y sonará implacable, tremebundo,
mientras se acuerde de la Alhambra el mundo!

Aixa, entretanto la sublime altura
de Mulhacén miraba con recelo...
¡Allí..., al amparo de la nieve pura,
en la sagrada vecindad del cielo,
yacía en misteriosa sepultura
Muley, su esposo, presenciando el duelo
de la airada consorte y del mal hijo
a quienes fiero al espirar maldijo...!

Pero, al ver la sultana el triste llanto
del rey, que entre suspiros repetía:
«¡Allah-Akbar...!», tan íntimo quebranto,
lejos de conmover su faz sombría,
inflamola de un fuego que dio espanto,
y, mujer insensible, madre impía,
cuanto patricia indómita y severa,
dijo al débil Boabdil de esta manera:

«¡Llora como mujer, desventurado,
la pérdida del reino que has debido
cual hombre defender...! ¡Llora, menguado!».

Y, con desdén más fiero que el olvido
(¡tal vez con hondo amor desesperado!),
apartose del príncipe afligido,
y, mirando colérica a Granada,
huyó vencida, pero no domada.

Como reo de muerte que a la vida
y al sol y al cielo con afán profundo
dirige la suprema despedida...,
así Boabdil, lanzado de aquel mundo
en que dejaba su ilusión querida,
«¡Adiós...!», dijo con aye moribundo,
e, inclinando la frente sobre el pecho,
huyó también, en lágrimas deshecho...

Y, tras él, en confuso torbellino,
partieron todos; y del sol la lumbre
vio, de polvo entre denso remolino,
desbocada correr de cumbre en cumbre,
huyendo de su lóbrego destino,
a aquella fastuosa muchedumbre,
a quien la desventura daba en arras
un rincón en las agrias Alpujarras.

Pronto, como blanquísima paloma,
mirábase, a lo lejos, de la sierra
a un jinete salvar la última loma...
Era el fantasma horrible de la guerra...
Era el poder inicuo de Mahoma
que abandonaba la española tierra...
¡Era Boabdil, herido por el rayo
que allá en Asturias fulminó Pelayo!
Otro día..., del mar sobre la espuma,
sola cruzó desde Adra hasta Melilla
rápida nave cual ligera pluma.
Ganada, al cabo, la africana orilla,
viose a mísero moro entre la bruma,
doblar, al pisar tierra, la rodilla...
¡Era Boabdil, a quien su negro sino
negó una tumba en suelo granadino!

Un día, en fin, que el déspota africano
luchaba por salvar su poderío
contra los dos jarifes, un anciano
lidió por él con temerario brío,
hasta que, herido y sin aliento humano,
se hundió en las olas de opulento río...
¡Era Boabdil, a quien su suerte dura
le negaba en la tierra sepultura!

Prólogo de Juan Valera

Pedro Antonio de Alarcón 1870