El "Suspiro del Moro" es un pequeño puerto de montaña enclavado entre Alhendín y Padul, que toma el nombre de una leyenda donde Aixa, madre de Boaddil (Último rey nazarí de Granada), le recrimina a su hijo con la ya célebre frase "Llora como mujer lo que no has sabido defender como un hombre".
Desde siempre se entendió como una leyenda, escrita por el bando ganador y encaminada a favorecer a los vencedores y en cierto modo ridiculizar a los vencidos. Lo que sí está fuera de dudas, y no es una leyenda, es que el rey nazarí fue relegado a una zona lejana y poco accesible de La Alpujarra.
Al ser expulsado con parte de su familia y séquito, por algún sitio tuvo que irse, y el dilema está en que al salir de Granada algún autor cristiano inventó la famosa frase y la ubicó en el susodicho puerto, muy bien situado, ya que ofrece la última vista de la ciudad granadina, pues aquí vuelcan los caminos hacia la vertiente mediterránea y se deja atrás la del Genil donde se encuentra Granada
A los escritores románticos del XIX, que buscaban rehacer las historias locales les vino esta leyenda perfecta, la volvieron a reescribir y le agregaron nuevos elementos. Desde entonces empezó a conocerse cada vez más y a adquirir más fama.
Desde hace bastante tiempo, nadie discutió la ubicación donde pudo haber tenido lugar la legendaria escena, pero últimamente algunos autores locales han puesto en duda el posible itinerario de salida del rey con su gente hacia su exilio. Y se han planteado varias alternativas:
Nosotros queremos aportar algunos datos básicos para reivindicar que el camino más acorde de paso entre Granada y el Valle de Lecrín es el 3º. A parte de que es más corto y recto, transcurre por una zona relativamente llana hasta llegar al mismo puerto, además utiliza la parte más baja de la montaña por donde se puede cruzar. Es una forma lógica de ahorro de recursos, ya que viajar por un camino más largo, como es la segunda opción o hacerlo por un monte bastante más alto como es el Manar de la 1ª, no tienen sentido si no lleva aparejados otros objetivos. La salida del Boabdil iría acompañada de bastante personal, objetos y enseres por lo que no tiene sentido buscar el camino con más dificultades , sin no el más fácil y corto.
A ello sumamos dos datos del S XVI, que creemos son bastante significativos
Hay pues dos textos de la segunda mitad del XVI que ponen como paso principal al actual "Suspiro del Moro"
Capítulo XX de "Historia del rebelión y castigo de los moriscos del reino de Granada" de Luís del Mármol Carvajal. "y que viéndole su madre sospirar y llorar, le dijo: «Bien haces, hijo, en llorar como mujer lo que no fuiste para defender como hombre»"
El suspiro del moro en La Alpujarra: sesenta leguas a caballo precedidas de seis en diligencia
Los moriscos Gazis miden la distancia al mar por los caminos del Valle
Caminos Reales de Motril y de las Alpujarras por el Valle. Finales S. XVIII
Carta 19 del libro 2º. Antonio de Guevara Libro primero y segundo de las epístolas familiares.
TEXTO Y FOTO:/RAFAEL VÍLCHEZ / LANJARÓN. Artículo sacado de Ideal
Leonardo Villena, en el lugar donde supuestamente Boabdil se despidió de
Granada.
Leonardo Villena ha elegido Lanjarón para presentar hoy viernes, a las ocho y
media de la tarde, su libro 'El último suspiro del rey Boabdil'. El volumen, de
190 páginas, ha sido impreso en Lecrín por la editorial Dulcinea.
El escritor y profesor Leonardo Villena asegura que la biografía de Boabdil y de
parte de su familia «está plagada de falsedades, la mayoría intencionadas. No
hay duda que marido y mujer, Fátima y Abul Hasán, eran parientes, pero nada más.
Es falso lo del famoso 'Suspiro del Moro' (en la antigua carretera
Granada-Motril) porque Boabdil no pasó por este lugar. Boabdil, sólo se detuvo
para ver Granada en unas crestas serranas de El Padul, en el puerto de 'El
Manar', porque por allí discurría el camino de la Alpujarra», señala el
escritor.
Villena sostiene que Boabdil no lloró cuando se despidió de Granada ni su madre
le dijo: «Llora como mujer por lo que no has sabido defender como hombre». Esto
fue un invento y bulo del historiador Antonio de Guevara, obispo de Guadix y de
Mondoñedo, en el verano de 1526, para lucirse ante el emperador Carlos V, cuando
visitó Granada en su viaje de luna de miel tras su matrimonio con Isabel de
Portugal».
Según Villena, «hay algún historiador como Lafuente Alcántara que también
incurre en errores cuando asegura que la muerte de Boabdil se produjo en la
batalla de Guadal Hewit, o río de Los Esclavos, en 1513, o en la de Wadi-El
Asuad, río de Los Negros, en 1536. Pues bien, este y otros historiadores llegan
a dar el supuesto número de las fuerzas que uno y otro combatiente presentaron.
Una de las batallas fue en los confines de las provincias de Hescura y Tedles,
donde el río de Los Esclavos se pierde en el río Ommirabih Y la historia
desmiente que falleciera en dicha batalla porque, si hacemos caso a
historiadores de tanta garantía como los musulmanes, Boabdil murió en 1533, en
su casa, rodeado por su familia, a la edad aproximada de 70 años».
Contradicciones
Leonardo Villena afirma igualmente que «el mismo Lafuente Alcántara, siguiendo
al historiador Torres, según 'La Historia de los Xerifes', asegura que el sultán
de Fez era todavía El Benimerín, cuando la verdad es que los Wattasidas habían
desplazado del sultanato a los meriníes en 1472. Además, es también falso lo que
dice el historiador L. Mármol Carvajal, en su 'Historia de la rebelión y castigo
de los moriscos', cuando manifiesta que el sultán de Fez apresó a Boabdil, lo
cegó y lo cargó de cadenas para robarle su fortuna, dejándolo que anduviera
mendigando por las calle».
«Y digo que es falso -afirma- porque en la batalla de Wadi El Assual, ocurrida
en 1536, los hermanos xerifes derrotaron a los Wattasidas. Sin embargo, no
ocuparon la ciudad imperial de Fez hasta 1554 y, para entonces, está claro que
Boabdil llevaba años enterrado cerca de su madre», termina diciendo Leonardo
Villena.
Hemos trascrito el Capítulo IV, donde el autor, en una historia novelada, pasa a Boabdil por el Manar Capítulo IVBoabdil reunió de inmediato a sus cortesanos y consejeros, les transmitió la orden que acababa de recibir y analizaron los pros y los contras de los requisitos exigibles. -Pero el pueblo, señor- intervino el bueno de Reduán Abencerraje- ha de saber que se queda sin su monarca definitivamente y que podrá partir con vos cuando y como lo desee, porque al conocer vuestra marcha, no serán pocos los ciudadanos que renunciarán a permanecer. -Ese es el drama, que muchos de mis súbditos, que viven cómodamente en sus talleres, con sus comercios o sus tierras, que han trabajado y prosperado y que mantienen vidas muelles, malbaratarán sus medios de vida para marcharse a Berbería sin saber con lo que se tropezarán allende. Yo he sabido que son bastantes quiénes pierden hasta la vida en la travesía, a manos de piratas o atacados por bandoleros que les roban, asesinan y violan a sus hijas. También he conocido que con harta frecuencia castran a los niños pequeños para educarlos como eunucos porque son los que gozan de los mejores precios en los mercados de esclavos... Ocurre en la zona del Rif, en el resto del Magreb y en las marinas del otro lado del mar Mediterráneo, donde abundan los proscritos que se dedican a enriquecerse profundizando las penas, las miserias, las desgracias y los contratiempos de bastantes de mis mejores vasallos. Cuando tal constaté, antes incluso de ser destronado por el infiel, envié embajadas a todos los sultanes del norte de Bebería para rogarles que les prestaran atención a los desterrados porque podrían ser grandes trabajadores dentro de sus reinos. Esas familias podrían pagarles impuestos aumentando sus riquezas si llegaban a establecerse felizmente y a reabrir un negocio en sus pueblos o ciudades, pero solamente me respondieron los señores de Fez, Rabat y Tetuán. Como suponíamos, hay personas en ambas ciudades que son parientes vuestros y cuyos antepasados posiblemente intervinieron en sus fundaciones. El sultán de Fez, que me parece un excelente caballero, me confirmó que había destinado gran parte de su ejército a la tarea de vigilar los caminos. Tantos paisanos ha acogido en su ciudad que mis embajadores me comentaron que es la más próspera y rica del continente africano. Gracias a las facilidades que les ha dado, mis súbditos han fundado un barrio nuevo, junto al keiruaní, que se conoce como “Barrio de los Granadinos”. Está muy satisfecho de ellos porque, como vosotros mismos, son sus mejores vasallos, los más fieles, sus más valientes soldados, los más emprendedores... Son granadinos, musulmanes o elches, la mayoría de su guardia personal, tornadizos que se negaron a volver a la cristiandad. Otros han sufrido las peores calamidades imaginables. Debemos ir juntos al destierro alpujarreño, a esperar que nos mantengan en él durante muchos años porque viviremos allí mientras el rey cristiano lo crea conveniente para su causa. No lo dudéis. Creo que debéis concluir pronto vuestros aprestos porque en breves fechas, cuando saldemos los bienes muebles e inmuebles que no podamos arrastrar, habremos de abandonar Granada camino del destierro. Nos ampararán las sombras y las tinieblas de la noche y seremos algo así como espectros que nadie recordará dentro de un tiempo. En las capitulaciones de Churriana -prosiguió- les exigí a los reyes cristianos que nos evitaran caer bajo la intendencia de ningún judío, pero, por sus urgencias para librarse de nosotros, nos han echado en sus brazos. Llevo tiempo conociendo que el sultán cristiano solamente cumple las cláusulas que le convienen de nuestros acuerdos porque la fuerza es suya aunque las razones sean nuestras.... Obedeced firmemente sus urgencias... Le escatimaremos así la justificación, esa coartada que parece que busca para amparar sus decisiones en la infracción de los acuerdos firmados... No os fiéis demasiado de don Hernando de Zafra, judío converso que ha traicionado a su fe y que nos venderá siempre que le convenga. Es un marrano que nos odia, nos persigue y nos quiere ver humillados y deshonrados... La familia real y yo nos pondremos en marcha mucho antes de la primera oración del día, apenas despunte el lucero del alba. Nuestros porteadores arrearán sus recuas una hora antes y vosotros nos esperaréis a lo largo de los márgenes del río Dauro. Así rezan las órdenes recibidas. Al noble que quiera permanecer en Granada, le ofrezco mi bendición y mis mejores deseos y le prometo que rezaré por él siempre que acuda a la mezquita. Al que me quiera acompañar, que sepa, se lo decís claramente, que lo consideraré como el dueño de mis ideas, de mis sentimientos y de mi voluntad. Y, por Alá, rogadle a la ciudadanía que, aunque conozca el momento de nuestra salida, el día, la hora y el lugar por donde habremos de pasar, se mantenga recluida en sus domicilios, según los deseos -las órdenes para mí- del infiel. Las dos últimas sultanas de Granada y sus servidoras se entregaron sin demora a empaquetar el bagaje que la familia real nazarí había acumulado durante siglos. Componían el ajuar familiar: “Toda suerte de preciosos rubíes, perlas de gran tamaño, zomordas singularísimas, turquesas de gran valor, toda suerte de adargas preservativas, equipos militares defensivos, armas cortantes, instrumentos primorosos, utensilios peregrinos, collares de perlas en pedazos, sartales de aljófares para los cabellos, arracadas que aventajaban á los alcordes de María, (La Copta, concubina del Profeta), en claridad, brillantez y hermosura; espadas, únicas por su invención y raras á maravilla, de bien templadas hojas, con su marca peculiar y exornadas de oro purísimo; poderosas lorigas de malla, de apretado tejido, que preservan á los guerreros en el día del combate, y cuyo preclaro origen se remonta a David, el enviado de Dios; corazas holgadas de vestir, adornadas de oro, de fábrica indiana, con sobrevestas de brocado; cascos con orlas doradas, incrustadas de perlas é intercaladas de esmeraldas con rubíes en el centro; cinturones plateados, anchos de forma y esmaltados en su superficie; adargas de ante, sólidas, sin poros, dulces al tacto y renombradas por su impenetrabilidad; arcos, sin mezcla de color, semejantes en su forma á una media luna, de costados en curva, que afrentan á las pestañas y aun á los preciadísimos instrumentos de cuerdas de cobre; alminbares de avalorios, ataifores de Damasco, cuentas de cristal, zafas de China, copas grandes de Irac, vasos de Tabaxir y otras muchas cosas que ni es posible describir ni numerar”
Los días de finales de febrero suelen ser fríos en Granada. En el año de 1,492, las sierras, los llanos, los valles y las cañadas se vieron cubiertos por una fortísima nevada y un ambiente polar les hizo retrasar la salida a los expulsados; pero el valiente sol del Mediterráneo calentó las solanas y las recachas y las nieves huyeron a las cumbres y las umbrías, en una retirada cobarde e inesperada. Con matemática precisión, en una madrugada de finales de invierno, una interminable recua de jumentos, cargada con un bagaje multicolor, se puso en marcha. Pasaron junto a la mezquita mayor del Albayzin, bajaron la Cuesta del Chapiz y, al mismo pie de La Alhambra, ganaron con sus animales el lecho del río. Yuza
y su madre, que caminaban con el corazón encogido por la pena al comprobar que un lugar tan concurrido como las márgenes del río Dauro aparecía desierto, intercambiaron una mirada de inteligencia. Aixa vio que las aguas del río remansaban en una sucesión casi interminable de pequeñas charcas, de diminutas represas de ripios y arena que apenas retenían el flujo durante efímeros instantes, porque las aguas corrientes se filtraban o les rebosaban. En tales represas, los tejedores de pleita y los tundidores de lino y de cáñamo cocían sus plantas antes de extraerles las fibras. Boabdil les echó una mirada de afecto a los dos retoños de Yuza, Has- sán y Nur, que dormían plácida y profundamente, acunados con amor. Tintoreros y buscadores de oro tardarían horas en reiniciar los trabajos en su lugar de permanente conflicto porque unos y otros ansiaban abarcar más espacio desplazando a los demás. Los servidores saltaban de piedra en piedra de las pozas para eludir el baño que los percudiera con el limazo del lecho. Las gobías de esparto verde y las zarrias que calzaban quedaban inutilizadas al mojarse y al impregnarse con los tintes de las sedas y de los linos y no estaba el tiempo como para tolerar remojones mañaneros ni la vida como para comprar calzado nuevo. A las márgenes del río, junto a la ribera del Dauro, a su paso por las alhóndigas, una multitud de comerciantes, recuperado el mercadeo con el sur del reino, compraban y vendían sus productos. Amanecía para ellos un día normal aunque les extrañó la interminable caravana que casi se ocultaba tras los taludes de la ribera. Muchos ciudadanos ignoraban las circunstancias que obligaban a su rey mientras que otros las conocieron a través del vecindario, de su parentela o por personas del séquito; pero silenciaron la información obedeciendo la última orden que el sultán, Abú Abd- Allá Mohamed Ben Alí les había impartido. La reina también abandonó la ciudad por el lecho del río, acatando la orden expresa de eludir la puerta de BibTaubíb, o la Puerta del Pescado, y la Puerta Real, donde se podrían amotinar sus vasallos. Y por el lecho del río, mojándose ya, alcanzaron la explanada del Violón. A unos metros de distancia se hallaba el morabito junto al que el Zogoybi entregó su espada y las llaves de la ciudad, que pertenecía al recinto del Alcázar del Genil, una de las residencias veraniegas de las sultanas granadinas. A lo largo del camino se les fueron uniendo las recuas que transportaban los enseres de los notables. Los servidores guardaban entre sí el mismo protocolo, el mismo orden y las mismas distancias que sus señores habían mantenido en presencia del rey. El hato real encabezaba la marcha. Tras él seguían los de los miembros de su familia; a continuación, los notables. Después, el pueblo... Detrás, el vacío, los desengaños, los fracasos, las añoranzas, el recuerdo de las injusticias que soportaban... Se quedaban atrás para siempre las desavenencias de la familia real, las intrigas y rencillas de los abencerrajes contra los zegríes, las protestas de los alfaquíes... Y no les sirvió para nada, quizá ni para despedirse, el viejo puente romano sobre el Genil... Boabdil y los miembros de su séquito y de su escolta, sus familiares y amigos, los nobles y los demás súbditos aguardaron a que Fátima concluyera unas oraciones en el morabito de su finca. La madrugada granadina blanqueaba de hielo los campos inmediatos. Caballeros, cortesanos y plebeyos captaban la circunstancia de una excesivamente fría madrugada. Al alba, cuando más apretara el frío, las primeras gotas se condensarían en cristales que dislocarían los rayos solares del orto produciendo un juego de caprichosas luces multicolores, como si se tratara de un calidoscopio natural. Hombres y mujeres se arrebujaban en sus mantas y capotes de campaña. Los naranjos y limoneros que salpicaban los jardines aparecían mustios, como si el hielo les hubiera quemado las hojas y los frutos maduros, les hubiera robado el jugo y las hojas y quizá hubiera dañado también la vida de los tallos jóvenes, de las yemas tiernas y de los brotes del año anterior que, carbonizados por el alba, tampoco llegarían a fructificar en Granada, como ellos mismos. Izán Ali- Atar, Reduán Abencerraje, Aben-Comixa, el alcaide Bexir y sus principales alcaides y capitanes y sus más fieles caballeros aguardaron al rey en el recorrido. Sus familias salieron en la noche de la ciudad, como furtivos de la vida para unirse a la caravana de decenas de animales y de cientos de personas que se sobreponían a la climatología y a infinitas contrariedades... Marchaban mujeres embarazadas, niños pequeños, ancianos, algunos enfermos, tullidos y mutilados de guerra... Según supo Boabdil, la reina cristiana había pensado cristianizarlos a todos. También le dijeron que proyectaba instalar una capilla en El Mexuar palaciego
Fue en este salón de su alcázar, en la Sala del Consejo, donde le firmó a don Hernando de Córdoba las capitulaciones públicas y las secretas y donde le regaló el voluminoso rubí que lució doña María Manrique en la ceremonia de ocupación. Le habían confirmado que, violando todos los acuerdos, los infieles proyectaban cerrar los centros de culto musulmán y sonrió escéptico e indignado cuando conoció que la reina había ordenado que clausuraran todos los baños de la ciudad. Se justificaba diciendo que las tertulias que organizaban los hombres y las mujeres en ellos, unos por la mañana y otras por la tarde, solamente servían para urdir confabulaciones e intrigas que ponían en peligro el proceso de desalojo. No le pareció raro porque ya habían cerrado La Madrasa sin que se supiera todavía el uso civil o religioso que le esperaba a su universidad coránica. También habían comentado que transformarían en conventos y en colegios cristianos algunos de los centros musulmanes de mayor interés, acciones que avasallarían sus derechos y su cultura porque eran claros intentos de borrarla.. ,; una imposición más que superpondría el fanatismo cristiano a los derechos de los creyentes musulmanes, porque difuminaría de las mentes de las gentes y de sus corazones tantos años de sentimientos religiosos coránicos y las humanitarias y razonables enseñanzas del Profeta. Muchos nobles se maliciaban que sería terrible para ellos, para sus familias y para sus creencias el panorama que oteaban en el horizonte El caballo hispanoárabe de Boabdil, de capa torda, blanqueaba majestuoso en la noche. Aunque le dieron el nombre de Natán, era nieto de Harmattán, la montura que le regaló su suegro Aliatar, el alcaide de Loja, señor de El Salar y almotacén de la seda, el día en que emparentaron. Pero aquel se lo mataron en la batalla de Lucena. El segundo Harmattán, su hijo, murió en la de Maracena, atravesado por una lanza. Al tercero, que montaba ahora, todavía joven aunque más airoso que ninguno, le cambiaron el nombre esperando que, libre de guerras, gozara de una vida larga y de una muerte tranquila. Sin embargo, como uno de los muchos contrasentidos de la vida, mientras el profeta Natán contribuyó positivamente para la coronación del rey David, éste lo conducía al destierro, tras su derrocamiento. Detrás caminaba Morayma. Su vieja yegua lucera era dócil hasta con los crios. Fátima montaba otra yegua zaina, lustrosa y brillante, que también lucía un luminoso lunar en la frente. La luna creciente era el emblema del Profeta y ella la escogió como si fuera una oración, una súplica para que Alá les ayudara ante el incierto porvenir que les acechaba. Su hija Yuza cabalgaba sobre una muía vieja, mansa y sumamente dócil, que eligieron adrede porque habría de portar a sus dos hijos en los capachos laterales, uno a cada lado. La madre, que los miraba con ternura, los había abrigado y, tras haberlos alimentado y aseado a primera noche, dormían placenteramente. Su otro hijo, Abderramán, joven y recién casado, amparaba a su esposa Hamida, una joven y gentil granadina de no más de dieciséis años y de ojos enormes, negros y profundos; su boca era mediana y siempre sonriente, su dentadura nacarina y fino su cutis; se comentaba que era la mayor belleza que parió el Reino de Granada en sus casi tres siglos de historia. Arrebujado en su capa de lana, sobre un pantalón de viaje y una chupa recamada, el rey cabalgaba meditabundo y en silencio. Como si quisieran brindarle la última despedida, los gallos del alba entonaban sus cantos en los gallineros. No era la única noche que había pasado en vela analizando su vida y sus circunstancias, pensando que había perdido un reino, su ciudad y su poder real e ignoraba cuantas cosas perdería más en la vida, cuantos contratiempos le habrían de sobrevenir, cuantos sinsabores tendría que paladear... Todos los que el futuro quisiera depararle... Nadie se atrevía a romper el silencio de la fría madrugada invernal. Quizá los caballeros, como el propio rey, meditaban y recapacitaban sobre el amargo momento en que vivían. Desde que Tarik Abenziet conquistó la ciudad de Elvira, en el año 94
de la Era Musulmana, hasta ahora, en los albores del año 871, habían transcurrido exactamente 777 años de permanencia islámica en esta tierra, en esta ciudad ahora llamada Granada. Habían medrado en ella mucho más tiempo que ninguna de las anteriores civilizaciones, ciento diez años como mínimo más que los romanos, y le habían dejado unos monumentos incomparables, únicos en el mundo... Como a una hora de camino, delante de ellos, se veía la polvareda que las recuas levantaban sobre los fríos caminos del invierno; portaban sus equipajes en pequeñas cargas porque los jumentos son animales más tenaces que fuertes. Atravesaron el pago del Zaydín, una de las huertas más feraces del mundo conocido. Apoco más de una legua de distancia les aguardaban Los Oxíxares. Quizá por miedo, quizá por precaución, quizá porque todavía mantenían obediencia ciega a sus recomendaciones, los ciudadanos no se atrevieron a salir a campo descubierto. Los remisos a emigrar comentaron que esa noche nadie durmió en el campamento de Santa Fe y que los centinelas fueron reforzados sobre los bastiones de la Alhambra. Quiénes se habían parado a examinarla, decían que la fortaleza bermeja rebosaba de cruces rojas de soldados infieles y que las capas blancas brujían entre las almenas... Todos habían permanecido en vela la noche entera, según la orden de su rey, porque temían que la salida de la ciudad les prestara la excusa para una revuelta. A lado y lado del camino de La Costa, las huertas escondían sus cosechas bajo una gruesa capa de hielo. Las habas, las coles, las lechugas, las escarolas y los alcauciles yacían semiagostados, casi quemados por el frío que los desplomaba lánguidos al suelo. Los zorzales huían recelosos entre los olivos, como si temieran que les tendieran lazos o redes que los privaran de libertad y, quizá, lo más probable, de la vida. Las mirlas, en cambio, alteraban la paz de la madrugada con sus atronadores silbidos y alertas. El alba permanecía todavía lejana porque la retrasaba la inmensa mole de Sierra Nevada. La luna creciente se había ocultado en el horizonte. Gójar y Dílar apenas fueron unos hitos fugaces en la ruta. Algunos arrieros aparejaban los jumentos que habían volcado la carga o que tal vez viejos y enfermos se negaban a mantener una marcha imposible para ellos. Los repechos del puerto del Padul se recortaron cada vez más firmes en el horizonte. Agreste y soberbio, El Manar se erguía con toda dignidad esperando cobrar el peaje del esfuerzo y del sudor de los caminantes. El orto asomaba por las primeras crestas de las cordilleras vecinas, allá por la Sierra de Tejeda, encendiendo de ocres vistosos las cumbres más enhiestas. El río de Dílar les ofreció a los animales la última oportunidad de abrevar antes de llegar a la acequia y a los manantiales de El Padul. Los pueblos parecerían cortijadas fantasmales, abandonadas y olvidadas por la vida, si no hubiera sido por los perros mostrencos, que les escoltaban la marcha con estentóreos ladridos. Los pastores empezaban a mover los apriscos. Había llegado la hora de ordeñar antes de sacar los animales a las praderas de la estepa preserrana. Las aguas frías y rumorosas quedaron atrás. Posiblemente, los labradores hubieran derivado ya las acequias que regaban la feraz vega. Boabdil sintió que llevaba congelados los sentimientos, que el agua le producía una sensación repelente... Habían atravesado la alquería de Dílar cuando dormía la gente... Sin embargo, él mismo captó que los postigos de algunos ventanucos sonaron a su paso. La penillanura del Jurado subía suavemente hasta las primeras estribaciones del puerto. El sol de la mañana, que no les calentaba el colodrillo, se les había adelantado en la escalada. La Atalaya del Manar relucía como un diamante engastado en la serranía. Alcanzaron al fin el pie del cerro de La Teta. Por sus faldas serpenteaba el sendero al que había quedado reducida la vieja calzada romana de Sexi a Illíberis. Boabdil recordaba que los romanos habían usado la rueda como elemento de transporte. En cambio, los nativos, quizá respetando a sus ancestros como viandantes e inquilinos del desierto, como hijos de un hábitat casi imposible, que habían preferido las recuas como forma de transporte más ligera, muchísimo más rápido y más manejera que el carro, lo habían suplantado por obsoleto. Su pueblo había introducido el uso del camello, la galera del desierto, pero los granadinos no le habían mostrado demasiado interés porque prefirieron la solidez y la resistencia del mulo, la majestuosa velocidad del caballo y la sobria sencillez del asno... También introdujeron la jineta, ese valiente y hábil depredador, el comedor de serpientes por excelencia, y el cultivo de la caña de azúcar... Su pueblo, el pueblo musulmán español, desde el emirato de Córdoba, el califato, los taifatos y el Reino de Granada había difundido luz sobre la cultura occidental. Divulgaron la medicina moderna y la astronomía, la filosofía griega y las matemáticas más avanzadas y le transfirieron a Europa la numeración arábiga, que habían copiado en la India... Algunos militares, como el mismísimo Al-Mansur-Bih-Lah, les enseñaron el arte de guerrear. En las fraguas de Toledo se forjaron los mejores aceros del mundo, en sus sinagogas se cristianizaron los grandes filósofos griegos, en sus hospitales se formaron los mejores médicos de la tierra... Y todo eso quedaba atrás, quizá borrado para siempre de la memoria de La Humanidad. El sol empezó a derretir furioso el hielo de la mañana cuando alcanzaban el vado del puerto. Muchos de sus súbditos, casi todos los seguidores más inquebrantables, pugnaban todavía con las rampas más duras de la montaña. A un lado empezaban las bravias panorámicas del ahora llamado Val de Alecrín; al otro, las últimas imágenes de Granada. Boabdil captó en un reojo que los caballeros vestían sus mejores galas y se alegró grandemente porque pensaba que una cosa era ser un pueblo derrotado y deportado y otra muy diferente ser como los cristianos: un pueblo de cochinos. Se habían vestido de fiesta, como si quisieran transmitirle que se sentían jubilosos por su compañía y por permanecer a su lado. Otros, que le mostraban desafiantes las vestiduras de guerra: cimitarra al cinto, daga, ballesta y aljaba, parecían insinuarle sus inclinaciones, pues hubieran preferido morir en buena lid antes que abandonar humillados la ciudad. Eran muchos los que todavía estaban dispuestos a perder la vida y hasta la última gota de sangre por defenderlo... El sol se había enseñoreado de Sulayr
Parecía como si hubieran encendido una abrasadora hoguera sobre el cerro dedicado a su padre, sobre El Veleta y sobre el Cerro del Caballo, que vestían la blanca túnica de la inocencia o quizá de la blanca pena y del luto por verlos marchar. El tiempo había despejado. Boabdil sintió deseos de darle una última mirada a Granada, a la vega y a la Alhambra. Aprovechando el rellano del portichuelo que le mostraba el sendero hacia el sur, giró atrás y avanzó unos pasos en dirección contraria..., hasta que coronó el cerro de “La Teta”. Su madre, su esposa, sus hermanos y cuñados y algunos miembros del séquito lo acompañaron. Se detuvo unos instantes examinando el horizonte, para saciarse con la bella perspectiva. Su madre y su esposa le respetaron el silencio. Los caballeros sentían gran pesar por las amarguras del rey. Tan solo sonaban los cascos de las caballerías, el titilar de las espuelas y el chozpar de los potrillos a reata de los palafrenes. El aura matinal silbaba en los hojines de los recios pinos que sombreaban el camino. Boabdil se hartó de paisaje... Unos momentos después, manteniendo el duro silencio,
giró su tordo para reemprender el camino con todo el decoro posible. Y nadie le oyó proferir ni una sola palabra. Bajando la serpenteante y estrecha senda que bordeaban tajos de varios metros de altura, salieron de las pendientes más pronunciadas para hollar las primeras labores del Valle de Lecrín. Como media legua más adelante los saludó el Cerro de La Muela. El Manar mostraba su virilidad con un fuerte espolón de pedriza donde nadie consiguió jamás abrir un hoyo. Boabdil pensó que le parecía como si el duro cerro amparara a la fortaleza de la Villa de El Padul. Bajo ella examinó la abrumadora fecundidad de las tierras que se desparramaban a su alrededor. Las fincas sembradas, las barbechadas y los rastrojos se salpicaban con una caprichosa promiscuidad incomparablemente bella, donde los frutales encubrían sus atributos en la desnudez invernal. A medida que alejaban la vista del pueblo, aparecían los juncos y las carriceras, las aneas y espadañas y las gramas sanas y azulonas que formaban el paúl, en los dominios de la laguna del Margen. -¡Que bonitos terrenos abandonamos, Abú!- le dijo su esposa, casi al oído, quizá con la intención de distraerlo, de sacarlo del mutismo y de aliviarle las penas, como siempre hizo en la vida. -Sí- admitió el rey- Por ello me llevo más tristeza: por la pérdida de este vergel y por la ausencia de mis hijos, prisioneros del inclemente infiel. A las afueras del pueblo, en la explanada de eras empedradas que bordeaba la acequia del lugar, aguardaban los arrieros y las recuas. Había llegado la hora de almorzar. Pero cientos de vecinos, desoyendo todas las recomendaciones, lo aclamaron fervorosos, casi hasta derribar su rocosa entereza. Morayma prorrumpió en un llanto amargo y silencioso; conmovida también, Aixa le ayudó a secarse las lágrimas con un pañuelo de hierbas, tejido en algodón egipcio. Temiendo perder la integridad, Boabdil les agradeció su adhesión y les rogó que guardaran silencio porque le inquietaba despertar las iras del cristiano; lo que no pudo evitar el rey fue que un anciano de pelo blanco, casi ciego, de ojos nublados por las cataratas y voz trémula, quizá por los años, quizá por la pena, se adelantara hacia él torpe y tembloroso. Lo prendían de los brazos dos jóvenes de almalafa y turbante que lo sostenían con levedad, con sumo tiento. -¡Aben Ahmar Al Badulí!
¡Mi gran maestro y preceptor!- Exclamó el monarca, echando pie a tierra y abrazando al anciano.-¡No sabes cuanto me alegra el saber que todavía estás vivo! ¡ Que Alá te conserve la vida por muchos años y te devuelva la vista y la firmeza que ya te faltan. Aben- Ahmar Al- Al Badulí había sido su mentor y el mejor de sus consejeros. Boabdil le guardaba un afecto superior al que le había profesado a su propio padre porque siempre lo había orientado por el lugar atinado. - Pues sí, mi señor- le confirmó el anciano- Para mi desgracia, Alá me mantiene la vida porque hubiera preferido morir mil veces antes que veros humillado por el infiel. El mal de la blancura, las cataratas, ha cegado mis ojos pero mi tacto y mis oídos me dicen que seguís siendo aquel zagalillo travieso y candoroso, truhanuelo e ingenioso al que tanto amé y tanto amo... -Puedes seguirme nombrando como otrora, Abenamar. ¿Por qué no me nombras ya como mi Seguir Abú? Mi amor por ti sigue siendo el mismo. - Os eduqué, majestad, en la cordura y en la razón, en la reflexión y en el sentido común y vos sois la mejor de las obras que he pergeñado en mi vida. Cualquiera podrá decir en los siglos venideros que no fuisteis un gran militar; lo que nadie podrá cuestionar es que fuisteis la mejor de las personas que se pasearon por el Reino de Granada en toda su historia, el más honesto de los granadinos... Boabdil invitó a su mentor a compartir con ellos el primer ágape del día. El mismo y Morayma le alargaban los alimentos, se los depositaban en las manos y el buen anciano deglutía despacioso y señorial, con toda pulcritud. Boabdil le analizaba el rostro con la confianza del que sabe que no va a despertar ninguna intranquilidad en la persona observada, al estudiar todos y cada uno de sus movimientos conscientes e inconscientes y sus actos reflejos. -Vosotros, maestro Abenamar, los vecinos del Padul y del Valle de Lecrín, redimisteis de muchas hambres a los granadinos en los días más duros del asedio infiel. Jamás se me olvidará que tú fuiste de casa en casa pidiendo socorros alimenticios para la ciudad asediada. Y siempre me respondisteis positivamente. Las castañas de los castañares supervivientes del Chiribaile alimentaron a los granadinos más necesitados, a los niños, a los ancianos y a los enfermos que no tenían nada que comer... Vosotros recolectabais los erizos de la finca de mi esposa, de La Sultana, que nos enviabais a Granada aprovechando el amparo de la noche para que el cristiano no os asaltara en el camino. Y cuando sus mesnaderos los talaron, hicisteis que los molinos trajinaran de noche para servimos a hurtadillas, también en la noche, harinas de trigo y de cebada
para el pan, las migas y las gachas... Hasta cuatro veces vine a esta villa para reclamaros un socorro que siempre me prestasteis... El aceite de los acebuches de Restábal y de Saleres jamás faltó en las lámparas de nuestras mezquitas ni en nuestras sartenes... La solidaridad nunca huelga entre los ciudadanos de un pueblo creyente y devoto que sufre frente al enemigo... Pero lo que más te agradeceremos, lo que recordaremos eternamente es que, cuando las revueltas del traidor Ben S'aad y de los zegríes, tú amparaste, ocultaste y defendiste a mis dos hermanos menores, Abderramán y Yuza, que salvaron la vida gracias a ti y a los tuyos. Míralos a los dos, deseando abrazaros a todos porque tú fuiste un verdadero padre para ambos...; y tus hijos, más que hermanos... Pero ya nos ves, mi querido maestro... El infiel nos ha derrotado porque sus fuerzas y sus recursos son superiores a los nuestros... Nos ha expulsado de Granada... y hacemos un camino sin retorno. -Boabdil lo miraba con el habla entrecortada por un nudo en la garganta. Aunque ciego, el anciano derramó unas lágrimas amargas que añadieron emoción a la voz del rey.- Jamás hallaré en la vida súbditos tan fíeles ni tan solidarios como vosotros... Ahora, sin dilación, habremos de reemprender el camino... Mañana, si Alá lo provee, maestro, es posible que alcancemos Cádiar o Narila y, para la tarde del tercer día, comeremos en la capital de mi nuevo feudo. -He sabido, señor, que nuestra señora reina, Morayma, hubo de vender su finca de La Sultana, del Chiribaile.- Comentó Abenamar, dolido por la circunstancia. -Sí, mi querido maestro- le confirmó Boabdil.- Fue casi al final del proceso negociador para las capitulaciones. Las vías de suministro estaban cortadas, el Val de Alecrín no podía prestamos más suministros porque ya carecíais de ellos y las arcas de La Alhambra estaban completamente vacías. El cristiano se demoró en las ayudas
y los banqueros judíos me denegaron el socorro. Como había que alimentar a muchos servidores sin recursos, no nos quedó otra alternativa que vender. -¿Es cierto que la compró un judío?- Quiso saber Abenamar, que recelaba que el nuevo propietario pudiera exigirles a los vecinos algunas servidumbres subsidiarias, como la recolección gratuita de los escasos frutos que todavía generaba. -Sí.- Confirmó Boabdil.- Nos la compró un judío del que se comentaba que se hallaba en tratos para convertirse al cristianismo. Nos pagó una miseria, una cantidad casi testimonial que sin embargo nos sirvió para alimentar a muchas personas durante la semana que se retrasó el socorro cristiano. -Pues lo siento enormemente, mi señor, -dijo Abenamar, asumiendo tácitamente las posibles dependencias que les pudieran dimanar de la transacción- porque vuestras penas originan nuestro llanto. Que el gran Alá os colme de venturas, de felicidad y de aciertos... Que vuestra mano nunca tiemble ni se oscurezca vuestra mente cuando hayáis de decidir sobre alguna cuestión difícil de sentenciar. Y que nunca se os olvide la principal máxima que quise inculcaros desde vuestra más tierna infancia: que la fuerza de vuestro corazón no se sobreponga al equilibrio de vuestra razón. Así, majestad, seréis feliz en cualquier lugar... |