Apuntes para una Novela Histórica

(La monja morisca)

Sacado del enlace indicado más arriba. Es una bella novela basada en la historia de una doncella de Morayma que luego termino de monja. Es un hermoso alegato en defensa del entendimiento entre culturas.

 

El autor

Me alegró mucho que te pareciera entretenida la novela o relato que escribí entre el verano y las navidades de 2006. Soy el autor de todos los relatos y fotografías que figuran en mi bloj. La historia fue surgiendo a raíz de una leyenda que circula por Santiago de Compostela, investigándola comprobé que era solo eso, una leyenda...pero me apasiono la historia de la caída del reino de Granada, tantas veces contada, así, que con mucha base histórica y con algo de imaginación por mi parte fui escribiendo estos capítulos y colgándolos en la red. Y la verdad es que gustaron bastante, casi dos mil visitas en el bloj mientras escribía el relato. Tengo una versión revisada y corregida que te adjunto en este correo. (Es la que sigue a continuación)

Fernando González Neira.


Capítulo I

  La Visita

El amor que no puede sufrir no es digno de ese nombre
Santa Clara de Asís

Aunque ya llevaba en Santiago varios años, Saleta seguía deleitándose con los paseos por la parte vieja de la ciudad. Le gustaba ir a los sitios sin prisa, mirando las casas, las galerías blancas, los escudos de piedra de las fachadas, intentando descubrir algún detalle que hubiera permanecido oculto a sus ojos hasta ese momento.

Salió de casa temprano, aunque ya estaba en vacaciones de Navidad, prefería seguir con el horario laboral, así aprovechaba los cortos días de invierno. Aquella mañana se dirigía a visitar a su tía abuela al convento de Santa Clara, del cual era superiora. La visitaba tres o cuatro veces al año, era la única familia que tenía en la ciudad, además estaba agradecida a la ayuda que le había prestado para conseguir su trabajo, y sobre todo le encantaba ese viaje en el tiempo que suponía entrar entre esos muros.

La madre Encarnación era hermana de su abuelo paterno, y había tomado los hábitos con veintitrés años, en 1959. Era una mujer agradable y educada, que mimaba a Saleta como si fuera su nieta. A la joven le gustaba hablar con ella, sentadas en el claustro o en el huerto si la lluvia compostelana lo permitía. La monja preguntaba y escuchaba atentamente las explicaciones que su sobrina le daba sobre todo lo que ocurría en la ciudad, en su trabajo y en la familia. Con el paso de los años la madre Encarnación recibía cada vez menos visitas, sus hermanos habían muerto, y sus sobrinos se olvidaban poco a poco de ella, por no hablar de sus sobrinos nietos, a la mayoría de los cuales ni siquiera conocía.

Cuando Saleta optó a la plaza de bibliotecaria de la Universidad de Santiago de Compostela, ella, haciendo una excepción a sus costumbres, había llamado al Arzobispo para que interfiriera a su favor y lo cierto es que la joven consiguió el trabajo, aunque nunca le quedó claro si su tía abuela había sido responsable de ello.

Saleta atravesó todo el casco antiguo de la ciudad, desde el Franco, subió a Platerías, y de allí a la Quintana. Por la Vía Sacra llegó a la plaza de Cervantes, y de allí por la Argalia de Arriba salió a San Roque, desde donde diviso ya el convento de Santa Clara.

El gran cubo que constituía el edificio, coronado con aquellas enormes chimeneas, se adornaba con una fachada barroca, que, como decían las guías turísticas, servia como telón de decorado detrás del cual se encontraba la iglesia. La joven no podía dejar de observar esa fachada cada vez que llegaba ante ella. Santiago tenía más obras de este tipo, esplendor barroco para tapar los siglos de las piedras. Hasta el Obradoiro escondía en su interior la sencilla y bella portada románica de la primitiva catedral.

Miraba el enorme cilindro con que se coronaba el edificio, y absorta en sus pensamientos no se dio cuenta que un grupo de mujeres subía la escalinata y se dirigía hacia donde ella se encontraba, de pie, con la cabeza inclinada hacia al cielo y la vista fija en aquella piedra. Se sobresaltó cuando la mayor de las mujeres le preguntó – Buenos días, ¿por favor, nos podía indicar como hablar con las hermanas? – Saleta les señaló la puerta del torno y devolvió una sonrisa a sus agradecimientos. La mujer siguió la conversación – venimos a traer los huevos a Santa Clara, por mi hija – señalaba a la joven que acompañada de sus hermanas o amigas se dirigía a llamar al timbre con una pequeña bolsa de papel en sus manos. Se lo ponían difícil a la Santa, casarse en invierno en Santiago y pedir que no lloviera….

La hermana tornera tomo los huevos y cruzó unas palabras con las jóvenes, mientras que la madre de la novia seguía explicándole los pormenores de la boda a Saleta, la cual empezaba a sentirse incomoda. Era como si aquella mujer le recordara su soltería.

Cuando fueron despachadas la tornera se fijó en Saleta, la reconoció y con una sonrisa le indicó la puerta para que entrara: Ave María Purísima. Contestó un "Sin Pecado Concebida" tímidamente, como si estuviera haciendo algo que le resultaba ridículo. La monja sorprendida y emocionada por la visita le señaló que la madre superiora estaba en la capilla en sus oraciones y le indicó que fuese hasta allí.

Al entrar en la iglesia observo el retablo barroco del altar mayor, pero su tía no se encontraba ante él, sino en la pequeña capilla de Santa Clara, con la mirada fija en la imagen de la santa. Sor Encarnación tenía una admiración por Santa Clara de Asís casi obsesiva. Saleta recordaba que en su primera visita al convento su tía le había contado su vida, como había renunciado a su posición noble y había conseguido fundar una orden dedicada a vivir en la pobreza.

Sor Encarnación se levantó de un salto cuando vio a su sobrina y olvidando la solemnidad del lugar se lanzó a sus brazos, emocionada como nunca antes Saleta la había visto – ¡Niña, esperaba verte con ansia, Dios ha escuchado mis oraciones! – Saleta se estremeció y le pregunto rápidamente si le ocurría algo, y como es que no la había hecho llamar. Sor Encarnación la tranquilizó, todas estaban perfectamente, hasta Sor Escolástica, que pasaba de los ochenta años, gozaba de una salud de hierro. - Se trata de otra cosa, pero sabía que antes de Navidad recibiría tu visita y prefiero no mandar mensajes al exterior…- Saleta observó cierto tono enigmático en esta última frase, pero antes de poder preguntar nada ya la estaba guiando al interior de la clausura.

Nunca antes había entrado en esa parte del convento, empezaba a intuir que algo fuera de lo habitual pasaba allí. Pasaron por el pasillo al que se abrían las celdas de las hermanas y al final del mismo entraron en el despacho de la madre superiora.

La monja pasó a su mesa e indicó a su sobrina que tomase asiento. Respiró profundamente y mirándola a los ojos murmuro…no se como empezar…pero antes de que Saleta dijera nada, sor Encarnación comenzó su discurso.

Como bien sabes constituimos una de las comunidades más antiguas de esta ciudad…y estamos en peligro de desaparecer. Solo somos seis hermanas y hace 20 años que no ingresa ninguna novicia. La dirección de la orden, los padres franciscanos, piensan en cerrarlo, trasladarnos a otros conventos de clarisas de España, y así poder disponer de este edificio, para alquilarlo y que hagan otro hotel de lujo aquí, como hicieron con el convento de San Francisco. Las decisiones las toman en Salamanca, donde esta la sede de nuestra federación, y las hermanas clarisas poco podemos decir. Esta situación nos pesa como una lápida desde hace ya algunos años, pero por ahora hemos podido capear el temporal, recurriendo a nuestras amistades e influencias…recuerda que algún día en esta ciudad éramos llamadas las señoras de Santa Clara, y quien marca nuestra jurisdicción es directamente el obispado.

Es cierto que desde la fundación del convento en el siglo XIII por la reina Violante, mujer de Alfonso X el Sabio, este se había constituido en el lugar de enclaustración de mujeres procedentes de las familias más nobles de Galicia. Sotomayor, Montenegro, Andrade…eran algunos de los apellidos que habían llevado sus hermanas antes de procesar. Esto había hecho que con el paso de los siglos el convento se enriqueciera por las dotes de sus novicias y en la actualidad pudieran vivir de las rentas que diversos inmuebles de la ciudad les proporcionaban, si bien esto no era algo permitido estrictamente por su regla.

A pesar de ello la comunidad había menguado a lo largo del siglo XX, y no por la dureza de su regla, quizás precisamente por que las jóvenes que buscaban en estos tiempos la clausura preferían órdenes más estrictas.

Saleta estaba sin palabras. Su tía prosiguió: Rezamos a la Virgen Santa y  a Santa Clara para que nos ayudara. Primero pedimos novicias, pensando en que un aumento del número de hermanas pararía los planes de los superiores…después solo nos quedo pedir un milagro…el despacho se quedo en silencio después de estas palabras hasta que un suspiro de la monja lo rompió…y hace dos semanas ese milagro se produjo

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Aunque el huerto esta bastante abandonado, seguimos plantando verduras y hortalizas para nuestra subsistencia. No como antiguamente  que cada hermana disponía de un trozo del huerto para plantar sus cosas. Hace dos semanas decidimos limpiar la zona norte, donde crecían unos cipreses muy viejos y que estaban en muy mal estado. Después de que contratáramos a unos hombres que los talaron, dos hermanas llevaban unos días excavando para retirar las raíces, hasta que un día el azadón de una de ellas se topó con algo…Saleta mantenía los ojos totalmente abiertos y fijos en su tía, que hablaba como si estuviera contando una antigua leyenda. La monja detuvo el relato para tomar aliento y la joven se apresuro a preguntar: ¿Qué? ¿Qué encontrasteis?

Sor Encarnación se levantó, abrió la puerta lateral del despacho que comunicaba con la biblioteca. Allí, Sor Ángela, la hermana bibliotecaria leía detrás de una montaña de libros. La superiora le hizo un gesto y las dos monjas acompañaron a la joven hacia una mesa en el fondo de la sala, sobre la que se encontraba una vasija de barro, abierta en su vientre por el golpe del azadón que la encontró. Los fragmentos se ordenaban de una forma limpia alrededor de la vasija, como si se le hubiera practicado la autopsia y los órganos se ordenaran para su estudio. Saleta se aproximó más, observó el recipiente de barro, sin ninguna inscripción, y comprendió que en el interior de la misma debía de encontrase algo que constituía el milagro del que su tía hablaba.

Efectivamente, mientras observaba los fragmentos, Sor Ángela tomó un bulto cubierto por un paño limpio de  la mesa contigua, lo acercó a la zona iluminada y lo descubrió. Un pequeño montón de papeles antiguos y amarillentos quedó ante sus ojos. Saleta se acercó a ellos, lentamente, mientras las monjas la observaban con una sonrisa casi estúpida en sus caras.

Tomó el primer folio, era difícil leer lo que ponía, era un texto antiguo, y el papel parecía muy frágil. Saleta reconoció enseguida que se trataba de algo del siglo XV o XVI. Tras un primer vistazo general al texto, comenzó a leerlo en silencio, hasta que sorprendida notó como se le erizaba la piel. Sor Encarnación, ansiosa, le dijo que leyera en alto. La joven tragó saliva y comenzó:

 Yo, Sor Isabel de Granada, abadesa de esta santa casa de Santa Clara de Compostela, escribo estas mis últimas voluntades en el año del Señor de 1549, para gloria de Dios y regocijo de mis hermanas, a las que hago depositarias de mi legado…

 


Capítulo II

 La Leyenda

Una lejana campanilla en el pasillo sacó a las tres mujeres del ensimismamiento en el que se encontraban; cuando Saleta iba a pedir explicaciones sobre lo que tenía ante ella, Sor Encarnación, como volviendo de pronto a la vida terrenal, prestó atención a la campana y comentó rápidamente: la hora de comer, niña comes con nosotras y luego hablamos. No hubo oportunidad a réplica. Saleta y sor Ángela siguieron en silencio a la superiora hasta el refectorio.

Allí esperaba el resto de la comunidad, otras cuatro monjitas, de pie sonriendo a Saleta con cara de gratitud. La hermana tornera había avisado a las demás de la visita y todas estaban impacientes por verla. Sor Encarnación mandó sentar a sus monjas, y como día excepcional, ninguna leería durante la comida, pero seguirían comiendo en silencio como siempre. Se dirigió luego a su sobrina para que bendijera la mesa. Saleta se puso tan nerviosa como cuando tenía en el pasado un examen oral. Eligió una fórmula rápida y clásica, y todas las monjas dijeron un amen al unísono, como si suspiraran placidamente.

En el silencio de aquella comida, Saleta intentaba recapitular todo lo que había ocurrido en la biblioteca del convento, miraba de reojo al resto de las comensales que ajenas a ella, saboreaban la sopa. Solo la anciana sor Escolástica cruzó su mirada con la de ella, y le sonrió con complicidad.

Sor Isabel de Granada, en 1549 escribe su testamento en este convento – pensaba Saleta – pero… suponiendo que se trata de una persona anciana, que en el siglo XVI era tener unos 60 años, difícilmente 70, estamos hablando de alguien que nació sobre 1490, o quizás antes…se trata de una granadina anterior a la capitulación del reino nazarí.

Saleta conocía bien Granada. Después de licenciarse en Historia en la Universidad de Oviedo, y buscando una salida profesional a su formación, se matriculó en la entonces recién inaugurada Escuela de Biblioteconomía y Documentación de Granada. Allí había conocido a Tomás, con el que había formado pareja durante cinco años. Licenciado también en Historia, le había enseñado muchas cosas sobre el reino nazarí. Saleta se sorprendía que los hechos de esta mañana la llevaran a su época granadina y rescataran de su memoria a personajes como Tomás…hacia ya hacía tiempo que no se acordaba de él.

Seguía encerrada en sus pensamientos cuando la comida terminó, todas se levantaron y sor Encarnación cogió del brazo a Saleta y la condujo nuevamente a la biblioteca. Sor Ángela y sor Escolástica las siguieron.

La joven se sentó en una mesa vacía y las tres monjas se repartieron en sillas a su alrededor. Saleta rompió el silencio: ¿Qué son esos documentos que encontrasteis? Sor Encarnación, sin perder la sonrisa, le respondió que precisamente querían que ella se lo aclarase. Saleta se empezó a plantear el mandar a las monjas a la porra, pero la superiora, como solía hacer siempre, rompió el silencio con un pequeño discurso.

Todos los conventos y monasterios tienen su historia…y sus leyendas. Este no iba a ser menos. De generación en generación, de hermanas mayores a novicias, se cuenta la historia de sor Isabel, que fue abadesa de esta casa, después de abrazar el cristianismo, ya que había nacido musulmana, de hecho era la hija de Boabdil, el último rey moro de Granada. La propia Isabel la Católica la amadrino y le puso su mismo nombre.

Saleta se quedó sin palabras. De qué hablaba esa mujer. Jamás había oído tal cosa en sus años de estudio, ni en Oviedo, ni en Granada. Sobre Boabdil hay una gran leyenda romántica, pero nunca aparecía en ella una hija que abrazara el cristianismo y se metiera a monja. Nuevamente Saleta sentía la sensación de estar viviendo algo absurdo.

Sor Escolástica carraspeo, todas guardaron silencio. La anciana era venerada en el convento más incluso que la propia madre superiora. La historia de esta monja si que parecía de leyenda, pero era totalmente real. Había llegado allí una noche de 1936, con apenas 12 años, la acompañaban sus padres, un médico leones afincado en Santiago y su mujer. Venían escondiéndose por la calles, escapando de unos hombres que los querían detener por sus ideas republicanas. En el convento no se atrevieron a darles cobijo, pero se comprometieron a cuidar a la niña hasta que ellos volvieran a buscarla. Así pasaron los meses, y luego los años, y nunca nadie volvió a reclamarla.

Cuando finalizó la guerra las hermanas intentaron buscar a los padres o a otros familiares, con la discreción que en aquellos tiempos había que guardar sobre estos temas. Nunca se supo de ellos. Algunos dijeron que habían muerto la misma noche que dejaron a su hija, otros durante la contienda en algún lugar de España.

Lo cierto es que la pequeña Teresa se adaptó bien al convento. Educada y culta, encontró en la orden franciscana un ideal de pobreza y entrega que le recordaba a las ideas marxistas de su padre. Estudió los libros de teología, y la vida de los santos, y decidió hacerse novicia. Adoptó el nombre de sor Escolástica cuando se ordeno, como tributo a la enseñanza religiosa y filosófica que la había inspirado.

 Esta mujer era la memoria viva de la comunidad, a pesar de su edad recordaba todas las historias del convento, tal y como se habían ido transmitiendo a lo largo de los años. Había sido la hermana bibliotecaria la mayor parte de su vida, hasta que la edad le impidió trabajar horas limpiando, clasificando y conservando los testos.

Sor Escolástica se levantó, lentamente se dirigió hacia una estantería y tomó un antiguo libro de ella, volvió a la mesa, se sentó nuevamente y volvió a carraspear:

-  Siempre oí la historia de sor Isabel, desde niña, forma parte de esta casa. Es cierto que no existe documentación sobre este personaje, pero siempre la he creído. En los años cincuenta comencé a reordenar y clasificar esta biblioteca, y entre las muchas joyas que encontré apareció este libro, Historia del Convento de Santa Clara de Santiago de Compostela, escrito por Sor Mayor de Caamaño y Mendoza, que tiene fecha de edición 1720. Se trata de una edición impresa de un manuscrito que se encontró en esta misma biblioteca, y que desgraciadamente ha desaparecido. Dicho manuscrito parece que fue escrito por Sor Mayor de Caamaño, y sabemos, según ella misma cuenta, que nació en 1539, en Villagarcía de Arosa, donde su padre ostentaba el titulo de señor de Rubianes. Así esta mujer se hizo clarisa cuando la memoria de sor Isabel de Granada era todavía reciente.

Acerco el libro a sor Ángela que lo abrió por una página señalada y leyó en voz alta:

y desta gran reyna y señora recibió el convento una gran dote por su afillada Isabel, que no era menos noble que ella, pues por ella corría la sangre de los reyes de Granada, y como infanta fue tratada en esta casa, donde llego a abadesa.

Saleta se puso en pie. Las monjas quisieron dar más explicaciones, pero la joven con un gesto las hizo callar, y en voz alta empezó a recapitular toda la información que hasta entonces le habían hecho llegar: Así que encontrasteis el testamento de una monja que vivió aquí en el siglo XVI, que era una princesa nazarí, convertida al cristianismo, y ahijada nada menos que de Isabel la Católica. Que llegó a ser abadesa, y que en los últimos momentos de su vida, decide hacer un legado a sus hermanas…pero qué tenía ella que dejar al convento, su dote había sido entregado ya por su madrina, y ella como manda vuestra regla, vivía en la pobreza.

Esto que Saleta enunciaba con cierta ironía e incredulidad, las monjas lo escuchaban con admiración, como si estuvieran satisfechas de que la joven lo hubiese comprendido todo.

Veo varias cosas que no logro aclarar – prosiguió la joven – como por qué nunca había escuchado algún dato sobre esta princesa granadina. Y el testimonio de  la hermana Mayor de Caamaño ¿es fiable, o solo recoge una tradición oral del convento?, quizás hasta fue ella misma la que enterró la vasija con un supuesto testamento de la princesa monja... y después esta el asunto del legado… ¿de qué se trata?, y por último... ¿Por que suponéis que esta historia podía significar la salvación del convento?

Sor Encarnación indicó a las hermanas que salieran de la biblioteca, el silencio se hizo molesto hasta que la puerta se cerró detrás de ellas. Entonces la superiora miró a su sobrina con ternura, y en un tono sincero y llano, no como solía hablar normalmente, sin pomposidad, le explicó sus planes.

Es probable que este pecando, yo y mis hermanas, pues nosotras deberíamos aceptar el destino del convento. No poseemos nada, todo lo que ves pertenece a la orden. Las clarisas, las damas pobres de Santa Clara, se fundaron como una orden mendigante, y aunque el Papa tardo en recocer esto a la propia Fundadora, fue una de las premisas de nuestra orden desde sus comienzos. En los años posteriores esta regla se relajo, también por mandato papal, lo cual hizo posible que las clarisas progresaran en la historia. Ser estrictamente pobres supone no poder arreglar nuestras casas, ni ampliarlas, ni mantener las comunidades. Seguir la estricta pobreza de la fundadora seria imposible en nuestros tiempos.

No se responder a tus dudas sobre el testamento de sor Isabel, no hemos podido entender bien el texto, entre el lenguaje y el mal estado de algunos de los folios, nos perdemos. Puede que solo sea algo espiritual, o puede que sea algo material...y si es así, puede que nunca podamos recuperarlo…imagínate que nos dejase el palacio de la Alhambra por ejemplo – las dos mujeres rieron – pero creemos en la Providencia Divina, y que nuestras oraciones han sido escuchadas. El hecho de que esto ocurra en este momento de la historia, donde el convento esta a punto de desaparecer nos ha llenado de ilusión, de la ilusión que habíamos perdido.

Tu formas parte de esta Providencia. Que seas mi sobrina, licenciada en Historia; bibliotecaria con conocimientos sobre documentos antiguos; que conozcas Granada… eres la persona señalada para ayudarnos. No sabemos a donde nos llevará esto. Si sólo se trata de reconocer la autenticidad del documento, sin nada más, haremos público el hecho, buscaremos publicidad que atraiga la curiosidad sobre el convento; intentaremos salir del olvido y destacar nuestra historia en esta ciudad. Si el documento nos supone algún tipo de enriquecimiento mejor todavía, ya ves que soy sincera. Sólo te pido que nos ayudes.

Saleta, aunque nunca había sido una mujer intrépida, estaba atrapada por lo que suponía hacer este trabajo, era algo aventurero e interesante, que seguro le haría disfrutar más que su trabajo habitual. Le dijo que las ayudaría casi sin pensarlo, que contaran con ella para intentar descubrir que se encontraba detrás de ese texto.

Sor Encarnación satisfecha se levantó de la mesa, y en un gesto teatral, puso una Biblia sobre ella, pidiéndole a su sobrina que jurara las condiciones que ella imponía para esta tarea.

- Nunca debes revelar a nadie en lo que estas trabajando. Nunca saldrán del convento los textos originales. Deberás ser cauta, sobre todo en lo que se refiere a la información que obtengas de personas vinculadas a la Iglesia o a la Universidad, o en general a cualquier estamento público. Todos los pasos y avances que des me los deberás comunicar directamente a mí. Sor Ángela es una excelente ayuda, la pongo a tu disposición para lo que la necesites.

Saleta, casi sin pensar lo que hacía, puso tímidamente la mano sobre la Biblia, y dijo: Lo juro.

 


Capítulo III

 La investigación

 Los meses que siguieron a aquella Navidad fueron de gran actividad. En el convento se había montado un centro de operaciones, digno de cualquier película de espionaje. Una de las antiguas celdas del piso superior, las que habían correspondido antiguamente a las grandes damas – monjas, se transformo en una oficina improvisada, como si se estuviera coordinando desde allí una resistencia secreta contra un ejercito invasor.

Estas celdas constaban de tres compartimentos, una habitación principal que se abría al pasillo, y dos huecos laterales, a modo de pequeñas celdas, donde las señoras de Santa Clara disponían de su criada, cocinera o costurera…eran cosas de otra época de esta clausura, que Saleta descubría poco a poco y casi a diario.

En la habitación principal una enorme chimenea calentaba antiguamente la estancia, alrededor de la cual, las monjas bordaban los ajuares para las novias y recién nacidos de las familias adineradas de Compostela. Allí se habían dispuesto dos mesas con sus sillas, y unas estanterías para los libros que Saleta manejaba. La joven había instalado allí su ordenador y su impresora portátiles y un escáner, y había colocado en la pared un enorme tablero de corcho, donde sujetaba los esquemas, textos, dibujos y notas que generaba a diario.

Las tardes de aquel invierno, con alguna excepción, las pasaba Saleta en esa celda, leyendo textos, y trabajando en descifrar los folios del que ya era llamado en el convento “testamento de sor Isabel”. Sor Ángela se convirtió en su secretaria, y a fuerza de trabajar juntas nació entre ellas una buena amistad. Saleta se sorprendió de la capacidad de trabajo de la monja, y de sus conocimientos. La hermana Ángela era la más joven del cenobio, hacia unos veinte años que había tomado los hábitos, y tendría aproximadamente unos cuarenta y muchos, quizás cincuenta. En su rostro, enmarcado por la toga, se apreciaba aún que había sido una mujer muy bella. Sus facciones eran agradables, atractivas, su nariz recta y sus ojos verdes recordaban a una actriz de cine de los años cincuenta.

Era madrileña, hija de buena familia y educada en buenos colegios; un esplendido expediente académico en la facultad de Económicas le había abierto las puertas de una importante consultora, donde en pocos años había conseguido ser una gran directiva. Pero este ritmo de estudio y trabajo no suponía que Ángela se pasara el tiempo encerrada; más aún, su afición a la noche madrileña y los ambientes transgresores era tan alta como la que sentía por su trabajo. Así su vida transcurría entre su despacho en la Castellana, y las noches en Malasaña.

Sin que nadie de su entorno se lo explicara, un día la ejecutiva, tras leer un artículo sobre un cura del Bierzo que estaba recuperando y señalizando el camino de Santiago, pidió un descanso en su empresa, tomo una mochila, y tras unas horas de autobús se planto en Burgos, y allí comenzó su peregrinación a Santiago. En las horas de camino en solitario, en las noches en los pequeños albergues, Ángela medito sobre su vida, como hacen todos los peregrinos. Y cuando llegó a Santiago tenía la convicción firme de que su vida tenía que cambiar. Se topo con las clarisas, como se pudo topar con las pelayas o las dominicas, y decidió ingresar en el convento. En Madrid pasó a ser una leyenda, uno de esos chismes que se cuentan y nadie cree. Incluso se decía que un amigo suyo director de cine se había inspirado en su historia para una de sus películas.

El primer paso de la investigación consistió en clasificar, ordenar y limpiar los folios que constituían el “testamento”. Se considero que el orden de los mismos era el que tenían dentro de la vasija, de tal forma que al introducir el montón doblado por la boca del recipiente, el último folio quedaba en contacto con el barro, y el primero era el más protegido por quedar en el centro. Los catorces folios fueron secados con aire caliente, limpiados con suaves brochas, y se les quitaron pequeñas costras de humedad que habían salido en algunos puntos. Todos fueron descritos por Saleta exhaustivamente, sus medidas, color, número de párrafos y estado de conservación. Todo quedaba registrado. Después los “escaneo”, pulverizo un spray conservador y los cubrió con un film plástico para protegerlos cuando se manipularan.

Sor Ángela descubría Windows, y sus cualidades del pasado le hacían progresar en los nuevos programas informáticos a una velocidad que dejaba a Saleta pasmada. En el tiempo que no estaba trabajando en el testamento, uso el ordenador para escribir antiguas recetas del convento que estaban en papeles dispersos y diseño hojas de cálculo para llevar las cuentas de la comunidad. Pero si algo le entusiasmaba era descubrir como realizar presentaciones. Jugaba con las diapositivas, montando imágenes y textos, en silencio, como si se encontrara en su antiguo despacho madrileño.

Uno de los aspectos que primero quiso estudiar Saleta fue el hecho del propio encuentro de la vasija. Así que por una parte dio unas ligeras nociones de arqueología a dos de las hermanas para que con cuidado peinaran la zona del huerto que acababa de levantarse tras talar los árboles, y por otra, recopilo información sobre la planta del edificio y el huerto. Aquí surgió una de las primeras curiosidades de la investigación, y es que sor Isabel de Granada no había vivido en este edificio. El antiguo convento, fundado gracias a la dote que entrego Doña Violante en 1260, se asentó en estos terrenos, que había cedido para ello un piadoso burgués compostelano. De ese edificio antiguo no queda prácticamente nada, solo una pequeña parte de la iglesia, pues en el siglo XVII se demolieron los antiguos edificios y se construyeron los actuales. ¿Fue una cuestión de suerte que el testamento fuera enterrado en una zona del solar en la que no se edifico en los siglos posteriores? ….o fue enterrado después de las reformas.

Delimitando la parte del ábside y altar mayor que pertenecían al antiguo convento, Saleta se encontró con algo que también le llamo la atención. Sobre la capilla de Santa Coleta hay una inscripción que recuerda que allí esta enterrada Beatriz Alfonso, nieta de Alfonso X y Violante, que proceso en esta clausura. Se supone que es una inscripción a modo de agradecimiento, por la dote que entrego su abuela; pero no es personaje más importante Isabel de Granada, y con igual o mayor dote, según Sor Mayor de Caamaño, y sobre ella no hay ninguna inscripción…

Hubo que dedicar varios días al texto de Mayor de Caamaño y Mendoza, pero aquí las conclusiones que extrajo Saleta fueron más contundentes. La narración de sor Mayor era bastante fantástica en general. Por contar, incluso narra algún milagro realizado en el convento por la propia Santa Clara. La cita dedicada a Isabel de Granada es escueta, solo menciona que vivió allí, y que Isabel la Católica la amadrino. Probablemente recoja solo lo que oyó en el convento cuando ingreso, ya que es muy difícil que convivieran juntas dada la fechas de nacimiento de Mayor, 1539, y la fecha del testamento de Isabel, 1549.

Pero el mayor problema que encontraron fue el mal estado de los textos, los últimos eran prácticamente ilegibles, y en general las manchas de humedad hacían que, en casi todos, alguno de los párrafos estuviera parcialmente dañado.

Los primeros eran los que contenían frases más comprensibles, y donde las palabras que no se entendían bien se podían intuir por el contexto. Aparentemente era un testamento típico de esa época, escrito por una persona piadosa, donde se encargaba de citar a todos los santos que para ella habían sido de especial devoción y  a los cuales  encomendaba su alma.  En la segunda parte, donde había que intuir más que leer, debido a las manchas de humedad, hablaba de su vida, y entre los santos y la vida se iban once  folios. Los tres folios siguientes parece que se destinan al legado propiamente dicho, y son prácticamente ilegibles. El último folio, también en muy mal estado, contenía la firma de la monja y de los testigos.

Era evidente que la testadora había vivido en el reino nazarí, en Granada, y que había pertenecido a la familia real, podían leerse claramente nombres como Abu I Hassan Ali, Abu ´Abd Alläh,  o Morayma…todos miembros de la casa real, y de finales del siglo XV. La observación de los textos en la pantalla del ordenador les permitía descifrar las palabras más enmarañadas, pero en ningún sitio se decía claramente que era hija de Abu ´Abd Alläh, que los castellanos llamaron Boabdil, y de su esposa Morayma, aunque las referencias a esta reina eran múltiples en todo el texto, claro que más de la mitad de las frases no se podían entender. Hablaba de su nacimiento, de su juventud al lado de la reina Morayma, de la caída del reino y de la muerte de la reina, después se intuye que comienza su vida monacal y sobre el folio diez era casi imposible sacar algo en claro, solo frases sueltas.

La cautela de Saleta al ir rescribiendo la vida se sor Isabel chocaba con el entusiasmo de sor Ángela, que siempre interpretaba más cosas de las que eran objetivamente aceptables. Así se fueron desarrollando dos teorías, una la de la monja, que veía a sor Isabel como una heroína de su época, que bien podía haber llegado a los altares. Otra la que tenía oculta Saleta en su cabeza, donde dudaba de todo. De todas formas Saleta dejaba que la imaginación y la buena voluntad de su compañera rellenaran los huecos vacíos de la historia; solamente anotaba cuales eran reales según el texto y cuales tenían más de sor Ángela que de sor Isabel.

Cuando sor Ángela concluyó su peculiar interpretación del texto, convenció a Saleta para montar una presentación mediante esquemas y fotos, con la que explicar sus conclusiones al resto de las hermanas. A Saleta le divirtió tanto la idea que participó de ella con entusiasmo, incluso selecciono música renacentista y andalusí para poner de fondo.

Así que tras comunicar sus intenciones a sor Encarnación, y esta darles el visto bueno, convocaron al resto de las hermanas para una tarde, antes de la Semana Santa. Resultaba poco piadoso hacerlo durante la semana de recogimiento y oración. Saleta cerraba esta primera fase de su trabajo con la presentación de sor Ángela, pero sabía que si quería saber más de la mujer que estaban investigando tendría que ir a Granada. Esta idea le gustaba, era quizás la disculpa que estaba buscando hace años para volver a esa ciudad donde había sido tan feliz.

Cuando llegó al convento la tarde en la que estaba preparada la presentación, se dirigió al despacho de la superiora. Sor Encarnación estaba nerviosa, como una niña a la que se va a llevar al circo por primera vez. No prestaba mucha atención a su sobrina, hasta que esta le comunicó que se iba a Andalucía. Sor Encarnación se quedo mirándola en silencio. Saleta le dio las explicaciones oportunas; antes de sacar conclusiones sobre el testamento, necesitaba recopilar información sobre la época nazarí; y aunque lo podía hacer desde Santiago, prefería recurrir a algunas de las amistades que había dejado allí. La monja le recordó su juramento, y le pidió que fuera muy cauta en la información que daba. Saleta la tranquilizó, sabría como llevar el tema con discreción. En ese momento sonó la campanilla en el pasillo, y cuando Saleta se dio cuenta, la superiora había salido corriendo de su despacho hacia la sala de proyección improvisada en el refectorio.

 


Capítulo IV

 La Presentación

El tesoro de la casa o palacio Nazarita era copioso en toda suerte de preciosos rubíes, perlas de gran tamaño, zomordas singularísimas, turquesas de gran valor, toda suerte de adargas preservativas, equipos militares defensivos, instrumentos primorosos, utensilios peregrinos, collares de perlas en pedazos, sartales de aljófares para los cabellos, arracadas que aventajaban a las alcordes o pendientes de María (la Copta, concubina de Mahoma) en claridad, brillantez y hermosura; corazas holgadas de vestir, adornadas de oro, cascos con orlas doradas, incrustadas de perlas intercaladas de esmeraldas con rubíes en el centro; cinturones plateados, anchos de formas y esmaltados en su superficie; adargas de ante, sólidas, sin poros, dulces al tacto y renombradas por su impermeabilidad; almimbares de maderas de Oriente; guirnaldas de abalorios; ataifores de Damasco, cuentas de cristal, zafas de la China, copas grandes del Irak, vasos de Tabaxir y otras.

Almaccari (Analectes, tomo 11, 2ª parte, página 798)

 Cuando Saleta entró en el refectorio todas las hermanas ya estaban sentadas. Las luces estaban apagadas, y las contraventanas cerradas, y solo la luz del cañón sobre la pared blanca iluminaba la sala. Saleta se sentó en la mesa donde estaba su ordenador, abrió la presentación y sobre la pantalla apareció el titulo: Testamento de Sor Isabel de Granada. La joven puso en marcha la música que había seleccionado y las flautas traveseras, el violonchelo, los panderos y crótalos empezaron a sonar suavemente en todo la habitación.

Sor Ángela hacía de narradora; con una voz profunda y neutra, como si fuera una locutora de radio, serenamente, ponía voz a las diapositivas que iban pasando, como leyendo un guión, aunque en realidad estaba todo en su cabeza. Así empezó:

 Yo, Sor Ysabel de Granada, abadesa de esta sancta casa de Sancta Clara de Compostela, escribo estas mis últimas voluntades en el año del Señor de 1549, para gloria de Dios y regocijo de mis hermanas, a las que hago depositarias de mi legado.

  Habían decidido dejar en lo posible la escritura original en vez de cambiarlas a las formas actuales para que fuera mayor el efecto que el texto antiguo produjera al leerlo. Sor Ángela usaba técnicas de marketing de su anterior oficio.

 En el nombre de Dios Todopoderoso, encomendando mi alma a Él, a nuestro señor Jesucristo y al Santísimo Espíritu Santo, que son Uno y Tres a la vez, y a María Santísima, reina de los cielos, reina de los ángeles ,nuestra señora e abogada.

 Y mientras sor Ángela recitaba el santoral que figuraba en el testamento, en la pantalla iban desfilando todos los santos y santas que habían escaneado de los libros de la biblioteca del convento. Las hermanas se santiguaban cada vez que aparecía uno nuevo, mientras guardaban un silencio sepulcral. Saleta no pudo evitar sonreír sin que ninguna la viera.

Nombraba después a los evangelistas, y a Santiago apóstol, singular  e exçelente patrón de estos regnos. Y así continuaba con San Jerónimo, y después con San Francisco, patriarca de los pobres, y  la lista seguía con santos de los que Saleta no había oído hablar nunca. Finalmente llegaba la mención a Santa Clara, a quien tengo por mi abogada, y en este momento tan esperado, la audiencia suspiro emocionada ante la imagen de la santa con la eucaristía en la mano.

…por que así como es cierto que avemos de morir, así nos es ynçierto quando ni donde moriremos, por manera que devemos vivir e así  estar aparejados como si en cada hora oviésemos de morir.

Saleta recordaba que este párrafo apenas se podía leer, pero que se trataba de una fórmula usada en los testamentos de esa época por lo que les fue fácil deducirla a partir de las palabras sueltas legibles.

Por ende sepan cuantos esta carta de testamento vieran, que yo Ysabel, estando enferma de mi cuerpo de la enfermedad que Dios me quiso dar e sana e libre de mi entendimiento, quiero narrar mi vida para que mi legado llegue a las manos a quien corresponda conservar mi memoria e disponer de mis bienes como indico.

Y después de pedir misericordia a Dios cuando juzgue los hechos de su vida, y reiterar su fe “creyendo e confesando firmemente todo lo que la sacta Iglesia Cathólica de Roma cree e confiesa e predica”, la monja pasaba a contar su vida.

Ante una imagen de la Alhambra, sor Ángela contó que había nacido en Granada, si bien no entendían el lugar exacto de su nacimiento ni la fecha, ni aparecía su nombre árabe. Si habla de su infancia al lado de la reina Morayma, mujer de Boabdil, desviviéndose en elogios hacia esta gran señora, de gran belleza y bondad, tal y como podía leerse en el texto.

 Relata también su vida en un castillo durante su infancia, donde aprendió la ley del Dios de los musulmanes, que no es menos justa que la Nuestro Señor, de manos de la reina, de la que dice fue una mujer muy religiosa, pero no se podía leer en ningún sitio que realmente fuera su madre. Claro que en aquellos tiempos un hijo podía escribir sobre sus padres con tal respeto que parecía que hablaba de su amo o señor, más si este era rey o reina. Las imágenes de los castillos nazaríes y del paisaje de Granada servían de fondo a toda la narración.

El texto a partir de aquí empezaba a leerse mal, las manchas ocultaban la escritura o la habían emborronado, así que entender la vida de Isabel empezaba a requerir imaginación, que a sor Ángela no le faltaba.

 Como hablaba del palacio, también hablaba curiosamente de la vida en una pequeña casa con un jardín, y también allí menciona a Morayma, y cómo consolaba sus penas. Cuando sor Ángela añadió a esto un “como buena hija”, Saleta tosió intencionadamente, y la monja rectificó: como si fuera una buena hija.

También menciona al rey, al que siempre nombra por su nombre árabe, Abu ´Abd Alläh, y también lo elogia como buen esposo y guerrero.

De un párrafo que se podía entender bien se deducía que acompaño a los reyes, caído el reino en manos de los cristianos, a su exilio en Andarax, y allí se ocupaba de los jóvenes príncipes para los cuales era su hermana. Esto se leía perfectamente, y era la única referencia a un parentesco con la familia real de forma directa.

Después de más de un año en el exilio en la Alpujarra, la reina enferma y muere. Isabel siente la mayor pena de su vida, y relata como entre ella y todas sus damas lavaron el cuerpo de la reina y lo perfumaron con almizcle, alcanfor y otras esencias, lo envolvieron en un sudario blanco sin coser ni en la cabeza ni en los pies, lo colocaron sobre unas parihuelas, y lo cubrieron con su hhaik, Saleta puntualizó que se trataba de un vestido. Después relata como un cortejo fúnebre trasladó los restos de la reina hasta la mezquita; lo depositaron en la puerta, y los fieles que estaban dentro rezaron una oración; luego un cortejo formado por los caballeros, la gente de la corte y la familia real lo llevo muy lejos, a la tierra de donde era la familia de la reina y allí la enterraron directamente en la tierra. La música andalusí se hacia intensa en estos momentos.

Después de las exequias, el rey, cumpliendo los deseos de su reina según su testamento, deja unos bienes al alfaquí de la mezquita para que rece dos veces a la semana en la tumba de Morayma.

Dirigiéndose a la joven le entrega un collar que perteneció a la reina, de perlas blancas de gran tamaño, del que cuelga un hermoso rubí engarzado en turquesas, que había sido regalo de boda del rey, según se mal lee en el testamento. Boabdil le encarga que permanezca un tiempo en esa localidad, para que vele que lo mandado por él se lleva a cabo. Isabel se echa a sus pies llorando, el rey la besa en la frente y se despide.

Después llegan los “folios oscuros”, como Saleta y sor Ángela los llamaban,  en ellos poco se podía entender, solo palabras sueltas. Pero la monja hace una reconstrucción muy novelesca de ellos:

Isabel permanece en la mezquita conviviendo con la familia del alfaquí, pero a los pocos días llegan unos castellanos que se incautan de los bienes que había dejado el rey Boabdil, derriban la mezquita y comienzan la construcción de una iglesia. Asustada, coge el collar de la reina Morayma y algunos de los bienes dejados por el rey, y se esconde en el bosque. Por la noche, sabiendo que no puede viajar con esos tesoros encima, decide enterrarlos, quedándose con unas pocas monedas, y marcha hacia Granada. Allí se entera que el rey, con su familia y sequito, ha embarcado hacia Marruecos en un destierro definitivo.

Isabel, sola, tiene que comenzar una nueva vida en la ciudad. De cómo la vive y que hace esos siguientes años no podemos deducir nada. Saleta suspiró, como diciendo, menos mal….

Solamente sor Isabel, da tres fechas en su relato, 1499, año en el que abraza la fe cristiana, y comienza una peregrinación a Santiago de Compostela, 1505, en el que toma los hábitos en el convento de Santa Clara, y la ya mencionada 1549, cuando ya anciana decide escribir su testamento a las puertas de la muerte.

De algunas frases del último folio sor Ángela y Saleta dedujeron los últimos días de la monja:

Enferma y anciana, Sor Isabel tiene una deuda con su pasado, nunca había revelado a nadie donde se encontraba el legado que Boabdil le había entregado. Saleta pensaba incluso que probablemente tampoco había revelado cual había sido su autentica vida. Así la monja escribe este testamento, cosa inhabitual en una priora y menos de una orden pobre, para de alguna forma dejar atado ante los hombres, lo que seguramente ella ya había dejado bien atado ante Dios.

 Manda llamar como testigos a dos monjas y una novicia, procedentes de grandes familias nobles, al confesor del convento, fray Honorato de Abraldes, y al medico que la atendía, don Alfonso García Taboada. No les hace leer el texto, solo les dice que se trata de sus últimas voluntades, y después de firmar ella misma, firman todos.

 Esa misma noche, como la anciana puede, se levanta de su cama; mete los papeles en una vasija de barro que ya había preparado para ello, la sella y baja al huerto. Y tal como había hecho más de cincuenta años atrás, en algún lugar de la sierra granadina con aquellas joyas, cava un hoyo en un rincón apartado y la entierra.

¿Qué buscaba al enterrar su secreto? Probablemente que pasaran los años, muchos años, quizás buscando una época más tranquila donde se pudiera recuperar su legado sin riesgo.

Al terminar esta reflexión, Saleta se levantó y encendió las luces. Las monjas permanecieron en silencio, con los ojos enrojecidos, hasta que una de ellas rompió a aplaudir, y todas la siguieron con entusiasmo.

 Sor Encarnación se puso en pie, y con un gesto de las manos indicó que se guardara silencio. Se volvió hacia la narradora y su ayudante y les agradeció profundamente el trabajo que habían realizado. Y después de una de aquellas pausas dramáticas que tanto le gustaban, habló serenamente:

- Hermanas, estamos ante una gran historia; la de esta mujer, que forma parte de nosotras mismas.  - ¡Una santa! exclamó una de las monjas -  Creo que el legado que nos trasmite sor Isabel es encontrar lo que ella escondió de joven en Granada, y hacer justicia a su memoria, pero sobre todo lo que nos debe interesar es encontrar la verdad. Saleta me gustaría que nos dieras tu opinión sobre todos estos hechos.

La joven se puso en pie, tomo aliento, miró a cada una de sus espectadoras y les dijo que había demasiadas cosas poco claras. El texto debía ser analizado por especialistas grafólogos para llegar a una buena datación del mismo, aunque comparándolo con documentos de la época, que había consultado en la biblioteca de la universidad, podía decir que creía realmente que era de mediados del siglo XVI. También comentó que sobre el reino nazarí hay muchas publicaciones, y que ninguna hace referencia a este personaje, aunque la narración del entierro de la reina Morayma es fiel a lo descrito por otros cronistas de la época.

- Se hace necesario en este punto recurrir a especialistas en este periodo. Por lo que he decidido, después de Semana Santa, tomar dos semanas de vacaciones y viajar a Andalucía, para entrevistarme con algunos antiguos compañeros y buscar información. Las monjas asintieron en silencio. Y sor Encarnación con solemnidad le dijo que Dios la ayudaría a encontrar la verdad, y que rezarían por ella.

 


Capítulo V

El viaje

 -  Hola, ¿Tomás?

- ¿Qué tal?

- Soy Saleta, ¿qué tal estas?

- Ya te conocí, todavía tengo tu teléfono en la memoria...je je, ¡menuda sorpresa!

- Veras dentro de unos días voy a Andalucía, y me gustaría, si es posible….no se que te parece, vernos y tomar un café…

 Saleta recordaba esta conversación de hacía unos días mientras volaba desde Santiago a Sevilla. Tomás se había comportado con una familiaridad que la había dejado realmente sorprendida. Sabía como era el carácter de Tomás, le había venido a la memoria nada más oír su voz, y eso que eran ya ocho los años que pasaban desde la última vez que la había escuchado.

Cuando Saleta llego a Granada con 23 años era la primera vez que salía de casa de sus padres y todo resultaba fascinante, la ciudad, la Escuela de Biblioteconomía, los compañeros. La joven vivió unos meses en los que le parecía que era otra persona. Era cuestión de tiempo que alguien se cruzara en su vida, y que con una sonrisa le despertara el amor. Ese fue Tomás; de piel morena, con el pelo negro y tan rizado que se le pegaba a la cabeza como un casco, y con sus ojos marrones que miraban con una ingenuidad a la que Saleta no pudo resistirse.

 Así empezaron un noviazgo, que fue prolongándose durante los tres años de estudios en Granada. Cuando Saleta volvió al norte la relación empezó a enfriarse, sin que ninguno de los dos lo quisiera reconocer. Así que cuando la joven, después de una discusión telefónica, quiso darle una sorpresa y se plantó en su casa de Granada sin avisar, se lo encontró con otra mujer.

Después había hablado con él  alguna vez más, por teléfono, para llegar a una ruptura más civilizada, y luchó para que cayera en el olvido y poder seguir viviendo. Es ley de vida.

Se sorprendió de que todavía conservara su teléfono. Tomás le habló con la naturalidad de quien se ve a menudo. Se había casado, tenia dos hijos y era profesor titular en la Universidad de Sevilla, ciudad en la que vivía felizmente con su familia. Saleta no pudo contar tantas cosas sobre su vida, y sobre todo le pareció ridículo decirle que el verdadero motivo de su viaje era el fantástico encargo de unas monjas que buscaban un tesoro en Granada.

Se hospedó en el centro de la ciudad, en un pequeño hotel al lado de la Giralda. Era le segunda vez en su vida que estaba en la ciudad, y a diferencia de lo que suele pasar con el tiempo, que todo nos parece más pequeño, a Saleta todo le pareció enorme, la torre, el río, las plazas… La ciudad se desperezaba de la Semana Santa. Las mangueras de agua caliente limpiaban la cera de las calzadas, por las que los coches resbalaban. Y todo se preparaba ya para pasar la Feria de Abril la próxima semana.

Tomás fue a buscarla al hotel, la primera impresión que le dio a Saleta es que seguía siendo un hombre atractivo, aunque lo encontró más corpulento, más maduro. Las canas marcaban destellos en su pelo rizado. Él sonreía continuamente, y hablaba sin parar, en media hora la puso al día de toda su vida.

 Saleta se dejó llevar por las calles, de pronto Tomás se detuvo delante de un portal, abrió la puerta y le dijo: Adelante.

Alicia, la mujer de Tomás, la recibió como si la conociera de siempre, y después del abrazo y los besos, le presentó a sus hijos antes de que se fueran a dormir. Saleta estaba descolocada. Habían preparado una cena para ella en la terraza de su casa.

Lo curioso es que según la conversación fue progresando Saleta se encontró cada vez más cómoda, solo en dos ocasiones se  sintió un poco cohibida. La primera cuando observando a Alicia comprobó que diferentes eran. La sevillana estaba impecablemente vestida, maquillada y peinada, como rara vez Saleta se ponía, realmente como rara vez se veía a una mujer así en Santiago. La segunda cuando Alicia le dijo que trabajaba para la policía. Saleta de repente, como si fuera una delincuente de incógnito, se quedo muda. El matrimonio, percatándose de ello, se rió sin parar.

Desde la terraza, tomando una copa después de cenar, y mientras Alicia fue a vigilar como dormían los niños, Tomás le preguntó seriamente cual era el motivo de su viaje a Andalucía.

Saleta le comentó si recordaba todas las historias que le contaba sobre el reino nazarí. Tomás sonrió, y con nostalgia le confesó que las consideraba cosas de la adolescencia, cuando pensaba que el antiguo reino daba a los granadinos una entidad histórica diferente al resto. Saleta se mostró confusa, pero insistiendo, le preguntó qué si él se consideraba un especialista en el tema. Tomás contestó que no, que solo sabía lo que cualquier universitario de Granada.¿Has oído alguna vez que miembros de la familia de Boabdil se convirtieran al cristianismo, en concreto alguna hija del rey? Tomás se puso serio y le respondió sin dudarlo - Nunca oí tal cosa, pero por lo que sé de Boabdil creo que jamás permitiría que una hija suya abjurara.

Veras – continuo – la política de los Reyes Católicos sobre su nuevo reino pasaba por una unidad religiosa, convencidos que la homogeneidad era más fácil de gobernar que un panorama multiconfesional. Así, aunque en las capitulaciones firmadas con Boabdil se compromete Castilla a permitir que la población del reino de Granada continué con sus tradiciones, su religión y su lengua, la realidad es que poco a poco se presionará para que abrace el cristianismo, y se acabarán usando métodos de coacción para conseguirlo. Hasta que se llegua a decretar la conversión o la expulsión, como había ocurrido con los judíos años antes.

 Las conversiones al cristianismo fueron numerosas, tanto en el pueblo, como en las clases altas, incluso nobles. Pero miembros directos de la familia de Boabdil no. En Al-Andalus casi no se manifestaron herejías al Islam. La familia real nazarí y la nobleza practicaban la rama maliquí, de profunda ortodoxia, y se sabe que tanto Boabdil como su mujer eran muy religiosos, por lo que me cuesta creer que algún hijo suyo abandonase el islamismo. Pero, además…de qué hija hablas. Boabdil solo tuvo dos hijos varones. Saleta puntualizó que eso es lo que decían los textos, pero que podía existir la posibilidad de tener más hijos, aunque fuera de otras mujeres o concubinas. Tomás fue enérgico: Todos los cronistas de la época señalan que Boabdil solo se casó una vez, incluso después de enviudar no volvió a casarse. Y hay muchos testimonios que hablan del amor que este matrimonio se tenía. Además tampoco creas que el rey tenía mucho tiempo para más mujeres, de hecho se pasó más tiempo guerreando contra todos, que atendiendo a su mujer. Y una cosa más, en el reino nazarí había muchas costumbres que se habían copiado de sus vecinos castellanos, entre ellas la monogamia, prácticamente nadie tenia más de una mujer.

En ese momento entró Alicia en la terraza, y abrazando a Tomás les preguntó de qué hablaban. Tomás guardó silencio, le daba la impresión de que Saleta quería mantener este tema con confidencialidad. Pero Saleta le contestó: Veras, estoy haciendo un trabajo sobre unos documentos encontrados en una biblioteca de un convento en Santiago que hablan sobre la llegada a la ciudad de conversos procedentes de Granada. Y la verdad es que llegué a un punto donde me es difícil interpretar lo que dicen. Alicia se mostró muy interesada por el tema. Los documentos están muy dañados por la humedad y muchos de ellos son prácticamente ilegibles.

 Alicia le comentó que precisamente ella trabajaba en temas similares de alguna manera. Diplomada también en Biblioteconomía y experta polígrafa, trabajaba en el laboratorio de la policía científica sevillana. Rara vez se enfrentaban a textos de más de 50 años; generalmente trabajaban sobre notas y documentos actuales, para verificar la autoría; pero en ocasiones tienen que someter los documentos a tratamientos especiales para leer bajo las manchas de cualquier tipo. A Saleta se le iluminó la cara, si pudiera recurrir a un laboratorio de este tipo quizás podría leer el testamento de una forma completa. Saleta le comentó, medio riendo, que igual le tenía que acabar pidiendo ayuda, a lo que Alicia respondió que sin ningún problema lo hiciera.

Después dirigiéndose a Tomás le pidió que le recomendara algún especialista en la historia del reino nazarí. Tomás empezó a nombrar a todos los profesores de la Facultad de Historia de Granada. Saleta rió, los conocía a todos, y de la mayoría ya había leído sus libros y estudios. No era lo que buscaba. Ella quería saber si conocía a alguien, que siendo experto en el tema no estuviera ligado a la Universidad, ni a la Consejería de Cultura, ni a la prensa…Tomás rió ¡en que misterio estará metida la gallega!

De pronto a Tomás le vino alguien a la cabeza.

-  Sí, ya esta, ya sé quien te puede ayudar de una forma discreta, si es que quiere claro. Cuando llegue a Sevilla hace siete años había un chaval acabando una tesis, de Historia del Arte, era sobre el arte nazarí fuera de la ciudad de Granada. José Manuel creo que se llamaba, y digo creo por que todos lo conocíamos por su apodo,”Lillo”. Todo un carácter. Su trabajo fue muy bueno, conoce todo el reino nazarí de rincón a rincón, hizo un trabajo de campo excelente. Sorprendentemente no se quedó en la Universidad. Me lo encontré hace poco, trabaja como relaciones públicas en una empresa en el Centro Empresarial de la Cartuja.

A la mañana siguiente, Saleta fue al despacho de Tomás en la facultad, y este ya le tenía sobre la mesa la tesis del Lillo. Saleta se fue con ella a la biblioteca y se pasó todo el día leyéndola. Desde luego este hombre había recorrido todo el territorio del antiguo reino, y describía los castillos y antiguos edificios que quedaban de esa época meticulosamente. Le gustó. Cuando a la tarde entregó la tesis a Tomás, le dijo que mañana intentaría encontrarlo en su trabajo.

Se fue al hotel paseando, recorriendo la ciudad como cuando recorría Santiago; fijándose en las rejas llenas de geranios; en los naranjos que empezaban a romper en flor; en las imágenes de las vírgenes, hechas en azulejos, que aparecían por todos los rincones. Cuando llegó a la plaza, enfrente a la Giralda, esta ya estaba iluminada, y el resplandor dorado de la torre, el aroma a azahar, y la lejana música de una guitarra que llegaba hasta ella, la transportó a un mundo muy distinto a las frías piedras compostelanas

 


Capítulo VI

 El Encuentro

 Ese viernes, sorprendentemente, la lluvia hizo su aparición en Sevilla, rompiendo la que parecía su eterna primavera. Cuando Saleta salió del hotel no se percato de ello; la lluvia era algo cotidiano en estas fechas en su ciudad, pero los sevillanos corrían por la calle buscando donde guarnecerse, entre la sorpresa y la admiración del fenómeno meteorológico. A la joven le costó encontrar un taxi, y sin paraguas, se empapó con aquella agua cálida, tan diferente a los chaparrones gallegos. Su melena rizada se pegó a su cara y a su cuello, a pesar de intentar usar como cobijo su cazadora vaquera. Así con los brazos en alto sujetando la prenda, buscaba de una esquina a otra de la calle un taxi que la llevase a La Cartuja.

Cuando llegó al edificio que había albergado dependencias de la Exposición Universal de 1992, reciclado como sede de diversas empresas, sé dirigió a la recepción y, un poco nerviosa, le preguntó a la joven que se encontraba detrás del mostrador donde podía encontrar a José Manuel Ruiz De Vega. La joven con una sonrisa encantadora le pidió un dato fundamental ¿en qué empresa trabaja? Saleta iba a empezar a dar explicaciones absurdas para justificar que no sabía nada más de él que su nombre, pero se le ocurrió, en un ataque de andalucismo, comentarle que era conocido por el Lillo.

La recepcionista se rió, claro que conocía al Lillo - Precisamente acaba de pasar detrás de usted hacia fuera. Saleta dio las gracias apresuradamente y salió corriendo del edificio, hasta que observó como un grupo de personas subía a un coche. Él más joven de ellos sostenía un paraguas, protegiendo al resto del grupo mientras entraban en el vehículo. Cuando Saleta llegó junto a él corriendo, este ya había cerrado la puerta trasera, y se dirigía a sentarse como conductor.

Hola, ¿José Manuel Ruiz? – el hombre le respondió con una sonrisa educada – Me llamo Saleta Lago, trabajo para la Universidad de Santiago de Compostela, y me gustaría poder hacerle una entrevista sobre su tesis doctoral. Saleta soltó este párrafo que llevaba ensayado a tal velocidad que era difícil entender lo que había dicho. ¿Saleta? ¿Te llamas Saleta? Nunca había oído ese nombre, le contestó. La joven se puso nerviosa, era evidente que sólo había escuchado la primera frase de su petición. Se quedó callada, mojandose bajo la lluvia, sin saber que decir, sólo murmuro: Es un nombre gallego... Lillo se acercó a ella y la tapó con su paraguas, y el olor de su colonia invadió el limitado espacio que los separaba. Ayer he leído tu tesis doctoral – comentó la joven tímidamente. Él se quedó sorprendido, mirándola con incredulidad – Me gustaría hacerte unas preguntas sobre ella, estoy haciendo un trabajo sobre el reino nazarí, y Tomás Cifuentes me dio tu nombre.

Veras, ahora estoy trabajando...  - Saleta le interrumpió -  Claro, perdona, es que no sabía como localizarte de otra manera. No digo que hablemos ahora, me refiero a que pudiéramos tomar un café cuando tengas un momento libre. Él la miraba con el semblante serio, pero con una sonrisa en los ojos, sorprendido y a la expectativa de lo que la joven dijera. Saleta sin más, como si quisiera acabar pronto esa molesta situación, sacó de su bolso un pequeño bloc y anotó su teléfono. Se lo entregó pidiéndole por favor que la llamara. Lillo tomó la nota y la guardo en el bolsillo de su pantalón, asegurándole que así lo haría. Cerró el paraguas y subió al coche, y cuando salía del aparcamiento, miró atentamente a Saleta, que, bajo la lluvia, lo miraba  y se empapa.

Cuando llegó al hotel el sol había vuelto sobre la ciudad, y los turistas florecían por la plaza. Se cambió de ropa y decidió visitar los Reales Alcázares antes de comer. Cuando estaba en el Patio de Banderas dispuesta a entrar, sonó su teléfono. Lillo le proponía cenar juntos, así tendrían más tiempo para charlar; además era viernes, un buen día para salir de noche. Saleta aceptó y quedaron en verse en la puerta del hotel a las ocho y media.

La inesperada cita hizo que no pudiera prestar atención al edificio. A los pocos minutos volvió a sonar el móvil, y para completar las sorpresas se trataba  de Alicia. Le proponía salir por la tarde y tomar un café. Saleta estaba desbordada al ver su agenda tan completa, e intuía que el día iba a ser muy fructífero para su investigación.

Saleta paseó tranquilamente hacia Triana, y se sentó en una terraza de la calle Betis, donde esperó a Alicia. La vista de la ciudad desde allí parecía una postal. Cuando llegó la sevillana las dos mujeres comenzaron a conversar sobre sus respectivas ciudades, sobre los niños a los que acababa de dejar en casa de su madre, y después sobre Tomás.

Alicia le comentó que sabía como había sido su ruptura. Saleta sin perder la sonrisa le aclaró que todo estaba ya roto antes de llegar aquella tarde por sorpresa a su casa, y que eso sólo había sido el último elemento que le abrió los ojos.

- Claro que me molestó, son esas cosas que crees que nunca te van a pasar a ti, hasta que un día te pasan. Me sentí muy mal, no puedo negarlo, pero con el tiempo lo superé, mucho antes de lo que yo creía – Saleta le hablaba con sinceridad, como si fueran viejas amigas – si bien es cierto que perdí parte de la confianza que tenia en los hombres. ¿Hace mucho tiempo que conoces a Tomás?

Alicia le contestó que al año de acabar la relación entre ella y Tomás, se conocieron en la facultad, en Granada. Ella estudiaba el primer curso de Biblioteconomía y él estaba acabando su tesis. A los dos años se casaron, Tomás consiguió la plaza de profesor en Sevilla, y ella empezó a hacer trabajos para la policía científica, hasta que la hicieron fija.

Saleta aprovechó la ocasión para mostrar mucho interés por su trabajo y sacar el tema de los documentos ilegibles. Alicia le contó las técnicas de las que disponían. Como mediante la aplicación de marcadores radiactivos específicos de determinados compuestos de las tintas, y fotografiando luego los documentos, como si se les hicieran radiografías, sé podía leer los textos que permanecían ocultos bajo manchas. Incluso aunque quedase solo el leve surco de la pluma en el papel se encontraban restos de tinta inapreciables a la vista, que por este método se hacían visibles.

Se quedaron de repente en silencio. Saleta pensaba en que esa era la auténtica solución al testamento, leerlo claramente. Alicia dándose cuenta del estado de Saleta le pidió que le contara que le preocupaba. Veras, los documentos que encontraron en el convento de Santiago pertenecen a las monjas, y me han pedido que, en confianza y discreción, los descifre, pero sin recurrir a ningún estamento oficial... Alicia la interrumpió: Lo entiendo, si algo he aprendido en estos años de trabajo es que hay auténticos cazadores de estas rarezas, sin escrúpulos. Nunca debes de dejar un libro antiguo, ni nada de valor en manos de estos llamados especialistas, nunca te lo devolverán. Se creen que ellos son los designados a guardar estas cosas; en realidad la posesión de restos arqueológicos, libros antiguos u objetos de arte los hace más poderosos en la comunidad científica, y generalmente nunca aportan nada nuevo, solo los almacenan para su propio disfrute. Te propongo una cosa, trae los documentos al laboratorio, un día que no se este trabajando, nos las ingeniaremos para despistar a los técnicos, la mayoría de ellos me deben favores similares, y en una tarde los procesamos.         La semana que viene es la Feria, y por las tardes no abrimos, solo hay un técnico de guardia. Si quieres podemos intentarlo. Saleta le dijo que le agradecía mucho su ofrecimiento, que lo tendría muy en cuenta, pero que esa decisión deberían tomarla las propietarias del texto, con las que hablaría en cuanto pudiera.

Eran las seis de la tarde y caminaban por el puente de Triana. Alicia se interesó por como le había ido con Lillo, y le contestó que habían quedado para cenar ese mismo día. La sevillana, con ironía, le preguntó si era guapo. Saleta, tomándose en serio la pregunta, respondió sin dudarlo: Sí, muy guapo. Y con cierta vergüenza, le pidió, si no le importaba, que la acompañara a alguna tienda a comprar algo de ropa. No había calculado tener en su viaje ninguna cita. Alicia dijo que sí encantada, precisamente esa era una de sus aficiones favoritas. Las dos mujeres rieron y se dirigieron a la zona comercial del centro.

Se detuvieron delante de aquel escaparate. Esta es genial, pero muy cara. Entraron. Saleta no estaba acostumbrada a este tipo de tienda. Su decoración intimista la hacia sentirse cómoda; los muebles oscuros donde se mostraba la ropa con familiaridad, como si no estuviese a la venta; las grandes lámparas de pantallas rojas que bajaban hasta las mesas, iluminando los bolsos y carteras que allí se ordenaban; las impecables dependientas vestidas de negro, con su pelo recogido en coletas y su sonrisa imperturbable; todo esto hizo que Saleta sintiese, quizás por primera vez en su vida, el deseo de ser de otra manera, y después de dejar allí varios cientos de euros, creía que empezaba a serlo.

Al salir, Alicia, con cara de satisfacción, la llevó a su peluquería, donde por ser buena clienta, las atendieron sin tener reservada cita. Así la melena rizada y desordenada de Saleta se transformo en suaves ondulaciones que caían descuidadamente enmarcando su cara, moviéndose con gracia, dando un estilo elegante que la joven nunca había tenido.

Se despidieron cerca del hotel. Saleta le dijo que la llamaría y que ya le contaría, refiriéndose a los documentos, pero Alicia interpretó que hablaba de la cita de esa noche, y con entusiasmo le dijo que mañana mismo esperaba un parte detallado. Se rieron. Saleta subió a su habitación apresuradamente, tenia apenas media hora para estar lista y cada vez su taquicardia era mas manifiesta.

Cuando faltaban cinco minutos para las ocho y media, ya estaba en el hall del hotel, y para su sorpresa, Lillo la estaba esperando; aunque cuando la vio acercarse a él, sonriendo, no la reconoció. Miro a la mujer que se aproximaba a él como la miraron todos los que estaban allí. Saleta enfundada en aquel vestido de color oxido y chocolate, con un pequeño escote en forma de agujero en el centro de su pecho, caminaba firmemente, a pesar de los tacones que nunca usaba. Levemente maquillada, no tenía nada que ver con la mujer que estaba bajo la lluvia esa mañana. Todos los detalles estaban cuidados meticulosamente, desde el broche de color turquesa que llevaba en el cuello hasta el ligero chal que sostenía en sus brazos.

 Lillo se ruborizó cuando se dio cuenta que no la había reconocido, y esperaba que ella no se percatara de su despiste. Precisamente él se había librado de su traje, y se había puesto unos vaqueros. Pensaba que por suerte al final había decidido ir en camisa y chaqueta, así desentonaba menos con aquella misteriosa gallega, y empezó a preocuparle donde llevar a una chica así vestida.

Bromearon mientras caminaban alrededor de la catedral, hasta que llegaron a las primeras terrazas de la calle Alemanes. Prefirieron las barras de los bares y no las mesas en la calle. Su conversación giraba en torno a la ciudad, y cada vez que Saleta, imitando a Alicia, alababa algo típico de Sevilla, el Lillo lo criticaba.

 La Semana Santa todo un espectáculo para Alicia, suponía un sinfín de problemas de trafico para Lillo. El olor a azahar estaba camuflado por el de los tubos de escape de los coches. La Feria, a la que Lillo tenía que ir aunque no quisiera por su trabajo, sólo era para él malas tapas y flamenco rancio.

 Saleta se dio cuenta que su acento era muy poco marcado, y se lo hizo ver. Él le dijo que no era de Sevilla, que había nacido en Huelva, y que vino a la ciudad a estudiar y ya se quedó, y que, además, su padre era castellano. Cuando Saleta le dijo que entonces él era solo medio andaluz, Lillo muy serio le aclaró que de eso nada, que era andaluz como el que más, pero que intentaba ser objetivo, sobre todo con esa ciudad. Saleta cambio de tema, no quería enfadar a su anfitrión: ¿Por qué estudiaste la arquitectura del periodo nazarí? – Lillo le contestó sin dudarlo – Era un tema del que no  había  mucha información en la Universidad de Sevilla. Saleta le puntualizó: Y por qué fuera de la ciudad de Granada, cuando lo más importante está en ella. Lillo volvió a ser contundente: Siempre me gusto ser original.

 


Capítulo VII

La Noche

 Entraron en unos antiguos baños árabes convertidos en restaurante italiano. Lillo no podía haber elegido mejor el sitio. La penumbra del local, el rumor de la fuente y las antiguas yeserías transportaban a los comensales a otra época de la ciudad. Desgraciadamente, cuando se subía al piso superior la decoración se iba transformando en el típico pastiche italiano; pero ellos escogieron una mesa abajo, en un rincón apartado y tranquilo.

Cuando estaban ya cenado el preguntó qué quería saber sobre el reino nazarí, la joven riendo le contestó que todo. Cuando él suspiro, Saleta le aclaró que no, que era broma, que en realidad estaba interesada en los últimos años y en la caída del reino. Lillo le dijo que su especialidad era el arte nazarí, no las cuestiones históricas, pero de todas formas le haría un resumen.

Bueno, como sabes el reino nazarí comienza a mediados del siglo XIII, en una situación política caracterizada por un vació de poder, los caudillos se alzan en todas las ciudades de Al-Andalus, y la legitimidad se impone por la fuerza. El fundador de la dinastía, Mohammed I, perteneciente a la familia Nasr, sólo fue más fuerte y más hábil que otros cabecillas. El reino vivió sus dos siglos y medio de vida en continuas luchas internas, muchas de ellas entre miembros de la propia familia gobernante y sobre todo bajo la presión cristiana de Castilla y Aragón, al principio por separado y al final conjunta.

 Ella le preguntó si conocía bien todo el territorio nazarí.

-  En los momentos de su fundación comprendía lo que iba desde el reino de Murcia, en manos ya de los aragoneses y los territorios sevillanos conquistados ya por Castilla. Es decir las provincias de Granada, Málaga y Almería, y parte de las de Cádiz y Jaén. Claro que esto variaba según el momento de contienda en el que estuviera, perdiendo y ganado plazas…si bien con los años se fue reduciendo, hasta que al final solo quedó Granada. Yo lo recorrí prácticamente todo en los últimos años de carrera y mientras hice la tesis. Decían los cronistas de la época que tenia catorce ciudades y noventa y siete villas.

Y qué se conserva de ese periodo -  preguntó interesada Saleta. Lillo, que ya había cogido confianza y le hacía gracia ser entrevistado, continuó con su clase magistral – La Alhambra y el Generalife, y para eso muy distintos a lo que fueron en su día, contestó rápidamente y con ironía. Veras la arquitectura andalusí fue cambiando a lo largo de los siglos, como si reflejaran la seguridad de permanencia en esta tierra. Así en la época califal de Córdoba se usaba la piedra; en la de los almohades de Sevilla, el ladrillo; y en la nazarí, el yeso, el estuco, la decoración primó sobre la solidez. Los palacios nazaríes estaban ricamente adornados con yeserías policromadas, con artesonados de maderas nobles, con azulejos esmaltados, con vidrieras, y lujosamente vestidos con sedas, alfombras, cojines y muebles que llenaban de lujo las estancias; y en el exterior las fuentes, los jardines y acequias provocaban la misma sensación. Saleta se estaba transportando a uno de esos jardines mientras la calida voz de Lillo los describía. La música de fondo y el murmullo de la fuente eran la banda sonora ideal para la narración.

  El problema que esto supone para estudiar ahora esta arquitectura es que se ha perdido prácticamente toda. Entre la mala conservación que los ocupantes cristianos hicieron de los edificios, el fundamentalismo religioso católico que hizo derribar mezquitas, la mala calidad de los materiales de construcción, y muchos años de abandono, la mayor parte del legado arquitectónico nazarí se perdió. Sabes qué la Alhambra estuvo abandonada desde el siglo XVIII al XIX, habitada por bandoleros y mendigos, sin que ninguna autoridad hiciera nada por ella, pues imagínate otros castillos de pequeñas localidades. Era frecuente que cuando me desplazaba a algún pueblo donde según una crónica existía un castillo, palacio o mezquita, no encontrase nada, a veces ni las ruinas. Otras veces se podía intuir que alguna parte de la iglesia había sido la antigua mezquita, pero edificios conservados…casi nada.

Saleta risueña, le comentó que entonces su tesis había sido fácil de hacer, era sobre algo que ya no existía. Lillo se rió sorprendido del humor de la chica del norte, y le aclaró que precisamente ahí estaba lo bueno de su estudio: analizar, describir y clasificar los edificios o sus restos que habían llegado hasta nuestros días.

¿Y Boabdil? – Lillo la miró con severidad y con una sonrisa le dijo que tuviera calma, que ya hablaría de él. Saleta le pidió perdón, y le rogó que continuara.

Bueno, nos saltaremos unos doscientos años, no quiero que te aburras…Boabdil, llamado "el chico" para diferenciarlo de su tío con su mismo nombre, era hijo del sultán Abu-I-Hassan Ali, más conocido por Muley Hacén, y de su legítima mujer, Aixa, la cual sembró siempre la disputa entre padre e hijo, al ser abandonada por su esposo cuando este se enamoró de una cristiana cautiva, Isabel de Solís, que abrazó el islamismo como Zoraida o Zoraya.

 Así el joven Boabdil se enfrentó continuamente a su padre y a su tío, y como no, a los cristianos. Le tocó vivir los últimos años del reino, y quizás no fue un hábil estadista, pero tanto la situación histórica, como la suya personal fueron muy complicadas. Continuamente se vio obligado a pactar con los castellanos, incluso tuvo que dejar a su hijo como rehen para que los Reyes Católicos le dieran su libertad cuando fue hecho prisionero. Atado por esto, presionado por sus enemigos dentro de su familia; sin querer quedar ante su pueblo como un renegado; soportó el asedio de la ciudad, que estaba superpoblada, al ir refugiándose allí gentes escapadas de otras plazas tomadas ya. No le quedó más remedio que entregar la ciudad, y por lo menos lo hizo sin derramamiento de sangre.

Nada de esto suponía algo nuevo para Saleta. Aprovechando una pausa en la que Lillo apuró su copa de vino, le pidió que le hablara más sobre la vida privada de Boabdil, y sobre todo de su mujer Morayma. Cuando hizo este comentario, la joven notó que Lillo cambió el gesto durante unos segundos, como si acabara de oír algo que estaba esperando, pero enseguida, sonriendo, preguntó: ¿Te gustan los culebrones…eh?

Morayma era hija de Ali Athar, o Aliatar, señor de Loja. Este era un comerciante de especias, que pasó a ser general e  incondicional aliado de Boabdil  en sus disputas internas y externas. Se dice que estaba arruinado por costear las luchas del rey, hasta el punto que cuando Morayma, a los quince años, se casó con el príncipe, tuvo que pedir prestado el vestido y las joyas. Es un personaje más desconocido que su marido, pero igualmente envuelto en la leyenda romántica. Vivió en la sombra, abandonada por su esposo durante las múltiples guerras, oprimida por su suegra que era muy dominante, y recluida en un carmen la mayor parte de su vida de casada.

¿En un carmen? - Saleta lo interrumpió -  Es como se llama en Granada a una pequeña casa con jardín y huerto. Morayma era recluida en el carmen por su suegro cuando su marido salía a batallar.

 A Saleta le vino a la cabeza el testamento de sor Isabel, y comprendió lo que en él ponía de la casa y el huerto donde estaba la reina. La joven le preguntó qué si la reina estaba totalmente sola en ese lugar. Como saberlo - contestó Lillo - es de suponer que una mujer de su elevada posición tenía derecho a poseer servidumbre que debía ser pagada por su marido.

 Saleta le comentó si en Granada existía una corte similar a la castellana. Lillo le aclaró que no tenía nada que ver. Las mujeres vivían en el harem, la parte intima y privada del palacio, y no existían damas de la reina como en las cortes cristianas. En el harem vivían la madre del sultán, sus hermanas solteras, sus esposas, si es que tenia más de una, sus concubinas, y sirvientas y esclavas. Podían ser frecuentados por otras mujeres, comadronas, costureras, vendedoras de abalorios y ungüentos, poetisas y profesoras que enseñaban el Coran.

Si el sultán tenia alguna amante preferida podía alojarla en otra parte del palacio, y si a su mujer le molestaba mucho, incluso la mandaba a otro fuera de la Alhambra. Mientras fue sultán Muley Hacén, no le gustó mantener en su harem a su nuera mientras su hijo se revelaba contra él, de ahí que la enviara a un carmen. Después, siendo ya sultán Boabdil, Morayma con su primer hijo de apenas un año, Ahmed, se retirará al carmen mientras este cae prisionero de los Reyes Católicos en la batalla de Lucena, en la que por cierto muere su padre Aliatar. Después de varios meses el sultán es liberado teniendo que dejar a su hijo como rehén con dos años de edad. Es probable que incluso su segundo hijo, Yusuf, tuviera que servir también de rehén cuando Boabdil vuelve años más tarde a caer nuevamente prisionero.

 Hay constancia del pequeño Ahmed en la corte castellana, donde era conocido por el Infantico, tal como lo llamaba la reina Isabel. Morayma no vuelve a tener a sus hijos con ella hasta la caída del reino, cuando ya está en su exilio en la alpujarra almeriense, nueve años después.

Saleta escuchaba a Lillo con admiración. Era un buen narrador, parecía conocer esa historia perfectamente. Le preguntó si Morayma había tenido alguna hija, aunque ya suponía la respuesta. Lillo le dijo que no, que solo se sabía de estos hijos, y que realmente no tuvo mucho tiempo para tener más. Prosiguió con la narración:

- Boabdil pacta en secreto la rendición de la ciudad con los Reyes Católicos después de un largo asedio. Isabel había decidido hacerse con Granada sin tener que usar métodos destructivos como había pasado en otras villas. Esto hizo que la rendición se dilatara en el tiempo, tanto que los cristianos fundaron una ciudad campamento, Santa Fe, para esperar con calma. Granada con superpoblación se debilitaba, y el sultán comprendió que todo había acabado, pero tenía miedo a que las fracciones más extremistas no permitieses una claudicación sin lucha, por eso que las negociaciones fueron secretas. Una noche antes de la entrega de las llaves, soldados cristianos entran en la Alhambra y toman posiciones por toda la fortaleza. A la mañana siguiente el rey entrega la ciudad a los Católicos. Boabdil con su familia se retirará al carmen preparando su marcha hacia el exilio.

Cuando Lillo hizo una pausa se percibió el silencio del pequeño comedor en el que estaban. Saleta tuvo la impresión que incluso los clientes de alrededor lo estaban escuchando embobados y esperaban que continuara.

Era el dos de enero de 1492. Las capitulaciones firmadas daban a Boabdil un feudo en el reino de Granada, para él y sus descendientes, que se componía de diversas villas como Berja, Andarax o Marchena. Se le permitía salir con su familia y sequito, y con toda su fortuna personal, que por cierto se recoge en un documento y era un buen tesoro; los propios reyes católicos pusieron a su disposición dos carretas de bueyes para transportarlo. En cuanto a la población de Granada podía seguir conservando sus posesiones, sus costumbres y su religión. Todo era muy civilizado.

Por qué en la alpujarra -  preguntó Saleta -  por qué no lo obligaron a salir de la península ya. Lillo le contestó con sorna. Si lo pudieran hacer desde un principio lo hubiesen hecho. Pero para enviar a un exiliado así a otro reino se requeriría más diplomacia, dándole un señorío se le convertía en vasallo con obligación de obediencia. Y lo de la alpujarra, pues supongo que para tenerlo alejado del mar, que no pudiera ponerse en contacto con los reinos musulmanes del otro lado del estrecho para pedir ayuda. De todas formas está claro que era una medida temporal, que realmente con más calma pretendían mandarlo a África.

Al salir del restaurante pasearon despacio por el barrio de Santa Cruz. A Saleta le parecía un decorado de una película costumbrista. En contraste con el bullicio de la ciudad este barrio parecía anclado en el tiempo, solo los grupos de turistas japoneses rompían el silencio de la noche.

 Saleta le habló de Santiago, Lillo escuchaba en silencio, con una sonrisa enigmática en la cara. Al llegar a la plaza de Santa Cruz se sentaron en un banco. Saleta respiro profundamente, y comprobó que todo estaba impregnado del azahar. Recordó un fragmento de una novela y con cierta teatralidad recito: “Hay en el perfume una fuerza de persuasión más fuerte que las palabras, el destello de las miradas, los sentimientos y la voluntad. La fuerza de persuasión del perfume no se puede contrarrestar, nos invade como el aire invade nuestros pulmones, nos llena, nos satura, no existe ningún remedio contra ella” Cuando iba a regañar a Lillo por haber negado el perfume de los naranjos en la ciudad, este se le adelantó: Ves, aquí sí huele a azahar. Y sus ojos se quedaron fijamente mirando los de ella, hasta que la situación se hizo incomoda, y la joven se levantó.

- ¿Cómo fue el exilio en la alpujarra? Dijo rápidamente para romper el silencio.

Fue un año de relativa felicidad sin duda. Aproximadamente cuando llevaban un mes en Andarax, los Reyes Católicos les devolvieron a sus hijos. Y así dedicaron su tiempo a la caza y otras diversiones palaciegas. Cuando llevaban un año allí, los castellanos empezaron a negociar la marcha de la familia real nazarí a Marruecos. Boabdil aceptó, pero fue dilatándolo, desde febrero de 1493 que firmó las capitulaciones definitivas, hasta el verano. Morayma muere en este tiempo, no se sabe de que. Puede que en julio o en agosto, y a los pocos días de enterrarla, parten para Fez.

Saleta tímidamente, casi susurrando, preguntó donde estaba enterrada Morayma. Lillo no se sorprendió lo más mínimo de su pregunta. Como si no la hubiera oído, continúo su relato.

Antes de abandonar la Alhambra, Boabdil hizo levantar la Rauda, el cementerio real, y trasladó los restos de los reyes nazaríes a otro lugar. No quería que quedaran en suelo cristiano. Eligio Mondújar, apenas a treinta kilómetros de Granada. Allí había un castillo construido por su padre Mulay Hacén, donde este se había retirado tras perder el trono y donde descansaba su cuerpo. Es de suponer que hizo que los restos de sus antepasados reposaran allí juntos. Miró de reojo a Saleta, y se percató de su expectación.

Mondújar…este señorío pertenecía legalmente a Morayma, ya que lo había heredado de su madre, la esposa de Ali Athar. Y fue allí donde se traslado su cuerpo desde Andarax, para enterrarse en el cementerio real que se había creado.

Saleta le preguntó si conocía Mondújar. Lillo satisfecho por su curiosidad le contestó que sí, que había estado allí buscando los restos del castillo. Sabes – comentó lentamente – sabía que acabarías interesándote por Mondújar. Saleta se sorprendió. No eres la primera persona de Galicia que quiere saber más sobre ese lugar.


Capítulo VIII

 El Castillo

con una planta que forma un polígono irregular adaptándose a las condiciones del terreno. La entrada se hace por una abertura que hay en su muro sureste, en recodo, pero no podemos precisar si ésta era la original. Tiene un gran aljibe situado en la parte exterior del recinto. Es de planta rectangular y conserva restos que permiten pensar que es abovedado. También se conservan huellas de enlucido rojo. El aljibe comunica mediante un arquillo de medio punto apuntado de tosca factura y a través de una rampa con el interior del castillo, posiblemente para la conducción de agua”

Antonio Malpica Cuello. “Poblamientos y Castillos de Granada”

 No comprendió bien lo que acababa de decir Lillo. A qué te refieres, preguntó con incredulidad, esperando una de sus bromas como contestación. Me refiero a que es la segunda vez que sé de alguien de Galicia interesado por Mondújar y la tumba de la reina Morayma.

- ¡No me digas! – Saleta no pudo contener su asombro.

Si, pero creo que antes de que te cuente esto, debes de contarme tu algo, ya es hora de que hables un poco tu también. Saleta con cierto temor le preguntó que quería saber. Y el, imitándola le contestó: Todo.

Bueno, veras, tengo cierta amistad con las monjas de un convento de Santiago. Hace unos meses encontraron unos papeles muy antiguos en el convento, y me dijeron si los podía fechar y descifrar. Estaban en muy mal estado, debido a la humedad del lugar donde se guardaron, y solo los pude leer parcialmente. Es una especie de historia sobre una mujer granadina del siglo XV, musulmana que se convierte al cristianismo, y acaba procesando en ese convento.

 ¿Aparece alguna fecha en los documentos? -  Ella iba improvisando la historia, para que, aunque fuera una verdad a medias, resultase creíble - Pues esta fechado en 1549, y realmente por comparación de textos de esa época no pongo en duda su autenticidad.

            Bueno, entonces…por que tu viaje a Sevilla – replicó Lillo con cierto aire inquisidor, como si desconfiara de ella – ¿no hay en Galicia quien te pudiera ayudarte con ellos?

            Veras, le aclaró Saleta, después de licenciarme en historia en Oviedo, estudié Biblioteconomía en Granada, donde conocí a Tomás Cifuentes; decidí venir a verlo para pedirle su opinión. Ya puedes comprender que no quiera recurrir a la Universidad, ni a ninguna persona demasiado pública.

            Bien, más o menos lo comprendo, pero…qué tienen de misterioso el texto de la morisca para que andes con tanto secreto. Saleta sonrió - te va a sonar a broma...veras, en el documento, me pareció entender que esa mujer es…hija de Boabdil y Morayma. De hecho en  una de las pocas partes que se puede leer claramente describe perfectamente el entierro de la reina. A Lillo le pareció interesante su historia, aunque le volvió a aclarar que no podía ser hija de Boabdil.

 Lillo permaneció en silencio unos segundos, pensativo, recordando, y le comenzó a contar su visita a Mondújar hacía ya unos siete años.

Cuando iba a alguna población, a ver un castillo o iglesia, solía dirigirme siempre en primer lugar al párroco del pueblo. Así me lo habían aconsejado en el Departamento. Y la verdad es que fueron muchas y muy gratas las sorpresas que estos señores me daban. Suelen tener las llaves de todos los lugares, y saben quienes son sus propietarios y desde cuando, e incluso te cuentan anécdotas y leyendas relacionadas con el edificio. En fin, generalmente están ávidos de hablar con alguien.

 Al llegar a Mondújar fui a la iglesia y me entreviste con el cura, no recuerdo su nombre ahora, pero era un hombre mayor, próximo a los setenta años, pero muy lúcido. Nos pusimos a hablar de cómo se subía al castillo, que esta a unos dos kilómetros del pueblo, y se ofreció a acompañarme. Por el camino no paró de contarme historias del pueblo, de los vecinos, del tiempo de los moros; muchas eran, evidentemente, leyendas, pero una  me llamó la atención, la historia del “pocero gallego”.

Saleta se rió, sin poder evitarlo. Lillo la siguió; era consciente que estaba adoptando el rol de contador de historias, y forzaba su acento andaluz, y realizaba pausas dramáticas intencionadas, en las cuales, los dos jóvenes se reían.

La historia pasó hace más de doscientos años, creo que en la primera mitad del siglo XVIII. Pues bien, a Mondújar llegó un hombre, procedente de Galicia y se instaló en el pueblo, y nunca decía a nadie que le había llevado hasta allí. Pero el hombre por las noches se dedicaba a hacer pozos. Saleta comenzó a desternillarse, y contagio a Lillo, sus risas rompían el silencio de la plaza. ¿Cómo pozos? - Preguntó Saleta, marcando también su acento gallego, siguiéndole la broma.

Si, pozos. Salía de su casa con una pala y se iba a las laderas del monte sobre el que esta el castillo, y se ponía a cavar agujeros en la tierra. Al principio al pie de los árboles, hacia una especie de zanja rodeándolos, luego ya en cualquier sitio. Los del pueblo lo tomaban por loco, y se reían de él. Pero claro, estas cosas cansan, imagínate como llevaría el tío lleno de agujeros el monte. Además empezó a volverse loco, y después ya hacia sus pozos a cualquier hora y en cualquier lugar. Los vecinos empezaron a insultarlo, y supongo que alguno incluso llegaría a las manos al descubrir una mañana que su huerto, por ejemplo, estaba lleno de los “pozos” del gallego.

 La locura fue a más y el empezó a decir a todos que estaba buscando el tesoro de la reina mora enterrada por allí. Una mañana apareció muerto en el monte, cerca del castillo, en uno de los pozos que había hecho. No se si fue muerte natural o  que algún vecino se había cansado realmente de sus cosas. Está enterrado en el cementerio del pueblo, en la lápida pone su nombre y el año en el que murió.

 Saleta se fue poniendo sería, su intuición le decía que la historia no era sólo una anécdota de pueblo. ¿Encontró el tesoro? Pregunto de repente. Lillo seguía riéndose, y al oír la pregunta se percató de que ella estaba seria -  Huí...no serás tu una pocera gallega…

            Pasearon charlando de vuelta al hotel. Saleta, estaba pasándolo bien, hacía tiempo que no tenía una noche tan agradable. Cuando llegaron delante del hotel ella le dio las gracias, no solo por toda la información que le había dado, sino también por la velada. Lillo con esa sonrisa silenciosa tan característica, le contestó que era fácil pasar una velada así con ella. Quedaron en verse al día siguiente, el buscaría toda la información que tenia sobre Mondújar. Cuando se despidieron, al aproximarse para besarse en las mejillas, como si no pudiera ser de otra forma, con naturalidad, se besaron en los labios, apenas unas décimas de segundo y al separarse, en una pausa que no sirvió para meditar lo que habían hecho, se volvieron a besar, ahora con tímida pasión.

            No madrugó. Cuando se levantó ya no pudo desayunar en el hotel, pero no le importaba, se encontraba eufórica. Se arregló y salió, y en el primer bar que encontró se tomó un café con leche y un mollete de Antequera con aceite de oliva. Pensó entonces en lo que había supuesto para la investigación el día de ayer, y decidió llamar a sor Encarnación para darle el parte.

            Su tía se alegró mucho de oírla, y comprobar que estaba bien. Ella le resumió sus conclusiones, dejándole ya claro, que con seguridad sor Isabel de Granada no era hija de Boabdil.

 Le habló del laboratorio de Alicia. Sor Encarnación se asusto un poco al oír que se trataba de la policía, pero Saleta la tranquilizó. La monja después de meditar un momento, sentenció: Llegado este momento solo nos puede interesar llegar a la Verdad. Tendrás el testamento contigo en unos días.

 Saleta le pidió si podía hablar con sor Ángela, y cuando esta se puso al teléfono, le contó los pormenores de todo lo que había descubierto hasta el momento, y sobre todo le habló del “pocero gallego”. ¿Podía ser que alguien se hubiera enterado de la historia de sor Isabel en estos siglos pasados? Ángela en seguida pensó en el manuscrito perdido de sor Mayor de Caamaño. Saleta le pidió que volviera a estudiar el libro de sor Mayor a ver si habían pasado algo por alto, y quedaron en hablar al día siguiente.

            Después llamó a Alicia, y la sevillana, sin darle opción a replica, le dijo que esa noche cenaban en su casa, ella y Lillo, y que entonces ya hablarían de todo.

Llegaron a casa del matrimonio al atardecer. Lillo con una enorme carpeta llena de papeles y Saleta con dos botellas de vino albariño, para poner un toque gallego en una cena andaluza. Tomás fue el primero en sacar el tema de la investigación de Saleta.

Ella comentó todas las cosas de las que había hablado con Lillo la noche anterior y de sus planes de visitar Mondújar al día siguiente. Anda…Mondújar, el castillo de Muley Hacén – comento Tomás – y…de la cautiva. Alicia preguntó a que se refería, y Tomás, con tono pícaro, respondió que ese castillo había sido el nido de amor del sultán y de su cristiana cautiva Isabel de Solís. Saleta suponía que habían vivido en la Alhambra y le pidió que se explicara. Tomás cedió la palabra a Lillo para que contara la historia de esa pareja.

            Bueno, lo principal ya lo sabéis, Isabel de Solis fue hecha prisionera en una incursión. Era hija de un comendador, y cuando llegó a Granada, el sultán quedó prendado de ella, y, aunque era mucho más mayor que la cristiana, ambos se enamoraron locamente. La convirtió en su favorita. Cuando la reina Aixa empezó a ver que aquello era algo más que un capricho, empezó a conspirar contra su esposo. Isabel abrazó el islamismo con el nombre de Zoraya, y por su parte influye continuamente en el rey para que la convierta en su esposa. Alicia riendo sentenció: Menuda pájara, esa si que sabía adaptarse a las circunstancias.

            Muley Hacén apartó a Aixa de la corte, y Zoraya ocupó su lugar. Fue entonces cuando la sultana humillada empieza a enfrentar a Boabdil contra su padre, para arrebatarle el trono.

 Zoraya se muestra triste y melancólica, y el sultán no sabe como complacerla, pero ella le da la solución: repudia a Aixa y cásate legalmente conmigo. Todos rieron.

 La cautiva, como todos los castellanos, sentía admiración por lo andalusí, y en sus fantasías adolescentes soñaba con un hermoso castillo, apartado de todos, donde vivir su amor con un sultán de cuento.

Supongo que lo que realmente la asfixiaba era la corte nazarí, donde siempre fue considerada como una cautiva, y donde había partidarios de Aixa por todas las esquinas. Así que su amado esposo dispuso construirle un castillo de ensueño, y ese fue el de Mondújar. No se escatimó en nada, toda la decoración era del mayor lujo de la época, y los jardines recordaban a los de la Alhambra. En un principio se planteó como un lugar de residencia veraniega. Allí Zoraya y Muley Hacén recibían a los nobles y altos dignatarios del reino, y todos quedaban deslumbrados por el castillo. Imaginaros como estaría Aixa…

            Saleta le preguntó sino habían tenido hijos, y Lillo le contestó que sí, que por lo menos dos; varones, aclaró enseguida mirándola fijamente. Lillo saco unos papeles de su carpeta y los miro un momento. Saad y Nasr dijo después de leer sus notas.

            Claro que los planes de Zoraya se truncaron cuando su marido perdió el trono, y Boabdil los exilio a Mondújar. Allí murió el sultán, y Zoraya y sus hijos continuaron en el castillo. Parece ser que Boabdil incluye en lo pactado con los Reyes Católicos, la propiedad del castillo para Zoraya  y sus hermanastros.

            Pero lo que más os va a asombrar es que Zoraya, cuando Isabel y Fernando se establecen en la Alhambra, se presenta en su corte. Presentando sus respetos, su obediencia y dispuesta a contar su historia. La reina Isabel, deslumbrada por Granada, que era su obsesión, la escucha, y la mantiene en la corte. La reina estaba viviendo el mundo nazarí que tanto había anhelado y un personaje como Zoraya resultaba pintoresco. Al poco tiempo Zoraya decide volver a su antigua fe, y en una ceremonia donde los reyes figuran como padrinos, vuelve a ser católica, vuelve a ser Isabel de Solís.

 


Capítulo IX 

Los Conversos

Cuando entramos bajo el pacto de su proteccionismo
Apareció su deslealtad violando la resolución
Traicionaron tratados por los que fuimos seducidos
Hemos sido cristianizados a la fuerza con ferocidad
Han sido quemados los ejemplares del Corán que teníamos
Y los han revuelto con basura o con impurezas
Y cada libro en los asuntos de nuestro Din
Al fuego lo han arrojado con burla y desprecio

Fragmento de un poema anónimo escrito en 1502 al sultán otomano Bayazid pidiéndole ayuda para el pueblo granadino

Alicia fue la primera en exclamar: ¡Ya le vale a la Zoraya!, todos rieron. Tomás preguntó a Lillo si sabía que había sido de ella y de sus hijos. Tuvo que volver a consultar sus notas un instante. Pues veras, sus hijos también se hicieron cristianos, gozando de todos los privilegios de la nobleza, el príncipe Saad pasó a ser Fernando de Granada, y uso el título de duque, llegó a ser comandante del ejercito castellano, y su hermano Nars pasó a ser Juan de Granada. Ambos se casaron con nobles castellanas, y emparentaron con las familias de más rancio abolengo.

 Tomás comentó que era curioso que la sangre de los reyes nazaríes continúe hasta nuestros días en la nobleza española. Alicia dijo que no le extrañaba nada, no había más que ver los líos que se traían algunos nobles.

 ¿Entones Isabel de Solís se quedó sola en Mondújar hasta su muerte? Preguntó Saleta. Lillo la miró con cara burlona, había conseguido nuevamente atraer la atención de la joven. Eso le gustaba, y le daba pie para burlarse de ella, de forma cariñosa. Así, sin venir a cuento, le dijo que el albariño estaba muy bueno, que era igual que el vino de Huelva. Saleta, con fingida dignidad, le contestó que no lo había probado nunca, pero que lo dudaba. Lillo se rió y le respondió que eso habría que solucionarlo.

            La reina Isabel la Católica dejó en Granada a su confesor Hernando de Talavera, encargándolo de la evangelización de su nuevo reino, con las pautas marcadas en las capitulaciones. Esperaba que la población fuera poco a poco aceptando la fe cristiana. Pero en 1498, en una visita a Granada comprueba que las conversiones son mínimas, como si nada hubiese cambiado prácticamente, así que dejará de refuerzo a su nuevo confesor, el cardenal Cisneros, franciscano y arzobispo de Toledo. Y entre los dos obispos montan una campaña de conversiones mediante la persuasión más o menos violenta, que llevará a un levantamiento de la población. Esta revuelta llega también a otros puntos del reino, entre ellos Mondújar. Isabel  de Solís, es presa del pánico en su castillo, hasta que el ejército castellano sofoca la rebelión y la libera. Asustada, y cansada del jaleo que se ha montado en Granada, se marcha a Castilla. No está claro donde acabó sus días, probablemente instalándose en alguna ciudad, donde viviría de forma anónima hasta su muerte.

            Para Tomás las concesiones al pueblo granadino hechas por los Reyes Católicos habían sido una farsa, en realidad toda las capitulaciones se fueron aboliendo y cambiando. Desde un primer momento la mera conversión de la mezquita aljama en catedral, y otras de la ciudad en iglesias, constituyó un desafió al pueblo.

            En realidad pensaban que cuando los nobles y mandatarios nazaríes se exiliaran, y el pueblo se viera rodeado de iglesias, curas, frailes y monjas, acabarían abrazando el cristianismo – apuntó Lillo – lo curioso es que esto no pasara.

            Pero hubo conversiones espontáneas supongo. Saleta pensaba en sor Isabel deslumbrada por la nueva religión. Lillo le contestó que sí, que algunas del pueblo, y de algunos mandatarios incluso, que en realidad se adaptaban a los nuevos tiempos; más por seguir viviendo cómodamente, que por fe. Leyendo sus apuntes les contó que el comandante Yahia An Niyar, emparentado con la familia real, pasó a ser Alonso de Granada Benegas y se casó con una camarera de la reina Isabel. La mayor parte de la familia Benegas se hizo cristiana, como el ministro Abulqasim Ibn Ridwán Benegas, o el ministro Yusuf Ibn Camacha, que incluso se hizo fraile.

            Tomás comentó que algunas de las conversiones de nobles incluso habían sido ya anteriores a la caída del reino. Una de las más conocidas fue la de la familia Umayya, que se decían descendientes de los Omeyas de Córdoba. A cambio de su conversión y colaboración los Reyes Católicos les concedieron el señorío de Válor y el derecho a ser miembro del cabildo granadino, los llamados Caballeros Veinticuatro. El patriarca de la familia adoptó el nombre de Hernando de Córdoba, y añadió el de Válor a su apellido, pasando a ser de Córdoba y Válor, por lo que eran apodados como los valoríes. Pues bien – continuo Tomás – imaginaros cual seria su aceptación de la fe cristiana, que años más tarde, su nieto, Fernando de Córdoba y Válor, nacido ya cristiano en Granada y miembro también de los Veinticuatro, en 1568, cuando Felipe II publica el edicto por el que se prohíbe la lengua árabe y las costumbres musulmanas, se convierte en Muhammad ibn Umayya, más conocido por los cristianos como Abén Humeya, y caudilla la insurrección morisca de la Alpujarra, proclamándose incluso rey.

            Vamos – seguía Alicia con su sorna – que los moriscos en realidad decían que si a Cristo, pero continuaban en sus casas con Mahoma. Lillo le dijo que se suponía que la mayoría sí; otra gran parte de la población, de todos los lugares del reino granadino, había emigrado a África en los primeros años de la conquista, precisamente para seguir con sus hábitos y religión.

            Saleta quiso saber como había sido la política de Cisneros y de Hernando de Talavera. Lillo explicó que al llegar Cisneros a la ciudad en diciembre de 1499, se entrevistó con las personalidades musulmanas de Granada y de otras ciudades del reino, ofreciéndoles favores a los que abrazaran el cristianismo, y amenazándoles con castigos a los que lo rechazaran. Muchos ante la coacción aceptaron, y parte del pueblo llano los siguió.

 Después se centro en los elches. Saleta preguntó quienes eran esos y Lillo le aclaró que eran los musulmanes que descendían de cristianos que se habían convertido al Islam. A estos les ofrecía volver a la antigua fe y ser considerados como cristianos viejos, o si continuaban en el islamismo serían tratados, ellos y sus descendientes, como renegados. Los elches se consideran ellos mismos, a todos los efectos, musulmanes y no hacen mucho caso de las amenazas de Cisneros. Comienza entonces una persecución de los mismos por el Albaicín, para detenerlos. Esto lleva a una revuelta generalizada, que hará que los cardenales tengan que refugiarse en la Alhambra, y recurrir al ejército para sofocarla. Ante el fracaso de Cisneros, el arzobispo de Granada, Hernando de Talavera, pacta con los insurrectos para restablecer la paz. Aunque muchos huyen a la alpujarra y protagonizan la revuelta que os conté antes, en la que se ve metida Isabel de Solís.

 A partir de esta fecha, primero sofocando la rebelión con métodos violentos, y después por métodos de coacción, se va forzando a la población a la cristianización. Por ejemplo el edicto del año 1500 que hacía que los conversos tuvieran el mismo tratamiento fiscal que los cristianos antiguos. Poblaciones enteras eran bautizadas en una misma jornada. En 1501 se publicó un decreto por el que todas las mezquitas pasan a ser iglesias y se confiscaban los bienes de las mismas. Ese año el fanatismo cristiano hace quemar en la plaza de Bibaranba miles de libros escritos en árabe.

Todos quedaron en silencio, la escena estaba siendo imaginada en sus mentes. Fahrenheit 451 versión siglo XV.

Saleta rompió la meditación con un suspiro, y comentó a Alicia y a Tomás que mañana se iban a Mondújar; bueno, que ella iba a ir y Lillo se había ofrecido a llevarla. Alicia, recogiendo ya los platos, preguntó si el castillo estaba abandonado desde que se fuera de allí Isabel de Solís o si había tenido más moradores. Lillo haciéndose el interesante, sacó unos folios de su carpeta y le dijo que se sentara, que ahora venía el resto de la historia.

La jurisdicción de Mondújar se le dio a un tal Pedro de Zafra, que se convirtió en algo así como su alcalde, y se traslado allí con su familia. Se supone que vivirían en el castillo. Pedro debió de morir al poco tiempo, y su viuda, Guiomar de Acuña y sus hijos fueron los herederos del señorío. Alicia interrumpió con otra de sus exclamaciones: Esta gafado, ese castillo está gafado…no vayáis mañana. Todos se rieron.

Lo curioso - continúo Lillo - es que a la muerte de Pedro de Zafra, la Iglesia pone un pleito a doña Guiomar, reclamando la propiedad de las tierras y las rentas que le pertenecen, según el testamento de su legítima propietaria, la reina Morayma.

 Los tres se quedaron mudos, con cara de no comprender lo que estaban oyendo. Lillo sonrió con su mirada y los miro de reojo. Este hecho se conoce gracias a conservarse las actas de ese juicio, el último promovido por la Inquisición de Llerena, en el año 1509, si bien las declaraciones de los testigos parece que se realizaron en 1516. Se ve que la justicia era lenta también entonces. Unos de los testigos, Fernando Auldulbirí, alguacil de Mondújar, declara claramente que las tierras que pretendía la viuda de Pedro de Zafra habían pertenecido a Morayma, que a su vez las había heredado de su madre, la mujer de Aliatar. Estaban preguntándole por “la hazienda de la rreyna mora, muger del rrey chiquito”. Este testigo reconoce ser hijo de uno de los mayordomos de Morayma, es decir este personaje conoció y vivió junto a la última reina de Granada. Leo textualmente el acta del juicio:

            “Que sabe que todos ellos fueron de la madre de la dicha rreyna, y que después de fallesçida...los ovo y heredó della la dicha rreyna su fija. (Que el testigo) las vido tener e poseer a la dicha rreyna más de treynta años antes de que muriese e que sabe que murió en Andarax”.

Y más aun, incluso nos dice que sabe donde está enterrada: “está enterrada en esta dicha alcaria de Mondújar, y que si es necesario es que mostrará la sepultura dó está enterrada”. Después el testigo relata las disposiciones del testamento:” Que la dicha hazienda y bienes y heredades quando la dicha rreyna murió dexo mandado que fuese partida en tres partes en esta manera: la meytad de toda esta dicha hazienda para la iglesia que agora es en Mondújar, que entonces era mesquita, y la otra meytad se partiese en dos partes, la una quarta parte para el alfaquí de la dicha mesquita porque touiese cargo de yr a rezar la çala sobre la sepultura do está enterrada la dicha rreyna, el qual avía de yr a rrezar a la dicha sepultura dos veces cada semana para siempre jamás”.

Increíble – Alicia no salía de su asombro – Así que la buena de Morayma deja sus bienes, o parte de ellos a la mezquita de su pueblo, y como la transforman en iglesia, pues la Iglesia los reclama, como legítimos herederos de ella. Si es que siempre tuvieron una cara…

Bueno – continuó Lillo -  el resto del testamento consiste en repartir las tierras y sus frutos o rentas entre distintas personas de Mondújar, fieles sirvientes de ella y de su familia. Así lo explica todo el testigo. Pensando hoy en este testamento, creo que Morayma lo redactó cuando no pensaba en partir hacia Marruecos, ya que estaba convencida de que su sepultura iba a permanecer allí por muchos años y que, por muchos más, los responsables de la mezquita iban a cumplir su deseo de rezar sobre ella dos veces a la semana. Creo que debía tener una gran devoción a esta mezquita y a lo que ella representaba. Y según los encargos que hizo en su última voluntad, nunca pensó que la cultura y religión musulmana pudieran desaparecer del Reino de Granada.

 


Capítulo X

 El Cementerio

     Cristianos y musulmanes, durante ocho siglos, hemos vivido y muerto los unos por los otros; nos hemos observado, odiado, perseguido, imitado, hemos convivido ¿Cómo viviréis ahora sin el otro, en qué espejo miraros, qué Granada añorar, que paraíso perdido para reconquistar, qué quiméricos jardines echar de menos en medio del invierno? Tendréis nostalgia de nosotros por que no sabréis que hacer con Granada…

Antonio Gala. “El Manuscrito Carmesí”

            Hay algo que me llama la atención desde que empecé a meterme en este tema ¿No os parece curioso que en estos cinco siglos nunca nadie se haya interesado en buscar las tumbas de los reyes nazaríes?-  Apuntó Saleta - Será realmente cierto qué se enterraron en Mondújar.

            Bueno yo lo tengo seguro, dijo Lillo con firmeza, además en este mismo juicio contra doña Guiomar de Acuña, los testigos lo mencionan en varias ocasiones. Por ejemplo, una mujer llamada Isabel Nihiriza, además de confirmar el testimonio de alguacil, señala que Morayma está enterrada junto a otros reyes granadinos que fueron traídos hasta Mondújar desde Granada. Así lo cuenta esta mujer: “Puede hauer veinte años, poco más o menos tiempo, que vido traer a esta alcaria a la dicha rreyna mora muerta en vn arca o en vn ataud e la vido enterrar en un haça adonde estauan enterrados otros rreyes moros que los auian enterrado en Granada y después los troxeron a enterrar allí do la dicha rreyna se enterró después”.

Esta testigo menciona también la llegada de Pedro de Zafra a Mondújar: “....que después que la dicha rreyna mora dispuso de la dicha hazienda y bienes y falleçió desta presente vida, que el dicho rrey su marido en el mismo año se fue luego a Andarax e después de ido, en el mismo año que el dicho rrey chiquito se pasó allende, luego vino el dicho Pedro de Çafra...y se...apoderó de todas las dichas heredades...”

En otro documento, que pertenece al Archivo de la Alhambra,  que data de 1549, un tal Juan Jusepe de Herrera, vecino de Béznar, declara sobre la conveniencia de reparar y dotar al alcalde de la fortaleza de Mondújar: "… como cosa tan ymportante están trasladados al pie de la dicha fortaleza, en una haça que se llama la rauda, todos los cuerpos de los rreyes de moros que fueron de Granada al tiempo que fue de moros y después la rreyna horra mora se truxo desde Andarax, después de entregada la çiudad a los señores rreyes católicos, de gloriosa memoria, a enterrar a la dicha rauda, lo cual es cosa muy notoria e çierta”

Bien, aceptamos  que el cementerio real se trasladó de la Alhambra a Mondújar, como es que nadie lo ha buscado nunca, insistió Saleta. Para Tomás había varios motivos para esto, en primer lugar, los enterramientos musulmanes no acompañan joyas, vestiduras, ni armas ni nada, solo el cuerpo del difunto en su sudario blanco, luego perdía interés para los buscadores de tesoros. Por otro lado están las cuestiones religiosas, supersticiones, y más recientemente incluso políticas. A ver quien se pone hoy a profanar un cementerio musulmán…murmuro Alicia. Y después ya sabemos como fue España para las investigaciones arqueológicas, continuo Tomás, cuantos castillos, monasterios, murallas, torres, etc. se han dejado demoler…como para ocuparse de buscar un cementerio.

Cuando salieron de casa de Tomás, Lillo le dijo que tenía un regalo para ella. Saleta que se encontraba eufórica, en parte por lo agradable de la velada, y en parte por el albariño, se quedó sorprendida. El sacó de su bolsillo la cartera, y de ella dos entradas. Saleta las cogió sin saber lo que eran, y cuando las miró detenidamente exclamó: ¡Anda, la Alhambra!

Seguro que ya has estado allí un montón de veces, pero nunca con un buen guía. Saleta, emocionada, le dio las gracias, confesándole que solo había subido a la Alhambra dos veces en los tres años que estuvo en Granada. Le dijo que le apetecía mucho visitarla, más después de todos esos días hablando de Boabdil y los demás personajes que habían vivido allí.

Siguieron paseando despacio hasta el hotel, bromeando, riéndose por tonterías, incluso Lillo canturreo algún fandango. Cuando llegaron se volvieron a besar, era como si estuvieran esperando ese momento desde que salieron de la casa. Lillo le dijo que tenían que salir pronto si querían ver la Alhambra por la mañana y después acercarse a Mondújar. Saleta asintió. Abrazados en la calle él comentó que era una pena que tuvieran que madrugar, que si no fuera así, la invitaría a que se fuera con él a su casa. Saleta miro el reloj y se despidió con otro beso. Mientras subía las escaleras del hotel se arrepentía de no haberse ido a casa de Lillo.

            Esa mañana de domingo, soleada, pero fresca, era la perfecta para recorrer los patios y salones de la Alhambra. Los pocos turistas que estaban a esa hora producían un leve murmullo con sus conversaciones, que se mezclaba con el rumor de las fuentes y el canto de los pájaros. La imaginación de Saleta la situaba cinco siglos atrás, un día de audiencia en la corte nazarí. Lillo le preguntó si prefería una audio guía o que él le contara, y Saleta sin contestar se puso a la cola donde se cogían. Los dos se rieron, el la tomó de la mano y la llevó al interior del palacio. 

- Este es el primer núcleo, el mexuar, es la parte pública, la que se conserva en peor estado y la que más reformas ha sufrido. Es la sala destinada a las audiencias y a la administración de justicia.

 Pasaron al Salón de Comares, donde Lillo le aclaró que comenzaba la parte oficial, organizada alrededor del Patio de los Arrayanes. Este patio es una de las piezas fundamentales de la Alhambra, cuyas proporciones están perfectamente distribuidas en torno a la alberca longitudinal que divide su planta. Saleta escuchaba a Lillo y su mirada recorría todos los arcos y celosías, y se detuvo tiempo en la alberca donde se reflejaba el edificio.

 Después llegaron al harem, la parte privada del monarca, distribuido alrededor del Patio de los Leones. En un momento quedaron solos en uno de los pequeños salones que daban al patio, Lillo la sujeto desde atrás, por la cintura, y la beso en el cuello. Saleta le devolvió el beso. Cuando unos turistas entraron ruidosamente en el salón, se separaron, como si su abrazo perturbara más el lugar que las voces de los demás visitantes.

            Después de dos horas en la Alhambra, y con claros signos de cansancio, salieron de la ciudad rumbo a Mondújar. Cuando llegaron al pueblo la gente estaba saliendo de la misa dominical con sus mejores galas. Entraron en la iglesia y se sentaron en uno de los primeros bancos. Esperaron en silencio que se desalojara y se dirigieron a la sacristía, donde el párroco los recibió con curiosidad. Se trataba de un hombre joven que no llegaba a la treintena. Lillo preguntó por el antiguo párroco, al que él había conocido, imaginándose lo peor. El joven les dijo que don Anselmo se había ya retirado, que vivía en un asilo en Granada, pero que él ya llevaba cuatro años en el pueblo y les podía indicar cualquier cosa.

            Lillo le contó por que conocía Mondújar, y exagerando un poco, mostró admiración por las historias y leyendas que le había contado don Anselmo. Hablaba de este como si fueran grandes amigos y el joven cura, lleno de orgullo, les confeso que también a él don Anselmo le había enseñado todo sobre la parroquia, su historia y su presente.

 Hablaron del pocero gallego. El cura se rió, era una de sus historias favoritas. Saleta preguntó si podía ver su sepultura. El joven, al igual que habría hecho su predecesor, se ofreció encantado a servirles de guía.

            Caminaban hasta el cementerio, cuando sonó el teléfono de Saleta. Era del convento, sor Ángela le decía, ante la sorpresa de Saleta, que el martes estaría en Sevilla con los documentos. Ya había arreglado todo, tenia que ir a buscarla al aeropuerto a las diez de la mañana, y deberían intentar que esa misma tarde se pudieran llevar al laboratorio. Saleta le dijo que estuviera tranquila, que ella concretaría con Alicia todo para esa tarde.

            Saleta caminaba unos metros más atrás que Lillo y el cura, hablando con sor Ángela. Bajando instintivamente el volumen de su voz le preguntó si había vuelto a leer el texto de sor Mayor. La monja le dijo que sí, y que le había producido una extraña sensación de la que no se había percatado cuando lo leyeron la primera vez. Le daba la impresión de que el texto estaba cortado en diversas partes, que se perdía continuidad en la narración, e incluso había un cambio de estilo narrativo entre unas páginas y otras.

            Los dos hombres se habían parado delante de unas viejas tumbas en un rincón del camposanto. Y cuando Saleta los miro, le señalaron una de ellas, la del pocero, y siguieron caminando enfrascados en su charla.

            Saleta le preguntó si en algún lugar figuraba quien había trascrito los manuscritos de sor Mayor. Sor Ángela comenzó a leer la segunda página del libro: Texto publicado por encargo del Convento de Santa Clara de Santiago de Compostela, del manuscrito original de Sor Mayor de Caamaño y Mendoza. Recopilado por el bachiller don...Saleta sin dejarla terminar continuo la frase...Félix Gómez Herrero. Sor Ángela sorprendida exclamó: ¿Cómo sabes su nombre?

 Le contestó: Estoy delante de su tumba.

 


Capítulo XI

 Las Misas

Lillo llamó a Saleta a gritos, la joven parecía no oírlo. Estaba parada delante de la tumba del pocero como si fuera la tumba de un familiar allegado, de cuyo fallecimiento se acabara de enterar. Lillo acabó volviendo sobre sus pasos, y cuando estuvo a su lado le preguntó si le ocurría algo. Ella le pidió disculpas, y sonriendo le preguntó si subían ya al castillo. El contestó con tono de reproche que la estaban esperando hacía ya diez minutos.

            El joven cura no paró de contar historias sobre Mondújar, parecía que llevara ahí toda su vida. Tomaron el camino llamado de los olivos; les aclaró que hacía muchos años que ya no había olivos en el pueblo, aunque en la antigüedad había sido un centro importante de producción de aceite. Les contó que la población se mantenía estable en las últimas décadas después de haber disminuido durante los años sesenta y setenta. Lillo intentaba mantener la cortesía aparentando interés por todos los temas, mientras Saleta subía la cuesta pensando en el pocero, y en lo que este había encontrado en el manuscrito de sor Mayor, que lo había llevado a su locura.

            Cuando llegaron a la cima, Lillo tomó la palabra para explicarles la estructura del castillo, del que solo quedaban las ruinas. El cura tomaba notas mentales de todo, quizás para repetirlas después en futuras visitas guiadas por él.

            Al mirar el pueblo desde ese punto les llamó la atención la nueva autovía, que cortaba el paisaje a pocos metros de las casas. El párroco comentó que había sido muy polémica su construcción. Aunque el llegó al pueblo justo el año que se inauguró, recordaba que don Anselmo le había contado que las obras habían levantado dos enterramientos de la época de los moros.

 Saleta y Lillo se sobresaltaron. El cura se percato de ello, y preguntó si sabían la historia de los reyes moros enterrados por allí. Cuando se disponía a contársela, Lillo, rápidamente, lo cortó, diciéndole que la conocían perfectamente. Saleta preguntó cuando había sido eso. Él respondió que en el año 2002 se habían encontrado los enterramientos, habían venido arqueólogos de la Universidad de Granada, pero no se había podido aclarar si era la Rauda trasladada desde la Alhambra.

            Saleta quiso saber si aparte de las tumbas se habían encontrado algún objeto de la época. El cura le dijo que sí, que algunas alhajas, que fueron compradas por el Museo Arqueológico Nacional de Madrid. ¿Algún collar de perlas? Dijo la joven casi con temor, mientras Lillo la miró con cara de no entender por que preguntaba eso. El cura le explicó que no sabía exactamente en que consistían, pero tenía entendido que eran cosas artesanales, sólo con valor histórico.

            En la bajada hacia el pueblo el párroco siguió con sus relatos, parecía no cansarse nunca de hablar. Contó que ahora eran pocos curas en la comarca, y que se veían obligados a atender varias parroquias a la vez, así que el culto en las iglesias se limitaba prácticamente a los fines de semana y un día más de diario distinto en cada parroquia. Así que se pasaba en moto recorriendo la comarca continuamente. Saleta y Lillo ya no opinaban, solo escuchaban en silencio, deseando llegar al pueblo y despedirse de él.

            Imaginaros si tuviera que dar misas como antiguamente, que los feligreses pagaban, y había que misar a diario, a veces incluso dos veces al día. Menos mal que eso cada vez se hace menos. Don Anselmo todavía se acordaba de las dos misas a la semana que tenia que dar pagadas por las monjas.

            Aunque la capacidad de asombro de Saleta ya se había superado con el hallazgo de la tumba del pocero – bachiller, un gatillo salto en su cabeza cuando las palabras del cura entraron por sus oídos. ¿Cómo? ¿Que monjas? Interrumpió Saleta.

            El cura, contento de volver a ser el centro de atención, les contó que desde muy antiguo un convento de monjas de Loja pagaban a la parroquia por dar dos misas a la semana. Saleta mostró interés por esa historia, ante el asombro de Lillo, que no dejaba de hacerle muecas para que no le siguiera el cuento al cura.

            Estaban llegando ya  a la iglesia, y el párroco les invitó a entrar para mirar en los libros parroquiales y decirles exactamente quienes pagaban esas misas. Se sentaron en la sacristía, mientras el sacerdote hojeaba un enorme libro con anotaciones a mano, el archivo parroquial de Mondújar. Después de casi diez minutos encontró algo. Aquí esta, la última vez que se hizo el pago fue en diciembre de 1991, se pagaban las misas correspondientes al segundo semestre del año. Y lo venían a pagar en mano dos monjas, que asistían a misa, y luego llevaban flores a algún lugar de la ladera que sube al castillo. Contaba don Anselmo que esto era una tradición muy antigua, que se remontaba siglos atrás.

            Lillo se puso en pie para despedirse, pero Saleta, sin hacerle caso, preguntó de qué convento se trataba. Volvió a mirar el archivo parroquial y le contestó: Convento de Santa Clara de Loja.

            Cuando subieron al coche Saleta se quedo muda, Lillo que empezaba a pensar que la gallega estaba un poco loca, esperó casi media hora antes de preguntarle que le pasaba. Saleta le dijo que tenía que hablar con él, que la disculpara, pero que había cosas que no le había contado sobre su investigación, incluso alguna de ellas no se las podía contar sin romper un juramento. Lillo sintió incluso algo de miedo, no por que pensara que la historia fuera enigmática, sino por que veía a la joven en un estado tan misterioso que le hacía dudar sobre su salud mental.

            Pararon en un pequeño pueblo. Bajaron del coche y caminaron por las calles vacías, hasta que encontraron un restaurante. Se sentaron en la terraza, y después de ser atendidos, Lillo le pidió por favor que le contara todo.

            - Veras, aparte de los documentos encontrados en el convento de los que te hablé, escritos por una tal sor Isabel de Granada, de los cuales deducimos que podía tratarse de una hija de Boabdil, las monjas tienen otro texto, un libro de 1720, que es la edición de un manuscrito encontrado en la biblioteca del convento, cuyo original ha desaparecido, escrito por una monja gallega en el siglo XVI. Este libro relata la historia del convento desde su fundación. Nada nuevo. Pero menciona en un pequeño párrafo que allí hubo una abadesa, llamada Isabel que era hija de los últimos reyes de Granada. Lillo se quedó más tranquilo según la joven hablaba y le preguntó que tenía que ver todo eso con la actitud tan misteriosa que había tenido en Mondújar.

            Bueno, resulta que la persona a la que el convento había encargado la publicación del manuscrito es el bachiller Félix Gómez Herrero. Lillo preguntó si debía saber quien era ese señor. Ella le contestó que sí, que era el pocero gallego. Lillo se quedó mudo. Saleta continuó -  esto me hace pensar que en el manuscrito de la monja había alguna referencia a Mondújar, que hizo que este señor viniera hasta aquí a buscar algo. Lillo entendió entonces su perplejidad y le preguntó por que se había interesado también por las monjas que pagaban las misas.  Bueno hay dos cosas que me llamaron la atención, por una parte que se pagaran dos misas a la semana durante tanto tiempo, ¿no te suena eso? Lillo lo medito un instante, y cuando cayó en la cuenta exclamó ¡que se rece dos veces a la semana en mi tumba por siempre jamás! Es el testamento de Morayma. Nada más decir eso notó como la piel se le erizaba. Saleta continuó. Las monjas de Santiago también son clarisas, ¿no es curioso?

            Continuaron hablando durante el viaje de vuelta a Sevilla y ella le prometió que en unos días le contaría todo con detalles. Lillo se había quedado satisfecho con las explicaciones, y volvió a bromear y a charlar como de costumbre. Cuando llegaron a la ciudad no dejó a la joven la opción de ir al hotel. Fueron a su casa y pasaron la noche juntos.

            Se levantó tarde, Lillo ya se había ido a trabajar hacía más de dos horas. Se sintió intrusa, en una casa de alguien que apenas conocía. Pero, acaso no es así la vida, no conoces a alguien hasta un determinado momento y después ya le otorgas confianza. Ese momento puede ser una charla o una noche de pasión, puedes tardar días o años en encontrarlo, pero sin saber como, aparece.

            A medio día llamó a Alicia, y cuando esta salió de trabajar por la tarde Saleta estaba esperándola en la Plaza de la Inmaculada. La ciudad respiraba un nerviosismo especial aquel lunes, pero Saleta estaba más pendiente de sus pensamientos que del entorno.

            Alicia y ella tramaron un plan para procesar los documentos que al día siguiente llegarían a Sevilla. Saleta y la monja se presentarían por la tarde en las instalaciones del CSI – CSIF de Sevilla, donde solo Alicia y otra técnico estaban de guardia. Ella contaría a su compañera que se trataba de un testamento de la familia de unas amigas que necesitaban leerlo bien por motivo de un pleito sobre una herencia. Cuando los documentos estuvieran listos despistarían a la otra técnico. Alicia le diría que se fuera ya, que ella sola acabaría el trabajo. Cargarían en un CD los resultados y se los llevarían sin dejar registrado el trabajo. La sevillana estaba emocionada planeándolo todo, era toda una aventura.

            Volvió al hotel y se acostó a descansar, y sin darse cuenta se quedó dormida hasta que el teléfono la despertó. Era Lillo, le decía que la pasaría a buscar en una hora, que se pusiera elegante. Saleta le dijo que solo tenia el vestido de la noche del viernes, y el contestó que sería perfecto. Y sin darle más explicaciones se despidió.

            Eran las diez y media de la noche cuando Saleta acabó de componer su moño. Marco sus facciones con un tenue toque de maquillaje y abusó del carmín en sus labios. Eligió unos pendientes de oro viejo y adornó su muñeca con varias pulseras. Se perfumó y salio a la calle. Vio llegar a Lillo desde lejos, con un impecable traje negro de raya diplomática, su corbata naranja destacaba sobre la camisa de un blanco impecable. Se había cortado el pelo y sus largas patillas afilaban su rostro. Cuando se besaron olió su colonia y se acordó de la primera vez que había estado cerca de él, bajo aquel paraguas. Habían pasado siete días, y parecía que lo conocía desde hacía meses.

            Lillo no le quiso decir a donde iban, subieron a su coche y cruzaron el río. Tardaron en encontrar donde aparcar. Saleta le preguntó varias veces que es lo que ocurría al ver las calles llenas de gente, dirigiéndose hacia el mismo punto. El sonrió y le preguntó si le gustaba el pescadito frito. Saleta pensó que se habían puesto muy elegantes para ir a comer pescadito.

            Cuando estaban llegando a una explanada atiborrada de gente, de repente, se hizo un silencio, y miles de bombillas se encendieron, iluminando una estructura de madera decorada con motivos andaluces. Una enorme puerta de tres arcos se iluminó ante ellos. La atravesaron y entraron en la feria.

 


Capítulo XII

El Plan

A las diez en punto estaba en el Aeropuerto de San Pablo, muerta de sueño. A penas había dormido cuatro horas. Había sido su primera noche de feria y ya se preguntaba como los sevillanos podía sobrevivir una semana a ese ritmo.

El avión procedente de Santiago llegaba puntual. Se aproximó a la zona de espera y no tardó en ver a dos monjas, con sus amplios hábitos negros, caminar con paso firme hacia la salida. Sor Ángela y sor Escolástica se movían por el aeropuerto como si estuvieran acostumbradas a viajar. Saleta las abrazó y besó, y se mostró preocupada por el cansancio que podían tener, sobre todo la anciana sor Escolástica. Pero las monjas le quitaron importancia.

Mientras la mayor entro en los servicios, Saleta preguntó a Ángela cómo era que la anciana la había acompañado. Sor Ángela le dijo que las normas del convento son estrictas, si una hermana se exclaustra por algún motivo, deberá ser acompañada por un familiar o por otra hermana. Sor Escolástica se había empeñado en ser ella la acompañante.

Entraron en la cafetería del aeropuerto. Saleta les quería explicar como iban a desarrollar el plan. Las monjas asintieron emocionadas a todo lo que la joven les decía. No podían imaginar que se iban a ver envueltas en una trama semejante. Saleta dudó un instante antes de decirles que tendría que ir al laboratorio de Alicia vestidas de calle, no de hábito. Llamaría mucho la atención dos monjas con hábitos de ese tipo entre el personal de la policía, y era necesario pasar lo más desapercibidas posibles.

Ángela no tuvo ningún problema en ello, pero sor Escolástica se quedó petrificada. La anciana no recordaba  cuando había sido la última vez que había estado sin su hábito. Pero haciendo gala de la mente lucida que siempre había poseído aceptó, eso si, puso una condición, la ropa, además de ser sobria, debería ser del color del hábito franciscano.

Llevaban el coche de Lillo, y Saleta evitó explicarles de donde lo había sacado. Entraron en un centro comercial justo enfrente al aeropuerto. A los pocos minutos de estar dentro, Ángela se movía por él con plena naturalidad, pero sor Escolástica miraba a los lados asustada. Saleta entró con la anciana en una tienda donde pensó que podía encontrar algo básico en los colores determinados por la orden. Al final, pudieron comprar una falda negra lo suficientemente larga, una blusa blanca y una rebeca del mismo tono que la falda.

Cuando volvieron a los pasillos del centro, los dependientes de las tiendas las miraban asombrados. Nunca antes había visto unas monjitas de compras. Ángela salió de otra tienda más moderna con sus bolsas, y no quiso enseñar a Saleta lo que llevaba. Ahora sólo tenían que hacer tiempo hasta las tres de la tarde. Sor Escolástica lo tenía claro, quería visitar el convento de Santa Clara.

Accedieron por una estrecha portada barroca para desembocar en un exquisito jardín de naranjos y palmeras, al que se abrían tanto la iglesia, como otras edificaciones donde residían capellanes y criados de las monjas. Pero las monjas hacia ya muchos años que se habían marchado de allí. En todo el conjunto había un gran movimiento de obreros que estaban transformando el Real Monasterio de Santa Clara en un museo de la ciudad. Consiguieron que les dejaran entrar en la iglesia, y cuando estuvieron solas en el silencio del templo, la admiración las dejó sin palabras.

 La iglesia ya les pareció un verdadero museo por la gran cantidad de objetos de arte que atesora. Tras recorrerla, Ángela y Saleta volvieron al patio, y sor Escolástica se quedó rezando en su interior. Los operarios se habían marchado ya a comer. Se sentaron en un banco, y Ángela tomó la palabra.

- Te das cuenta, esto es lo que nosotras queremos evitar. Nuestro convento quizás no tuvo la gloria ni la riqueza de este, pero de que les servio a sus moradoras. Ellas lo hicieron, lo habitaron, aquí rezaron y trabajaron, y ahora será un museo. Por lo menos el mundo observará en él lo que fue la orden. Las clarisas ya no estamos de moda. Perdimos nuestra posición cuando la Corona y la nobleza dejó de necesitar donde enclaustrar a sus hijas.

¿Sabes qué el de Santiago no fue el primer convento de clarisas donde estuve? Saleta se sorprendió, y le confesó que su tía le había contado que ella había encontrado la vocación haciendo el camino de Santiago.

- Pues sí, así fue. Dejé Madrid y tomé un autobús para comenzar el camino, en 1985, cuando casi nadie lo hacía, y menos una mujer sola; mi intención era llegar a Roncesvalles, pero me fue imposible; entonces no había combinaciones de autobuses y trenes adecuadas. Así que la primera noche me encontré sola y sin saber que hacer en Bribiesca. No se si fue el azahar o la Providencia, pero acabe alojándome en el convento de Santa Clara. Y lo que, por la caridad de las hermanas, iba a ser una noche, acabó siendo una semana. Allí quedé deslumbrada por la comunidad, y empecé a pensar que eso es lo que quería hacer con mi vida. Saleta le preguntó por que no había vuelto a las clarisas de Bribiesca. Ángela contestó que su destino fue Santiago, el final de su camino, pero que siempre continuó manteniendo el contacto con las hermanas de Bribiesca. ¿Y qué tal les va a esas clarisas? - preguntó Saleta, sacándole gravedad a la conversación y después de un silencio, Ángela, casi llorando le contestó - El año pasado clausuraron el convento y trasladaron a las hermanas a otros monasterios.

            En casa de Alicia las monjas dejaron sus hábitos. Las jóvenes tenían que conseguir que pudieran pasar por miembros de una familia adinerada, metida en pleitos por antiguas herencias. Cardaron el pelo a la anciana sor Escolástica, y la convencieron para que luciera un camafeo en el cuello, unos anillos, y un bastón con empuñadura de plata. Cuando acabaron se alejaron unos pasos de ella, para tomar perspectiva, y las dos coincidieron en que parecía una duquesa.

 Sor Ángela salió del baño transformada en Ángela, no necesito ninguna ayuda para su metamorfosis. La falda con vuelo cubría apenas sus rodillas, y la blusa estaba adornada con costuras desiguales, todo en un negro riguroso y elegante. Su pelo corto le daba un aire sofisticado. Los complementos y zapatos que le prestó Alicia hicieron el resto.

            La sevillana se fue al laboratorio, y ellas esperaron unos veinte minutos para seguirla. Cuando entraron en el edificio del CSI – CSIF, preguntaron en la recepción por Alicia Jiménez de Análisis de Documentos, y tras ponerse en contacto con ella, les permitieron pasar. Alicia las recibió con educación y cierta distancia, y las presentó a su ayudante, una muchacha de apenas veinticinco años, como la señora de Montalvo y sus hijas. Ángela extrajo los documentos del maletín y se los dio a Alicia. Habían elegido sólo los últimos folios para no hacer largo el procesado, los que apenas se leían y en los que se hablaba de la vida y del legado de sor Isabel.

            Alicia y su ayudante entraron en el laboratorio y comenzaron la rutina de las pruebas. La joven auxiliar, alegre y parlanchina, contaba lo bien que lo había pasado la noche anterior en la feria, y las ganas que tenia de volver esa noche también. Alicia le seguía la conversación pero intentaba estar muy pendiente de todo. Cuando terminó el marcado de los textos y se radiografiaron, Alicia salió para contar a las de Montalvo que solo faltaba el revelado final, cuestión de una media hora.

La señora Montalvo comenzó a sentirse mal repentinamente, se mareo y fue necesario que entre las demás mujeres la tumbaran en un banco. Alicia mandó a su compañera que fuera a comprobar como iba la reveladora, y cuando esta volvió vio a la anciana con peor cara y sin recuperar el conocimiento. La más joven de sus hijas había salido a buscar un coche para llevarla al hospital. Todas estaban muy nerviosas. Alicia agarró por el hombro a su ayudante y la llevó aparte para decirle que no se preocupara por nada, que todo era responsabilidad suya; le dio permiso para que se fuera ya a casa, diciéndole que ella se encargaría de acabar todo y cerrar el laboratorio. La muchacha se fue encantada, por una parte tenía la impresión que aquella historia podía acabar complicándose, y por otra, podría dormir un poco para estar más descansada esa noche.

            Nada más cerrarse la puerta, sor Escolástica abrió los ojos y se incorporó. Saleta salió del cuarto donde se había escondido y entró con Alicia en el laboratorio. El proceso de revelado había terminado, y en la pantalla del ordenador aparecieron los textos en negativo. El programa informático los positivo, y los cargaron en un CD. Alicia se despidió de las monjas, y se quedó a recoger todo.

            Volvieron a la casa de Alicia, tenían una hora para ir al aeropuerto. Sor Escolástica se echó a descansar en una cama, mientras Saleta le explicaba a Ángela como conectarse a Internet con su ordenador y mandar mensajes. A la monja le sobró tiempo para comprenderlo.

Cuando llegaron al aeropuerto, Ángela le dijo a Saleta que sor Encarnación la liberaba de su juramento. Que el trabajo estaba prácticamente acabado y que tenía confianza en ella para que usara correctamente toda la información que poseía. Saleta se sintió aliviada, tenía ganas de compartir con sus amigos sevillanos toda esta historia. Nada más llegar al convento transformaría las fotografías en texto y se lo enviaría por correo electrónico. Esperaba que no le llevara mucho tiempo, pues al día siguiente estaba citada en Villagarcía con la Señora de Rubianes, para averiguar más cosas sobre sor Mayor de Caamaño.

            A las seis y media de la tarde las dos monjas despegaron rumbo a Santiago, con los documentos, el CD y el ordenador de Saleta.

            Pasaban las nueve de la noche cuando sor Ángela, después de cenar ligeramente, mientras contaba la aventura sevillana a sus hermanas, se sentó delante del ordenador. Leyó todo el testamento de un tirón, apenas ninguna palabra quedaba ya sin comprender. Cuando terminó la lectura, se puso de pie, y miró por la ventana enrejada los tejados de Santiago. Cuando la corona de bombillas se encendió alrededor de la cabeza de la Virgen del Carmen, sobre la puerta del vecino convento de las carmelitas, Ángela volvió a la tierra, y susurró: Horteras…

            Volvió a tomar asiento, abrió una hoja en blanco, coloco los dedos sobre el teclado y respiro profundamente. Las frases empezaron a llenar la pantalla del ordenador, como si salieran de las manos de sor Isabel. Paraba en ocasiones para descifrar alguna palabra, o para cambiarla al castellano moderno. Y así, en poco más de una hora, el testamento, por fin, era perfectamente legible. Lo leyó dos veces más y se persigno mientras pulsaba “enviar”.

             Por la noche Saleta volvió a casa de Alicia. Tomás le dijo que cenara algo, pero ella declinó su invitación. Llamaron  a Lillo, que quedó en acercarse al salir de la feria. Saleta les dijo que esperaba a que estuvieran juntos para contarles unas cosas. Alicia estaba intrigadísima, acostó  a los niños, recogió la cocina, preparó café y se sentaron en el salón. Lillo llegó vestido todavía de corto, y Tomás lo invitó a ducharse y ponerse mas cómodo.

            Alicia había encendido el ordenador, y Saleta tenía su programa de correo electrónico activo. Sin muchos preámbulos les contó la verdad de su viaje a Sevilla, el testamento enterrado de sor Isabel, el tesoro oculto en Mondújar que Boabdil le había entregado, todo. La miraban en silencio, expectantes. Cuando iba a seguir hablando, un suave pitido la interrumpió. Todos miraron hacia el ordenador, y en la pantalla apareció un mensaje: “You have a new e-mail”          


Capítulo XIII

La Verdad

Nací un invierno en Loja, a donde mis padres se habían desplazado desde Mondújar acompañando a la recién casada, la mujer de Ali Athar, Alcaide de Loja, Señor de Xagra, Primer Mayordomo de la Alhambra y Alguacil Mayor del Reino de Granada, como sus sirvientes más fieles. De mi madre poco puedo recordar, pues murió siendo yo muy pequeña mientras daba a luz a mi hermano, al que nunca vi con vida. Mi padre me adjudicó al servicio de la joven y bella Morayma cuando yo apenas tenia ocho años, y ella era una hermosa joven de quince. Ella me enseñó las escrituras y la ley islámica, que no es menos justa que la de Nuestro Señor.         

Una tarde, estaba observando mi señora el desfile de los victoriosos soldados que volvían de una batalla, cuando se fijó en ella el joven príncipe Abu 'Abd Alläh, llamado el Chico, para distinguirlo de su tío de mismo nombre Abu 'Abd Alläh, el Viejo, que era llamado el Zagal, por su destreza en las batallas.

El joven príncipe se enamoró de la belleza de mi señora y así fue como la hizo su esposa, para mayor orgullo de Ali Athar, que añadiría a sus títulos, el de suegro del rey. Pero el señor Ali Athar, rico comerciante de especias, estaba tan arruinado por las guerras, que mi señora tuvo que pedir prestados vestidos y alhajas para casarse como correspondía a su rango.

En la boda vistió saya y chal de paño negro y una toca blanca que casi le ocultaba el rostro. Morayma tenía ojos grandes y expresivos en un rostro admirable. A través de las tupidas ropas adivinábase unos hombros, unos brazos, unas caderas y un talle de clásicos y opulentos contornos. Era gran señora, de gran belleza y bondad.

Sólo Dios sabe las guerras e intrigas que mi señor príncipe tuvo que librar toda su vida. Se sublevó en Guadix contra su padre al poco de casarse con mi señora. A los pocos días de la boda, el sultán Abu I Hassan Ali encarceló a su hijo y separó brutalmente a la jovencísima esposa, confinándola en un carmen. En aquella casa y en su jardín consolaba a mi señora, tocando el laúd y cantando bellas canciones de amor, arte que había aprendido desde muy pequeña de manos de mi padre. Allí dio a luz al pequeño príncipe Ahmed, asistiéndole yo misma al parto.

Abu 'Abd Alläh, el Chico, accedió al trono gracias al apoyo de los Abencerrajes, noble familia granadina, y de su propia madre, la sultana Aixa; uso de nombre Muhammad XI. Combatió a su padre y a su tío, quienes también se consideraban legítimos reyes de Granada, durante una guerra en la que fue apresado por los castellanos.

Y durante este apresamiento volví con mi señora Morayma otra vez al carmen, donde sobrellevó los largos meses del cautiverio de su esposo en Porcuna. Desde este lugar del Albaizín, el Mirador de la Esperanza, Morayma contemplaba largamente los palacios de la Alhambra, en los que apenas fue Reina.

 Al fin, los castellanos liberan al Rey Chico tras un pacto en el que, entre otras condiciones, había  de entregar como rehén a su primogénito. Ahmed, acababa de cumplir dos años, no le será devuelto a su madre hasta la entrega de Granada. Así de desdichada fue la vida de mi señora.

El sultán Abu 'Abd Alläh, gran guerrero, ahora estaba en la Alhambra, ahora en el campo de batalla. Y mi señora ahora estaba con él en el palacio, como lo tenía que despedir para que partiera hacia otra guerra. Morayma, anegada en lágrimas, veíale partir desde el alto de un torreón, inmóvil, como la imagen del dolor, y no apartaba su vista de aquel ejército hasta que los torbellinos de polvo desaparecían en el horizonte de la vega.

Volvía el rey de su batalla, pactando con Castilla, refugiándose en su esposa, y viendo como su reino se desmembraba. Para mayor aflicción, entonces recibieron los esposos carta que el Rey Católico, con su sagacidad, hizo escribir al Príncipe Ahmed, que conservaba en rehenes. En esta carta, primero les pintaba las bondades que con él tenían Sus Altezas y su magnanimidad, y luego les decía que conocía su triste situación porque sabía que no querían aceptar los grandes beneficios y amistad con que les brindaban los Reyes de Castilla.

Morayma, asolada en llanto, abrazaba el cuello del sultán y éste sólo repetía ¡Por qué la muerte no ha querido ni quiere de mí nunca!

Aterrada Morayma, me mandó ir en busca del famoso sabio astrólogo, que se llamaba Ben-Maj-Kulmut y consultó con él, en gran secreto, el horóscopo del rey. Contestole el anciano: "Dicen las estrellas que el último Rey Nazar vivirá mucho para padecer mucho".

Nos recogeríamos, mi señora Morayma y yo, dos veces más en el carmen del Albaizín; y por último, con su esposo, mientras esperamos la salida hacia el destierro del Andarax, señorío alpujarreño que le asignaron los castellanos. Ahora que ya no tienes reino, refúgiate en el corazón de tu mujer, dijo Aixa  a su hijo; pero Morayma, destronada sin que jamás hubiera gozado de las delicias del trono, sólo podía ofrecer a su esposo el jardín último de su entrega, el recuerdo de aquel carmen del olvido en el que fuera tan desgraciada.

Partimos toda la familia real nazarí hacia la alpujarra algún día de la primera semana del año nuevo cristiano. La marcha se hizo con todo un tesoro material, aunque sin el que más le importaba a Morayma, sus hijos, Yusuf y Ahmed, que permanecieron retenidos por los Reyes Católicos en previsión de un nuevo alzamiento de los partidarios del Rey Chico. Así pues, una nueva tristeza para la madre que llegó a Andarax  sin sus dos retoños.

Por fin, sus Serenísimas Majestades Católicas se apiadaron de esta familia, y los niños fueron devueltos a nosotros. Meses de felicidad corrieron por la casa de la alpujarra. El rey salía de caza, y mi señora jugaba en los jardines con los pequeños, a los que yo cuidaba, y para los cueles era su hermana.

Por las tardes, la reina me pedía que tocara mi laúd, y cantaba canciones sobre Granada, sobre las fuentes del palacio y el canto de los ruiseñores en los árboles de los jardines.

Pero después de un año, la  felicidad se fue apagando poco a poco. Mi señora se fue consumiendo en unos días, sin que los médicos supieran la causa, y una mañana del verano no despertó.

Según la costumbre musulmana, sus sirvientas lavamos su cuerpo y yo misma lo perfumé con almizcle, alcanfor y otras sustancias aromáticas. Inmediatamente después, el cadáver fue envuelto en un sudario de color blanco sin coser ni en la cabeza ni en los pies. Tras este rito, Morayma fue colocada sobre unas parihuelas, cubierta con su hhaik. Un grupo de cuatro o cinco hombres, los de más confianza del rey, portaron el cadáver junto a otro numeroso grupo de personas. Los últimos fieles del Rey Chico participaron de una ceremonia rodeada de tristeza. Había muerto Morayma, una mujer discreta, amante y amada por el rey más desagraciado de los nazaritas.

Todos los fieles estaban allí, se trataba del entierro de la reina, la última reina de Granada y hasta ese día única reina de la Alpujarra

La triste comitiva se dirigió hacia la puerta de la mezquita a la hora de la oración del mediodía. Terminada ésta, el imán anunció que había un muerto en la puerta y todos los asistentes se levantaron para orar brevemente en común por el reposo del alma del fiel, pero el cadáver no entró en la mezquita.

Acabada la oración volvió el cortejo a ponerse en marcha y a caminar con pasos precipitados. Según la tradición musulmana, los ángeles de la muerte, Munkar y Nankir, estaban aguardando a Morayma en el sepulcro, para interrogarla sobre sus actos en vida y pronunciar el fallo que decidiría su suerte. Ahora deseo y rezo por que los Ángeles y Arcángeles del Cielo la guíen a la Gloria.

  Antes de llegar a la que sería su última morada, a cada instante los portadores se intercambian, porque todos deseaban participar en aquella obra de misericordia. Todos querían llevar sobre sus cuerpos el fallecido de la reina. Mientras duró el camino, la comitiva no dejó de cantar versículos del Corán.

Llegados al cementerio real y después de una breve oración, el cadáver fue colocado en la huesa sin ataúd. Se introdujo en una fosa estrecha donde el cuerpo se colocó sobre la tierra mirando hacia La Meca. De esta forma, quedaba cumplido el deseo de Morayma de ser enterrada en Mondújar y con un estricto rito musulmán, ya que en vida y en su testamento dejó clara su profunda religiosidad.

Una vez depositado el cuerpo en su tumba, se colocó una laja de piedra y se construyó un túmulo de tierra sobre el que se colocó una lápida.

El rey, cumpliendo los deseos de su reina según su testamento, dejó unos bienes al alfaquí de la mezquita para que rezara dos veces a la semana en la tumba de Morayma. Y dirigiéndose a mi me entregó un collar que perteneció a la reina, de perlas blancas de gran tamaño, del que cuelga un hermoso rubí engarzado en turquesas que había sido regalo de boda del rey, y me encarga que permanezca un tiempo en Mondújar  para que vele que lo mandado por él se lleva a cabo. Allí me eché a sus pies llorando, no quería separarme de la que había sido mi familia, el rey me besó en la frente como un padre y se despidió de mi, diciéndome que estaba seguro que haría que se cumplieran los deseos de mi señora. Así se lo jure.

Me acogió el alfaquí y su familia, y durante unos días me ocupé de cuidar la tumba de mi señora. Pero una mañana llegaron unos castellanos, a los que Dios perdone algún día, y detuvieron y humillaron al alfaquí. Yo asustada escape al monte, a las laderas del castillo, llevándome el collar de perlas y un puñado de monedas de oro y plata que cogí del cofre que había dejado el rey en la mezquita.

Esa noche, bajé por el camino hacia el pueblo, y fui contando los olivos, cuando llevaba diecisiete, entre en el olivar a la derecha, y a los pies del tercero cabe un pozo profundo, y enterré el collar envuelto en un paño de lana. Después fui a la tumba de Morayma y llorando separé la lapida, y esparcí el túmulo de tierra, para que nadie la encontrara y  profanara el descanso de mi señora.

Cuando llegué al pueblo amanecía, y ante mi horror vi que la mezquita ya no existía, la habían demolido. Bordeando el poblado cogí el camino de Granada para buscar una montura que me llevara a Andarax.

Cuando llegué a la ciudad busque conocidos, y allí me enteré que la familia nazarí había partido para África. Fui  al carmen del  Albaizín. La puerta estaba abierta, y la casa había sido saqueada. Me oculté en el fondo de una habitación y lloré mi soledad, lloré por los tiempos que habían pasado y ya no volverían, lloré por mi pobre reina. Y juré cumplir su última voluntad.

 


Capítulo XIV

La Reina

…un cortejo en el que iban doce capellanes y doce cantores, amen de los mozos auxiliares para todas las faenas, desde las de trasporte del cadáver regio, a los del servicio de cocina. Conforme a lo ordenado por Isabel el cortejo inicio su recorrido tras las exequias fúnebres en Medina del Campo, siendo estos los principales lugares de su itinerario: Medina del Campo, Arévalo, Ávila, Toledo, Jaén y, finalmente, Granada. En Toledo hubo una pausa de dos días, celebrándose otro solemne funeral en San Juan de los Reyes, la fundación tan querida de la Reina, símbolo de su victoria en la guerra de Sucesión. La llegada a Granada fue el 18 de diciembre, tras 22 días de atravesar las dos mesetas y el norte de Andalucía, con un tiempo cada vez más invernal. La reina fue enterrada conforme su deseo en el convento de San Francisco.

Manuel Fernández Álvarez. “Isabel la Católica”.2003

Estuve en Granada cinco largos años viviendo en el carmen del Albaizín. Entre los vecinos recordábamos los tiempos nazaríes, y pretendíamos que el nuevo reino no cambiara nuestros hábitos de vida. Con las monedas que tomé de la mezquita de Mondújar empecé una nueva vida como vendedora de especias, esencias, perfumes y ungüentos, aprovechando los conocimientos que había adquirido en la corte de la Alhambra.

Con mi burra recorría de vez en cuando los pueblos con mis mercancías, y tocaba el laúd para atraer a la población hasta donde me encontraba. Siempre busqué lugares apartados, calles y barrios moros, pues los castellanos miraban mal mi oficio. Aunque muchas de mis mejores clientes eran las nuevas damas castellanas, cristianas y  conversas.

Cuando podía me acercaba a Mondújar, y con discreción rezaba sobre la Rauda, una oración por mi señora Morayma, prometiéndole que no me olvidaba de su testamento, y que algún día se cumpliría.

Cuando llegó fray Francisco Jiménez de Cisneros, arzobispo y cardenal de Toledo, a Granada, con encargo de la gran reina Isabel de acelerar las conversiones al cristianismo, el Albaizín entero empezó a sentirse oprimido. Una noche, los esbirros de la Inquisición detuvieron a mi vecina y a sus dos hijos pequeños, acusándola de renegar de la fe cristiana, pues era hija de elche, aunque nacida ya musulmana. Llevabanlos presos por las calles cuando todos salimos de nuestras casas, y enfurecidos atacamos a los guardias y liberamoslos. Esta revuelta se endureció de tal modo que los arzobispos tuvieron que huir y refugiarse en la Alhambra, y el ejército entabló una lucha en las calles, que quedaron llenas de sangre.

Después de sofocada la rebelión los castellanos se hicieron más fuertes. Todos los días había revueltas provocadas por ellos. Se tomaban las mezquitas y se hacían iglesias en ellas. Se obligaba a la conversión con amenazas y violencia. Cada día estaba más asustada y pensaba en marchar de Granada, pero mi promesa al Rey Chico y mis oraciones en Mondújar me retenían.

Un atardecer, volviendo hacia el Albaizín después de recogida mi mercancía, las calles estaban más revueltas que nunca. Los cristianos por fin iban a acabar con los últimos moros de Granada. Al pasar por la plaza de Bibarranbla una enorme montaña de libros, sagrados del Coran, textos de ciencia y medicina, también de poesía, esperaban para ser quemados. Los soldados castellanos organizaban a la gente que veían por la calle en largas colas, al final de las cuales, frailes de la Inquisición bautizaban a la población.

Me empujaron en una de ellas, y cuando quise escapar un soldado me abofeteo. Así que la seguí, y cuando llegué al final, un fraile me preguntó algo, que yo no entendí, pues entonces solo hablaba el árabe. Me echó agua bendita por la cabeza y me puso por nombre Isabel, como ponían Fernando a los hombres. Así que después de esa noche, Granada se lleno de conversos, Isabeles ellas, y Fernandos ellos.

Era el año del Señor de 1499 y en ese momento empecé a contar los años así y a llamarme Isabel. En ese momento renací en otra cultura y religión. Y ya no quería estar en Granada, que prefería recordar como el reino que había conocido y ahora, como cristiana ya, tendría que buscar otro reino.

Mientras las revueltas continuaban por todo el territorio espere pacientemente, y en cuanto pude, cargue mis cosas en mi burra y salí de Granada para no volver jamás.

Estuve en Jaén, vendiendo mis mercancías, aplicando mis remedios y ayudando a parir. Aprendí el habla de Castilla y la Fe Cristiana, aunque a veces, que el Señor Todo Poderosos no me lo tenga en cuenta cuando me juzgue, estando en misa, mi cabeza rezaba a Ala, pues todavía la fe nueva se mezclaba con la vieja en mi entendimiento. Llevaba tres años de cristiana, y en Castilla ya no había musulmanes ni judíos, pues así lo había mandado la reina, solo seguidores de Cristo.

De este reino nuevo quise conocer su grandeza, como había conocido la de mi reino pasado. Así fue como después de casi un año en Jaén partí para Toledo. Y aunque gran ciudad era Granada, no lo era menos Toledo. Entré al servicio de una noble familia y trabajé como cocinera y doncella. De ese mi año en Toledo aprendí las costumbres castellanas, muy parecidas a las granadinas en cosas, y muy diferentes en otras.

Algo me hacía volver a dejar la ciudad, quizás el Señor ya me estaba llamando por su Senda. Volví a mi montura y mis afeites y empecé a recorrer las ferias castellanas, donde fui conocida como Isabel la Morisca.

Se acababa el verano cuando estaba en Medina del Campo, y pensé que era un buen lugar para pasar el invierno. Entré al servicio de una gran casa, en la misma plaza de la ciudad, donde se buscaban criados para prepararla y servir a una noble visita que se esperaba.

A los pocos días llegó a Medina la corte de Castilla. Esa corte nómada que recorría el reino, como contaban en la Alhambra que lo hacían  las tribus del desierto africano, de cuya sangre descendían algunos granadinos.

En la casa donde yo servía se instaló la Reina Isabel, que venía padeciendo desde hacía tiempo unas fiebres. La ciudad se llenó de cortesanos y militares. Y en aquella casa, que no era ningún castillo, vi yo al gran rey Fernando, y a su general, Gonzalo Fernández de Córdoba, al que llamaban el Gran Capitán, y al cardenal Cisneros, a quien había yo insultado aquella noche en el Albaizín hacia ya cinco años.

El servicio recibía órdenes de la marquesa de Moya, una gran dama, que cuidaba que todo estuviera bien preparado para la reina. Doña Beatriz de Bobadilla me enseñó tantas cosas como en su día había aprendido de mi señora Morayma y a ella debo en gran parte la dedicación de mi vida a Cristo. Que Dios le otorgue en el Cielo tanto como ella dispuso en la tierra.

La salud de la reina se marchitaba día a día. Allí recibía ministros y nobles, y despachaba los asuntos del reino. Pero llegó un momento en que apenas podía levantarse de la cama.

Un atardecer de otoño, estando en el patio de la casona, tome el laúd de un sirviente. Hacía ya mucho tiempo que no lo tañía, pero las notas de las antiguas cantigas nazaríes salieron del instrumento. Todos los criados y soldados que estaban en el patio callaron para escuchar mi música, hasta que vi bajar por las escaleras a doña Beatriz a paso acelerado. Dejé de tocar al instante, pues entendía que quizás había molestado el reposo de la reina.

Doña Beatriz me indicó con un gesto que la siguiera y cuando me levanté para hacerlo, me pidió que llevara el laúd conmigo. Antes de entrar en la habitación real me miró de arriba a bajo, y me colocó bien la toca. En la estancia una dama de la reina leía unos versos sobre la Pasión de Cristo y las demás bordaban alrededor de la chimenea. En la cama, incorporada sobre unos almohadones estaba Isabel, reina de Castilla.

            La reina me hizo una señal para que me acercara y volví a repetir mi reverencia cuando llegue a unos pasos de la cama. Me preguntó mi nombre y cuando le conteste, sonrió. Quiso saber de donde procedía y cuando le dije que de Granada, me preguntó donde había aprendido a tocar el laúd. Le respondí que me había enseñado mi padre. Me pidió que tocara algo, y sin pensarlo una alegre canción granadina llenó toda la estancia.

            A partir de ese día, todas las tardes subía a las habitaciones reales y en un rincón de la sala, o detrás de unas cortinas, interpretaba mi música. Era un momento de ilusión en los días de enfermedad. En ocasiones la reina me llamaba y me preguntaba por Granada, por la Alhambra y por los reyes nazaríes. Y yo le contaba las historias de mis antiguos señores. Y ella y sus damas se transportaban a los jardines y patios granadinos con mis historias, que adornaba con esmero para hacerlas más atractivas.

            Un día, doña Beatriz me dijo que no subiera a la habitación de la reina, pues esta se había retirado ya del mundo. Había dejado los asuntos del reino, y en paz se aparejaba para bien morir. Todos rezábamos en el patio, en la cocina, en los salones. Caballeros y damas, escuderos y herreros, cocineras y lacayos. Y a los tres días, Dios se llevó a la reina. Que El le de el merecido descanso y juzgue con benevolencia sus actos terrenales.

            Entramos en la habitación las sirvientas, y ya las damas habían desnudado el cuerpo de la reina. Lo lavamos, y después con mis esencias lo perfume, como correspondía a la reina de Granada. Le pusieron el hábito de san Francisco y la llevaron a la capilla.

            Doña Beatriz de Bobadilla, totalmente enlutada, bajo aquella tarde a las cocinas y me pidió que saliera con ella al patio. Las campanas no paraban de doblar, y en la casa el silencio lo llenaba todo.

            “Isabel -  me dijo -  la reina te había cogido cariño, y ayer preguntó por ti. Quiso que conservaras esto como muestra de su agradecimiento”. Y abriendo la mano me mostró una cruz de plata, con las puntas acabadas en tres hojas, y un círculo central donde figuraba grabado “Ysabel Regina”. Ella misma me la colocó al cuello con un fino cordón de cuero.

            “La reina, como yo misma pienso, creía que el único destino honorable de una buena mujer cristiana es el matrimonio, humano o divino. Es decir que sólo casada o monja se hace una buena mujer. Ya tienes treinta años, mayor para casadera. Su majestad y yo pensamos que tu vida debería ser la clausura. ¿Qué piensas al respecto?”.

            Ya estaba cansada de andar de un lugar para otro, había encontrado ya la paz interior, después de mi agitada juventud. Le respondí que me parecía bien, que cumpliría la voluntad de la reina. Doña Beatriz me contó que en el testamento de la reina se destinaba un cuento de maravedíes para casar doncellas menesterosas, y otro para que pudieran entrar en religión algunas doncellas pobres. “Aprovecha pues esta dote que te brinda la reina. Esta misma tarde salen mensajeros para todo el reino, acompañaras a uno de ellos hasta Tordesillas, allí te acogerán las monjas de Santa Clara y tomaras el habito de novicia, y cuando se calme el frió invernal, acompañaras a la primer grupo de peregrinos que se dirijan hacia Santiago de Compostela, donde tomaras los hábitos en el convento de Santa Clara. Estas son cartas para las superioras, yo las escribí en nombre de la reina, y ella misma las firmó”

            Pasé el invierno en Tordesillas, aprendiendo la regla de las clarisas y la vida de la comunidad. Aprendí a bordar, aunque nunca fui hábil en ello. Pero si destaque en la cocina donde mostré a las hermanas las recetas de los dulces que se hacían en Granada, alfajores, mazapanes y roscas.

            En mayo de 1505 me uní a una caravana de peregrinos a Santiago de Compostela, en compañía de otras dos novicias. Caminamos durante más de un mes. Atravesamos Castilla hasta llegar a la ruta francesa, en Astorga, y de allí cruzamos los montes para entrar en la verde Galicia. Cuando llegué ante la tumba del Santo Apóstol me postre ante él, sabiendo que ya nunca me separaría de su lado.

Ahora que soy una mujer anciana, doy gracias al Señor todos los días por haberme dado esta vida, por haber permitido que conociera dos religiones y dos culturas, dos reinos y a sus dos grandes reinas. Pero cada vez recuerdo más a mi señora Morayma y mi promesa hecha al rey chico. Y la tristeza me invade, por que ya se que no la podré cumplir. Por eso encomiendo a mis hermanas que perpetúen mi memoria, que con el paso del tiempo no se olvide, y que sirva para mayor gloria de la orden de Santa Clara. Y espero que algún día se encuentre este testamento, que después de firmado enterraré. Y que los tiempos sean benignos para recuperar lo ocultado en Mondújar, y con ello poder satisfacer las dos partes, la que corresponde a mi promesa hecha en Granada y la que corresponde a Santa Clara.

            Leído este testamento, bajo secreto de confesión ante mi confesor y buen amigo fray Honorato de Abraldes, y de mi médico, que guardará el secreto de su paciente, don Alfonso García Taboada, y de mis hermanas que me acompañaron en estos años desde el noviciado de Tordesillas, sor Juana Manrique  y sor María Catalina de Guzmán, y de la niña que me alegra mis últimos meses, y a la que dejo además mi cruz de plata que nunca se separó de mi, la novicia Mayor de Caamaño y Mendoza, firman todos como testigos el presente, el 21 de julio de 1547.


Capítulo XV

La Cruz

Cuando Saleta acabó de leer el documento que había enviado sor Ángela, sus compañeros no sabían que decir, aunque tenían una extraña sensación de irrealidad. Después de unos segundos de silencio todos querían hablar a la vez, y la habitación se llenó de comentarios y preguntas. Recapitularon el relato, y algunos de los párrafos tuvieron que ser leídos nuevamente. Pero fue Tomás el que centró la conversación en el aspecto más enigmático, ¿Qué fue del collar de Morayma enterrado en Mondújar?

Saleta tenia la impresión de que sor Mayor de Caamaño había transmitido más que el recuerdo de sor Isabel a las generaciones futuras. Bien por que lo escribiera en su manuscrito desaparecido, o bien por que lo contara sin más. El pocero gallego era una prueba de ello.

Alicia se preguntó si el collar seguiría enterrado en ese olivar. Lillo le aclaró que igual seguía enterrado allí, pero desde luego, no en un olivar. Los olivares de Mondújar habían sido arrancados hacia más de doscientos años, según les había contado el párroco. Y no había mencionado que apareciera nada cuando se retiraron del monte, ni cuando después se plantaron pinos y otros árboles.

Puede que el collar fuera encontrado por el pocero en su búsqueda obsesiva - apunto Saleta - y quizás alguien lo espiaba y cuando vio que encontraba algo, lo asesino para robárselo. Me parece evidente que el pocero sabía que estaba enterrado al pie de un árbol; estoy casi segura que sor Mayor lo contó en su manuscrito, y lo dejó en la biblioteca para que quedara constancia en el convento. Puede que lo hiciera por que no sabía donde estaba el testamento de sor Isabel, y quizás pensaba que nunca aparecería. Pero todo me parece muy oscuro. Mañana Ángela va a visitar a los descendientes de la familia de sor Mayor, quizás ellos sepan algo de la vida de esta monja que nos aclare la historia.

Lillo le preguntó si ella iba a ir a Mondújar al día siguiente, con una pala para hacer pozos por la ladera del castillo. Todos rieron. Y Saleta le dijo que no, que para eso todavía tenía tiempo, que había otra historia que le rondaba en la cabeza ¿Por qué las clarisas de Loja pagaron durante siglos dos misas a la semana en Mondújar? Tomás le preguntó cómo iba a saber la respuesta a esa pregunta. Preguntándoselo a ellas, mañana voy a Loja, contestó.

A la mañana siguiente, después de dejar a Lillo en la Cartuja, vestido de corto, para volver a la feria con sus compañeros y clientes, en un precioso enganche de mulas, pasó por su hotel para pedir la cuenta. Salió de la ciudad camino de Loja con cierto nerviosismo.

Sor Ángela había dormido profundamente aquella noche, el cansancio que traía de Sevilla era mayor de lo que le pareció a su llegada al convento. Después de las primeras oraciones de la mañana y de desayunar, llamaron a un taxi para que la llevara a la estación de tren. Había convencido a sor Encarnación para ir sola, pero en el último momento apareció sor Escolástica preparada para acompañarla, y fue imposible convencerla para que se quedara en el convento descansando. Después de una media hora de tren estaban en Vilagarcía de Arousa.

Llegó a Loja a media mañana, y paseó por las calles pensando en que allí había nacido Morayma y la propia sor Isabel. Qué quedaría en la ciudad de Ali Athar y de los tiempos nazaríes. Quizás solo la alcazaba que contemplaba la villa desde una loma. De la época cristiana un puñado de iglesias y casonas. Preguntó en la oficina de turismo por el convento de Santa Clara, tras darle un tríptico explicativo sobre los monumentos de la ciudad, le indicaron como llegar.

Las monjas llegaron al Pazo de Rubianes, y un jardinero les abrió la gran verja de hierro que cerraba el jardín. Al atravesarlo les deslumbró la exuberante vegetación, que recordaba a una selva tropical. Las camelias llenaban de color todos los rincones; las había de varios tonos, desde el blanco puro hasta el rojo intenso, y mezclados con ellas, palmeras y pequeños arbustos de formas caprichosas. Sor Escolástica, que siempre había sido aficionada al huerto, estaba embelesada. Cuando se aproximaban al edificio salió a su encuentro la anciana Marquesa Viuda de Aranda, actual Señora de Rubianes, que con gran educación las guió hasta una mesa de teca instalada entre los árboles.

Saleta llegó ante el convento de Santa Clara leyendo el folleto informativo: “Fundado por Fray Hernando de Talavera, arzobispo de Granada a principios del siglo XVI”. Pensó que debieron considerar conveniente crear un convento de clarisas dentro de los planes de cristianización y que sor Isabel ya se encontraba en Castilla cuando este se fundó. Al llegar a su portada admiró su estilo gótico, ya de transición al renacimiento, lo que se conocía como isabelino. Se llevó una gran decepción al comprobar que estaba cerrado. Por suerte, mientras buscaba alguna otra forma de entrar, una mujer cargada con útiles de limpieza se aproximó a la puerta y la abrió.

 La marquesa les habló de su pasión por las camelias, algo muy arraigado entre los Pazos de las Rías Bajas. Después que una sirvienta trajera unos refrescos, les pidió que le aclarasen el motivo de su visita, pues no había comprendido bien por teléfono las explicaciones que le habían dado. Sor Ángela le contó que en el convento estaban realizando un estudio sobre su historia, y una de sus hermanas había pertenecido a su familia, sor Mayor de Caamaño y Mendoza, así que les gustaría saber si tenían alguna información sobre ella. La marquesa hizo un gesto a la sirvienta que los observaba desde lejos, y cuando esta se aproximó le pidió que avisara al gerente de la hospedería, Alfredo.

La mujer de la limpieza le explicó que el convento estaba cerrado desde hacia unos quince años, en los que las últimas monjas se habían marchado. Y que en la actualidad solo se usaba la iglesia para algunas ceremonias. De hecho ella se disponía a limpiarla y prepararla para una boda que tendría lugar al día siguiente. Cuando Saleta preguntó si alguien podía explicarle más detalles sobre las hermanas que habitaban el convento, la limpiadora le propuso que la esperara ahí mientras iba a buscar a don Vicente, el párroco, ya que él había conocido a las últimas monjitas de Santa Clara.

Alfredo saludó cortésmente a las monjas dándoles la mano. Era un hombre joven, emparentado con la familia, que se encargaba de gestionar la parte del Pazo de Rubianes abierto al público como hospedería. La marquesa les explicó que el se encargaría de darles toda la información que fuera posible, pues ella nunca había mostrado mucho interés por la genealogía, y riendo les dijo que si en cambio querían saber algo sobre camelias, no dudaran en hablar con ella. Sor Escolástica le pidió si no le importaba enseñarle sus ejemplares, mientras sor Ángela subía a la biblioteca del pazo con el joven. La marquesa encantada sentenció: Comenzaremos por mis Camelias Japónicas.

Cuando entraron en el patio del convento don Vicente y la limpiadora se encontraron a Saleta sentada a la sombra. La limpiadora los presentó y entró en la iglesia. El cura se sentó en un banco e indicó a la joven que lo acompañara. Saleta le contó que hacía un trabajo para la Universidad de Santiago de Compostela sobre la cristianización del Reino de Granada, y que había pensado que un convento fundado por el primer arzobispo de Granada podía guardar alguna historia curiosa. Don Vicente sintió no poder ayudarla en ese tema, lo desconocía por completo. Le contó que el convento había sido muy prospero en la antigüedad, como lo demostraba no solo el impresionante edificio, sino también la cantidad de obras de arte que guardaba, como las pinturas murales, el retablo mayor o la impresionante sillería que donó la reina Isabel II.

 Si alguien podía informarle sobre la historia de las clarisas de Loja era la hermana Lucía. Saleta le preguntó a qué convento se habían marchado las últimas monjas, y don Vicente le dijo que no lo sabía. Le explicó que la hermana Lucia había mantenido una lucha muy fuerte durante años contra la orden franciscana para que no se cerrara el convento, y cuando recibieron la orden de clausurarlo en 1991, ella, manteniendo su postura, se exclaustro. Me escribe de vez en cuando para saber como sigue el edificio. Saleta pensó que esa mujer tenía algo en común con las monjas de Santiago. Le preguntó si sabía donde podía encontrarla. Don Vicente, levantándose ya, le dijo que trabajaba de guía en el Museo Diocesano de Arte Sacro de Huelva, en Moguer. Cuando Saleta se iba a despedir, viendo que la iglesia seguía abierta, preguntó al párroco si podía visitarla antes de irse. El dándole la mano le contestó que desde luego, y le recomendó el retablo mayor, con la que era para él la imagen de la Inmaculada más bella de la provincia.

Alfredo y sor Ángela subieron al piso superior del pazo. El hombre con impecable educación le explicaba que en la biblioteca se guardaban los árboles genealógicos de todos los Caamaño, incluso de las ramas andaluza y portuguesa, por lo menos desde el siglo XII. Ángela le comentó si le sonaba el nombre de Mayor de Caamaño y Mendoza, nacida en 1537. El le dijo que no, pero si había nacido ahí la encontraría.

Saleta entró en la iglesia, miró el artesonado mudéjar y la magnifica sillería, y se acercó al retablo. Se sentó en la primera fila de bancos. Pensaba que cuando ya lo tenía todo atado, surgía un nuevo personaje, la hermana Lucía. Medito un momento si debería conocerla o no. Quizás estaba dando pasos falsos, quizás este convento de Loja no tenía nada que ver con la historia de sor Isabel y Mondújar. Miró el retablo barroco, dorado y recargado, no le gustaba. La Inmaculada que tanto alababa don Vicente, era otra virgen más de las que hay por toda Andalucía. Cubierta con un manto bordado en plata y tocada con una corona de dimensiones imposibles, estática, parecía fijar su mirada en ella. Entonces le llamó la atención un pequeño destello que colgaba del cuello de la imagen.

Después de consultar el enorme árbol genealógico, que ocupaba toda una pared de la biblioteca, durante unos minutos, se dirigió con paso decidido a una estantería y tomo un viejo volumen. Lo colocó en un atril y  buscó entre las páginas. Miró a sor Ángela, que seguía todos sus movimientos en silencio, le sonrió y con calma le dijo que ya lo tenía. Era la tercera hija de García Rodríguez de Caamaño que matrimonio en 1534 con Margarita de Montoto. En el registro de la familia estaban las fechas de nacimiento de todos sus hijos, así como los meritos obtenidos en su vida, la fecha de defunción y el lugar de su enterramiento. Fue leyendo la lista de los hijos, García, Rodrigo, Mayor…Sor Ángela esta ansiosa por saber que decía de ella el libro. Bien – dijo Alfredo – me temo que de Mayor poca información tenemos, nació en 1537, ingreso con diez años en el convento de Santa Clara de Santiago y se trasladó a un convento andaluz diez años más tarde, y ahí la familia le debió perder la pista, ya que no figura ninguna anotación más sobre ella. Sor Ángela le preguntó si mencionaba a que convento se había trasladado. Alfredo miró de nuevo el libro y le respondió: Convento de Santa Clara de Loja, en Granada.

Saleta, despacio, se fue acercando a la imagen hasta que comprobó que tenia una gargantilla de perlas alrededor del cuello y de ella colgaba un pequeño detalle que brillaba, pero que no podía ver claramente. Acercó la escalera de la limpiadora al retablo, y no dudo en poner un pie en el sagrario para poder encaramarse a la hornacina donde estaba la talla. La limpiadora empezó a dar gritos desde el fondo de la iglesia. Saleta trepó hasta ponerse cara a cara con la Inmaculada, y cogió en sus manos una pequeña cruz de plata con los extremos acabados en forma de tres hojas. Le dio la vuelta y leyó: Ysabel Regina.


Capítulo  XVI 

Las Clarisas

           Sí, libro. La sor Teodora que narra esta historia y la guerrera Bradamante somos la misma mujer. A veces galopo por los campos de batalla entre duelos y amores, a veces me encierro en los conventos, meditando y pergeñando las historias que me han ocurrido, para tratar de entenderlas.

Italo Calvino. “El Caballero Inexistente”.

Lillo no podía dejar de reírse cuando Saleta le contaba su escalada hasta la Inmaculada, y como la mujer de la limpieza, esgrimiendo una escoba, la había hecho bajar de allí. Cuando la risa se calmó, se dejaron caer en el sofá agotados. Saleta tuvo que ceder un tiempo a la ternura antes de poder contarle a Lillo toda su aventura en Loja.

Mientras cenaban, le contó que había hablado esa tarde con el convento de Compostela. Sor Ángela había estado en Villagarcía, en el pazo donde había nacido Sor Mayor, y allí le habían contado que la monja se había trasladado a Loja a los diez años de estar en Santiago. De ahí que la cruz de Isabel la Católica apareciera en la virgen de la iglesia de Loja, y Saleta sospechaba que la gargantilla de perlas de la que colgaba era parte del collar de Morayma. Lillo concluyó que era evidente que Mayor de Caamaño había marchado a Granada a buscar el collar de la reina mora, lo cual era curioso. Saleta le preguntó qué tenia de curioso para él eso.

 Lillo le confesó que esa tarde había estado pensando en todo el asunto de las monjas y los moros, y creía que había un aspecto que Saleta no había investigado bien. Saleta lo miró con incredulidad. Lillo sin inmutarse continuó: qué sabes realmente de las clarisas. No te llama la atención que esta orden, considerada de monjitas pacificas, diera mujeres tan intrépidas.

Realmente nunca se había cuestionado nada sobre las monjas, ella consideraba que su investigación era un favor que le hacía a su tía, a modo personal. Pero nunca había pensado en la orden como un ente que formara parte de la historia que estaba desmadejando.

Lillo fue a la habitación que usaba como despacho y volvió con dos libros, y unos cuantos folios impresos. Yo también estuve investigando hoy. Saleta estaba en un estado de admiración del que le costo salir. Empecemos por el principio, como surge la orden – dijo Lillo mientras ojeaba uno de los libros -  aquí está, Santa Clara de Asís.

 Nació en Asís, en 1193. Su padre, Favarone Offeduccio, era un caballero rico y poderoso. Su madre, Ortolana, descendiente de familia noble y feudal, era una mujer muy cristiana, de ardiente piedad y de gran celo por el Señor.

Desde sus primeros años Clara se vio dotada de innumerables virtudes y aunque su ambiente familiar pedía otra cosa de ella, siempre desde pequeña fue asidua a la oración y mortificación. Ya en ese entonces se oía de los Hermanos Menores, como se les llamaba a los seguidores de San Francisco. Clara sentía gran compasión y gran amor por ellos, aunque tenía prohibido verles y hablarles. Ella cuidaba de ellos y les proveía enviando a una de las criadas.

La conversión de Clara hacia la vida de plena santidad se efectuó al oír un sermón de San Francisco de Asís, en 1210, cuando ella tenía 18 años, en la catedral de Asís. El santo dijo que para tener libertad para seguir a Jesucristo hay que librarse de las riquezas y bienes materiales. Ella sintió una gran confirmación de todo lo que venía experimentando en su interior.

Bueno, se veía venir - comento Saleta - desde joven obsesionada con la religión, y vecina de los primeros franciscanos…Lillo le dio la razón y siguió leyendo.

Santa Clara se fuga de su casa el 18 de Marzo de 1212, un Domingo de Ramos, empezando así la gran aventura de su vocación. Llega a la humilde Capilla de la Porciúncula donde la esperaban Francisco y los demás Hermanos Menores, y se consagra al Señor por manos de Francisco.

De rodillas ante San Francisco, hizo Clara la promesa de renunciar a las riquezas y comodidades del mundo y de dedicarse a una vida de oración, pobreza y penitencia. El santo, como primer paso, tomó unas tijeras y le cortó su larga y hermosa cabellera, y le colocó en la cabeza un sencillo manto, y la envió a donde unas religiosas benedictinas que vivían por allí cerca.

Lillo decide hacerle un resumen del resto de la historia: convence a su padre que la deje seguir su camino, la acompañan su hermana Inés, que acabará siendo la gran impulsora de la fundación de la orden, y su prima Pacífica. San Francisco les reconstruye la Capilla de san Damián, y allí se instalan las primeras monjas franciscanas, que se llamaran Las Damas Pobres, poniéndose a su frente, parece que contar su voluntad, Clara de Asís.

Clara sabía que el hecho de tomar esta determinación de seguir a Cristo y sobre todo de entregar su vida a la visión revelada a Francisco, iba a ser causa de gran oposición familiar, pues el solo hecho de la presencia de los Hermanos Menores en Asís estaba ya cuestionando la tradicional forma de vida y las costumbres que mantenían intocables los estratos sociales y sus privilegios. A los pobres les daba una esperanza de encontrar su dignidad, mientras que los ricos comprendían que el Evangelio bien vivido exponía por contraste sus egoísmos a la luz del día. Para Clara el reto era muy grande. Siendo la primera mujer en seguirle, su vinculación con Francisco podía ser mal entendida. 

Los dos estaban de acuerdo en que había sido una intrépida, y muy valiente. Pero Lillo tenía razón al cuestionarse qué quedaba de los aspectos de pobreza en la orden, y por qué una orden pobre, o teóricamente pobre, había causado tanto furor entre la nobleza y realeza como para llenarse de sus hijas.

Con su gran pobreza manifestaba su anhelo de no poseer nada más que al Señor. Y esto lo exigía a todas sus hijas. Para ella la Santa Pobreza era la reina de la casa. Rechazó toda posesión y renta, y su mayor anhelo era alcanzar de los Papas el privilegio de la pobreza, que por fin fue otorgado por el Papa Inocencio III.

Lo demás -  continuó Lillo - puedes imaginártelo, ayunos, mortificaciones, entrega a sus hermanas, y unos pocos milagros. Su salud se fue deteriorando con esta vida y los últimos veintisiete años de su vida los pasó postrada en su cama. Bordando, leyendo y rezando. Fue visitada por obispos y cardenales para pedirle consejos, incluso por Papas, quedando claro que ya se la consideraba una mujer santa. Murió a los sesenta años, después de cuarenta y uno de monja, en 1253.

Saleta le preguntó cuando se había dejado la estricta pobreza que proclamaba Santa Clara. Lillo se rió, y le contestó que enseguida, al poco de su muerte el Papa Urbano IV reformó por primera vez la orden. Los monasterios pidieron una regla más suave y acorde con la realidad, necesitaban vivir de rentas para mantenerse. Surgen así las llamadas clarisas urbanistas, rama de las clarisas que se fundan tras esta reforma, llamada segunda regla, que era igual a la creada por santa Clara, pero permitía tener rentas.

 La reforma se incorpora a todos los conventos, si bien muchas religiosas se quejan de perder el estado de pobreza. Posteriormente, una monja italiana, Santa Coleta, en el siglo XV vuelve a la primera regla de santa Clara y aparecerán las clarisas coletistas y después otras muchas pequeñas reformas dan ramas como las capuchinas, recoletas, descalzas.... Pero vamos, que en la actualidad las diferencias se han ido recortando tanto que es difícil distinguirlas. En realidad la primera regla no es más que una reforma de la regla benedictina de clausura para las mujeres, quizás más severa. Pero bueno, a lo largo de la historia en muchos monasterios se relajó considerablemente.

Saleta preguntó si existían diferencias entre un convento y otro. Lillo respondió que curiosamente sí. Los monasterios conservan entre sí absoluta independencia, gobernados según la regla, las constituciones, estatutos o costumbres particulares de cada uno.

Saleta supuso que la nobleza entregaría hijas a la orden para compensar sus excesos. Teniendo hijas rezando en relativa austeridad por ellos, estarían más cerca de la salvación. Y una orden fundada por una noble era perfecta. Lillo apuntó que muchos de los monasterios eran fundados por nobles precisamente como destino de alguna hija, y además, panteón familiar. En las creencias de aquellos tiempos estar enterrado en una iglesia o monasterio, rodeado de gente que se pasaba el día rezando, era un buen salvoconducto para pasar las puertas del cielo. Por ejemplo Pedro I el Cruel arregla el palacio mudéjar de Tordesillas y se lo cede en 1363 a sus hijas Beatriz e Isabel para que lo transformaran en un convento de clarisas, donde Beatriz tomará el velo.

Otras veces eran mujeres nobles, o incluso reinas, que después de enviudar se retiraban como clarisas, como el caso de Santa Isabel de Portugal en el siglo XIV. La historia de esta clarisa de sangre azul es curiosa. Después de enviudar, Isabel de Aragón, reina de Portugal, emprendió un peregrinaje a Santiago de Compostela, donde le entregó su corona al Arzobispo para recibir el hábito de las clarisas. El Arzobispo se emocionó tanto por este acto, que el le entregó su callado pastoral para que la ayudara en su regreso. Se recluye en el convento de Santa Clara de Coimbra, que ella misma había fundado años antes. Pero lo curioso es que, aunque de hábito, no toma los votos para no deshacerse de su fortuna personal, con la que sigue haciendo obras de caridad, como había hecho durante toda su vida. Y además, en momentos de conflictos políticos, no duda en salir del convento, siendo ya muy anciana, y recorrer grandes distancias para solucionarlos. La clausura de estas monjas siempre fue muy permisiva con las grandes.

Y si esta historia es curiosa, te sorprenderá más la de doña María Coronel, Lillo estaba encantado de la admiración que causaba en Saleta las investigaciones que había realizado. María Coronel era una noble sevillana del siglo XIV, cuyo marido se vio envuelto en un enfrentamiento con el rey Pedro I, por el cual perdió la cabeza, a pesar de la clemencia que María pidió por su vida delante del rey. Viuda, junto con su hermana Aldonza, ingresa en el convento de Santa Clara de Sevilla. Pero el rey se había encaprichado de ella, ya que era muy bella, y no deja de acosarla. María se derrama aceite hirviendo por el rostro para desfigurarse y que el rey la deje tranquila. Cuando recupera las posesiones que Pedro I le había arrebatado (hay quien dice que se las devuelve el propio rey impresionado por su acto, pero lo más seguro es que se las devolviera el sucesor de Pedro) con ellas funda el convento de Santa Inés de Sevilla, también de clarisas, en la misma casa que había sido de sus padres, y lo mantendrá con las rentas de sus posesiones en Sevilla, Carmona y el Aljarafe.

A Saleta le gustaba oír estas historias, y más si las contaba Lillo, con su voz aterciopelada, que parecía  acariciarla con ese ligero acento del sur.

 Entraron en el tema de la expansión de la orden, para lo cual Lillo tenía también un listado de fechas y números.

Antes de la muerte de Santa Clara, en España ya se habían fundado cuatro conventos de clarisas. El primero en 1228, en Pamplona, y en 1235 pisan Andalucía, con el monasterio de Santa Clara de Úbeda. Y mira estas cifras – continuó Lillo - En 1384 se contaba ya 404 monasterios y unas 15.000 religiosas; en 1587 eran 600 los monasterios, de ellos 252 en España y sus colonias de América, con unas 30.000 clarisas; en 1680 el número de monasterios subió a 925. Como ejemplo concreto mira el caso de Andalucía. En el siglo XIII se fundan los monasterios de Santa Clara de Jaén, Córdoba y Sevilla. En el  XIV se fundaron sólo dos monasterios: Santa Clara de Moguer, en 1337 y Santa Inés de Sevilla en 1376. La gran expansión en Andalucía comienza en el siglo XV con trece monasterios y en el XVI se fundan treinta y siete. Es la gran época de la orden. Desde aquí las fundaciones van menguando, por otra parte de forma lógica. En el siglo XVII, catorce, para decaer en el XVIII, con sólo tres y en el XIX, tras la desamortización, sólo uno.

Qué había pasado para que la orden fuera perdiendo fuerza. Pues el cambió político que comienza tras la revolución francesa, y cambios propios de España, como la desamortización de Mendizábal o la posterior revolución de 1868, harán que cierren muchos de los monasterios existentes.

Saleta meditó sobre toda la historia de las clarisas, y cuando iba a indicar que no creía que tuvieran nada que ver con su investigación sobre sor Isabel y Morayma, Lillo la interrumpió: Pero hay otra cosa para lo que sirvieron estas monjas, sobre todo en tiempos de Isabel la Católica, y que esta reina supo usar muy bien, y fue para retirar del mundo a mujeres que podían ser…digamos…molestas.


Capitulo XVII

Las Religiosa

“Luego por los tres estados de estos dichos mis reinos, e por personas escogidas dellos de buena fama e conciencia que sean sin sospecha, se vea libre e determine por justicia a quien estos dichos mis reinos pertenecen; porque se excusen todos rigores e rompimientos de guerra”.

Juana de Castilla. Carta a los castellanos.

Lillo sonreía sin parar. Cambiaron el sofá por la cama, y Saleta se echó sobre aquella colcha blanca, inmaculada, que atrapaba la luz de la luna y la reflejaba sobre toda la habitación. Lillo se acomodó en una pequeña butaca y encendió una lámpara sobre el texto que llevaba en sus manos. La brisa cálida y suave acariciaba las cortinas de gasa y las hacia bailar como odaliscas.

Los rumores en la corte castellana debían ser algo habitual, como los programas del corazón de aquellos años. Que Fernando de Aragón tenia amantes parece ser que era de todos sabido, incluso cuando se casa con Isabel ya tenia dos hijos bastardos, y durante su matrimonio tendrá alguno más -  Tan católico él, comento Saleta con sorna - Según estos rumores, Isabel se encargó de que alguna dama por la que el rey tenía debilidad acabara recluida como clarisa.

A Saleta, efectivamente, sólo le parecieron chismes, y le comentó que no era una prueba suficiente para justificar su “teoría de la conspiración clarisa”. Los dos se rieron. Lillo dejó su asiento y se tiró en la cama a su lado. Mientras ella jugaba con su cabello, continuó: No, realmente la historia que más me gusta es la de Juana de Castilla, la sobrina de la reina. -  ¡Ah, la Beltraneja! - Exclamó Saleta.

Isabel, durante toda su vida, desarrolla la creencia de que Dios la colocó en el trono de Castilla, de una forma tan inesperada, que tenía que ser por algo. Y ese algo  le llevó a conquistar Granada, y a expandir la fe cristiana cuanto pudo. Era como si con eso pagara a Dios por haberla hecho reina. Ella que sólo era una infanta, con dos hermanos varones, llegó a ser reina. Pero este designio de la Providencia Divina si lo piensas bien, eso es sólo una imagen. En realidad ella supo manejar las situaciones y conspirar para llegar a donde llegó. Sin ningún pudor pasó delante de la que legalmente debería heredar la corona, su sobrina Juana, aunque eso desencadenara una guerra civil.

Saleta le pidió que recapitulara un poco la historia ya que no sabía a donde quería llegar.

Al morir el padre de Isabel, Juan II de Castilla, sube al trono su hijo mayor, Enrique IV, apodado por el pueblo como “el impotente”, debido a que su primer matrimonio con Blanca de Navarra no llegó a consumarse en los 15 años que duró. Así se verificó cuando Blanca vuelve a la corte de Navarra, y el Papa lo anula. Se casa después con Juana de Portugal, y a los siete años de matrimonio, cuando ya se pensaba que la cosa seguía los caminos del anterior, nace la princesa Juana, que fue reconocida como legítima heredera y nombrada Princesa de Asturias.

Sencillamente una parte de la nobleza no estaba satisfecha con el gobierno que Enrique hacia del reino, con o sin razón. Si el pueblo lo llamaba “el impotente”, para los nobles era “Enrique de las Mercedes”, por las múltiples mercedes que otorgaba a los nobles, convirtiendo a muchos en poderosos, lo que siempre traía envidias y recelos de otros grandes.

 Desde luego fue un personaje con poco carácter, que delegó en favoritos de la corte cuestiones importantes. Pero también hay que decir que fue pacífico, y siempre escapó de los conflictos internos del reino. Los nobles descontentos apoyaron al hermanastro del rey, el infante Alfonso, hermano pequeño de Isabel, llegando a proclamarlo rey. Desgraciadamente para ellos, Alfonso muere joven, e Isabel se convierte en la candidata del partido de la oposición a Enrique IV.

Enrique IV, por el Tratado de los Toros de Guisando, deshereda a su hija y nombre a Isabel su sucesora, siempre que se case con quien el disponga. Esto para algunos es el reconocimiento claro de que el rey sabía que Juana no era su hija, pero también podemos interpretar que lo que buscaba era la paz entre las dos fracciones. De hecho, sus planes eran nombrar a Isabel heredera del trono y casarla con el rey Alfonso V de Portugal, y en la misma negociación comprometer a la princesa Juana con Juan, hijo primogénito de este rey portugués. De tal forma que el trono de Castilla pasaba a Isabel, y si esta moría sin hijos, pasaba a Juana. Esta fusión de las coronas castellana y portuguesa no pareció convencer mucho al partido isabelista. De hecho, aunque ella accede a este acuerdo, se casa en secreto con el príncipe de Aragón, Fernando.

Saleta era de la opinión que si el rey Enrique hizo eso, era que sabía que Juana no era su hija, pues estaba claro que la privaba de la principal herencia de un príncipe, el reino. En cambio Lillo señaló que había testimonios que hablaban del cariño que tenía Enrique  a su hija.

El caso es que cuando Enrique se enteró del matrimonio secreto de su hermanastra rompió los acuerdos firmados, y volvió a nombrar Princesa de Asturias a Juana. Entonces dio respuesta favorable a los embajadores de Luis XI de Francia, que le pedían la mano de Juana para el duque de Guyena, hermano del francés. Revocó el tratado de los Toros de Guisando, después de jurar, juntamente con su esposa, que la infanta Juana era su hija legítima. Este matrimonio se realizó por poderes, y en realidad se anuló posteriormente, sin estar claro por que, puede que por la prematura muerte del duque de Guyena, o por que dicho duque no estuviera de acuerdo con él.

Enrique IV, próximo a su muerte, cierra las negociaciones matrimoniales con Alfonso V de Portugal, que accede a casarse con Juana, ya que ambicionaba la corona castellana. Comienza así la guerra civil. La mayoría de la nobleza apoya a Isabel, aunque algunos grandes se unen a la causa de Juana, que establece su corte en Toro.

Juana envía cartas a todas las ciudades del reino reconociéndose como reina heredera según el testamento de su padre. Juana trató de evitar la guerra civil, proponiendo que el voto nacional resolviera la cuestión. Pero de nada sirvió, Isabel y Fernando desplegaron sus ejércitos contra las tropas portuguesas y los partidarios de Juana.

            La guerra asoló Castilla y los territorios fronterizos de Portugal. Juana desplegó su corte con gran magnificencia, y decían que tenía grandes cualidades para ser reina. Alfonso V de Portugal se va cansando de las perdidas que le supone la guerra, e intenta pactar con Isabel, pidiendo Galicia, Zamora y Toro, y una considerable suma de dinero, a cambio de renunciar a sus pretensiones sobre el trono. Isabel esta dispuesta a pagar el dinero, pero jamás a ceder un palmo de tierra a nadie.

             La guerra dura unos tres años, hasta septiembre de 1479, y los partidarios de Isabel salen victoriosos. Se firma el tratado de Alcaçovas. En virtud del cual, dejó Alfonso V el título y las armas de rey de Castilla, renunció a la mano de Juana, se obligó a no apoyar las pretensiones de ésta al trono de Castilla, y se dio a Juana un plazo de seis meses para que eligiese entre casarse con el infante Juan, hijo de Fernando e Isabel, luego que el infante llegase a la mayoría de edad, o retirarse a un convento y tomar el velo.

 Juana vio que sus intereses habían sido sacrificados, pues la cláusula de su matrimonio futuro con el infante don Juan era irrisoria, dado que se agregaba que el infante, al llegar a la edad conveniente, podía rechazar aquel enlace si no le agradaba, no quedando a Juana en tal caso otro derecho que el de recibir una indemnización de cien mil ducados.

Bien, no me digas más, ya se a donde vas a llegar  - dijo Saleta levantándose de la cama y dirigiéndose al baño – Juana se hizo clarisa.

- Efectivamente, contestó Lillo.

- Qué te llamó la atención de esta Juana como clarisa, tengo mucha curiosidad por ver por donde vas a salir. Saleta seguía la conversación con cierto escepticismo.

Bueno, veras, tomó los hábitos inmediatamente, en el convento de Santa Clara de Coimbra. Isabel incluso mando testigos de la corte a presenciarlo, entre ellos a Hernando de Talavera, por aquel entonces su confesor.

 Juana, a pesar de estar en clausura, tuvo una propuesta de matrimonio en 1482, de parte de Francisco Febo, sobrino del rey Luis XI de Francia. Cuando Isabel la Católica se entera, escribe al Papa, instándole a que no permita a la princesa( nunca se refirió a ella como su sobrina) abandonar el convento, por que podía considerarse una ruptura del tratado de paz entre Portugal y Castilla.

 Isabel, ya reina, firmemente instaurada en el trono, sigue teniendo miedo de la “religiosa de Coimbra”, como era llamada en Castilla.

¿Entonces te parece que las clarisas de Coimbra eran las carceleras de Juana, al servicio de las monarquías? Preguntó Saleta. Lillo le contestó que en ningún caso, sino todo lo contrario, las clarisas colaboraron con Juana totalmente, ocultando que en la realidad, ni siquiera guardaba la clausura. De hecho el matrimonio no llegó a realizarse por la muerte inesperada del pretendiente.

 Juana salía del convento cuando le apetecía, se instalaba en Lisboa con gran pompa, y es probable que viajara por donde quisiera, y cuando se cansaba volvía una temporada a los hábitos. Asistía a fiestas en la corte portuguesa, donde era muy querida, se la conocía como “la excelente señora”, y los monarcas lusos se planteaban en ocasiones volver a retomar los derechos de la princesa. Juana por su parte firmó todos sus documentos hasta su muerte en Lisboa, en 1530, como “Yo la Reina”.

¿Y de quien era hija entonces? Quiso saber Saleta. Lillo contestó que nunca se sabrá. Para muchos historiadores no cabe duda que no era hija de Enrique IV, no solo por la experiencia de su primer matrimonio, sino también por que su segundo con la madre de Juana también fue un fracaso, de hecho la reina acabó fugándose con un amante, y teniendo dos hijos más de él.

 Parece claro que Enrique era homosexual y mantenía relaciones con sus favoritos, pero eso no quiere decir que no pudiera dejar preñada a la reina. Se escribió incluso que Beltrán de la Cueva se había encargado de engendrar a Juana con el consentimiento del rey. Aunque para otros Beltrán visitaba de noche las alcobas reales no por la reina precisamente, sino por el rey.

Lo cierto es que, por lo que sabemos, Enrique IV respaldó a Juana en los últimos años de su vida. Los partidarios de Isabel mantuvieron que había muerto sin testar, pero eso es realmente raro en un rey castellano de esa época. Existe la teoría de que Isabel ocultó al pueblo el testamento de su hermanastro, donde reconocía y legaba el reino a Juana, y que Fernando el Católico lo destruyó a la muerte de Isabel.

Cuando Fernando queda viudo, propone matrimonio a Juana, para restablecer sus derechos dinásticos, y apartar a Felipe el Hermoso del trono de Castilla, ya que nunca había sido del agrado de los Católicos. Pero Juana, dando muestras de una gran dignidad, se niega a colaborar con el hombre que la había humillado años atrás llamándola la Beltraneja.

Sus restos mortales se hallan actualmente desaparecidos, por lo que resulta imposible la realización de un análisis de su ADN para demostrar su ascendencia

Saleta se sentó en la cama, lo miro fijamente y le preguntó a que venía toda la historia de Juana de Castilla y las clarisas.

Yo que sé - respondió Lillo - algo me llamó la atención leyendo sobre esta orden. No sé como explicarlo, hay algo contradictorio en ella. Por una parte, de una forma digamos oficial, son monjitas dedicadas a la oración en clausura, la caridad y los trabajos manuales. Una orden pobre que vive de la caridad. Pero ya hemos visto que de pobres más bien tenían poco. Y entre ellas hubo siempre mujeres muy curiosas e intrépidas, que desafiaban al poder, como Maria Coronel o Juana de Castilla. O que salían de la clausura como Santa Isabel de Portugal o la propia Juana, o cultas e influyentes como Inés Enríquez, abadesa de Moguer. Mira sin ir más lejos a tu Isabel de Granada o a Mayor de Caamaño…o más aun, mira a sor Ángela y a sor Escolástica…

Saleta comprobó que Lillo estaba poniéndose realmente serio: ¿A donde quieres llegar?

Lillo se quedó en silencio, como si le diera vergüenza exponer su teoría. Pues quiero llegar a que te imagines la posibilidad de que la vida de estas monjas que he mencionado no fuera casual, a que realmente tuviesen alguna conexión entre ellas…como decirlo…imagínate que dentro de la orden existiese una corriente, quizás secreta, incluso para el resto de las hermanas, que promoviera algún tipo de presencia en la vida pública, o en defensa de la propia orden, o que se yo…no se como llamarlo. Imagínate que dentro de las clarisas, existiese una hermandad.


Capítulo XVIII

La Niña

A la mañana siguiente Lillo insistió en que lo acompañará a la feria, con la promesa de que se tomaría el viernes libre y la llevaría a Moguer, aunque tenía la impresión de que allí no iba a encontrar nada. Sabía que Saleta no dejaría un hilo suelto, y que llegaría a investigar todos los caminos que le surgieran. Además le gustaba llevarla a Huelva, a su tierra y enseñarle las marismas, la costa y el pueblo donde había nacido.

Saleta aceptó, aunque solo parcialmente. Iría a la feria, pero por la tarde había quedado con Tomás en la Facultad de Historia para consultar algunos temas que no tenia muy claros.

Eran las once de la mañana y Saleta ya se había enfundado en el traje de gitana que una compañera de Lillo le había prestado. Se prendió la peineta ladeada, como Lillo le había indicado, y sobre ella unas gardenias blancas que el le había regalado. Todo el grupo la encontró muy hermosa, aunque a ella le costó tiempo asimilar que no estaba disfrazada. Cuando se miró al espejo del ascensor, no reconocía el largo y esbelto talle que el vestido le marcaba.

Sobre las cinco de la tarde, entre sevillana y sevillana, se despidió de todos. Lillo la llevó hasta la portada y antes de coger un taxi, la abrazo y la beso sin pudor, en medio del rió de gente que entraba y salía del recinto. Saleta se rió cuando comprobó que se tambaleaba. Lillo era feliz…y estaba ligeramente borracho.

Después de cambiarse, fue hasta la Facultad, donde Tomás la esperaba. Quería recabar información sobre el convento de Moguer y su ilustre abadesa, Inés Enríquez. Pensaba que Tomás le tendría ya algunos textos preparados. Cuando entró en su despacho, un joven de apenas veinte años estaba detrás de la mesa.

Saleta le preguntó por Tomás, el joven, poniéndose en pie y presentándose como Eduardo, le explicó que el profesor llegaría en cualquier momento, que había bajado a tomar un café. Cuando ella iba a disculparse para salir hacía la cafetería, Eduardo le dijo que Tomás le había pedido que la informara sobre los lugares colombinos de Moguer. Saleta se sorprendió. El joven percatándose de ello, se rió y le explicó que siempre le pasaba lo mismo, que por su juventud no tenía pinta de experto, pero que podía confiar en él. Con cierta prepotencia le aclaró que era uno de los mayores expertos en Cristóbal Colón de España.

Saleta tomó asiento, se puso cómoda. Eduardo la miraba detrás de sus gafas de aumento que hacían que sus ojos verdes parecieran el doble de grandes. Sin más vueltas ella le aclaró que buscaba información sobre Inés Enríquez, el convento de Santa Clara de Moguer y su relación con Cristóbal Colón. Como si hubiese activado un mecanismo electrónico, Eduardo tras unas décimas de segundo de meditación, empezó a hablar como si estuviera leyendo una enciclopedia.

Inés Enríquez perteneció a una de las familias más nobles de Castilla del siglo XV, era hija de Fabrique Enríquez y de Marina Díez de Córdoba y Ayala. Su padre, don Fabrique era Almirante de Castilla, título que con los años desaparecería, pero que por aquel entonces gozaba de mucho poder dentro del reino. La hija más conocida de Fabrique es Juana Enríquez, que fue reina de Aragón y Navarra, tras ser la segunda esposa de Juan II de Aragón y I de Navarra, con el que tuvo un hijo: Fernando II de Aragón y V de Castilla, el Católico.

Saleta resumía mentalmente la información simplificándola: Inés era tía de Fernando el Católico. Eduardo tomaba aliento, y seguía con su discurso, el cual era tan pedante que Saleta tenía que evitar no reírse en ocasiones.

Inés tuvo que vivir desde niña un ambiente lleno de intrigas y negociaciones políticas, sobre todo por parte de su hermana mayor, la reina de Aragón, que mantuvo un enfrentamiento constante con el hijo mayor de su marido, Carlos de Viana.

 Inés en cambio dedicó su juventud al estudio, no solo del latín y de la literatura, sino que, curiosamente para una mujer de su época, de las ciencias, la astronomía y la cartografía. Tomó el velo en el convento de Santa Clara de Moguer, por estar este muy ligado a la familia de su padre desde su fundación, y allí, cuando llegó a abadesa, amplia considerablemente su biblioteca.

Tras la muerte de su hermana, Juana se encarga de continuar su labor, cuidando que los acuerdos de boda del príncipe con Isabel de Castilla se lleven a cabo. Será siempre una consejera de su sobrino, y también muy apreciada por la reina Isabel, que veía en esta mujer, el modelo a seguir por las religiosas.

Quizás lo más destacable y curioso de la vida de Inés Enríquez, es que consigue que su convento sea un foco intelectual de la época. Se conservan un gran número de cartas de esta monja dirigidas a altos cargos de la Iglesia, nobles, a los reyes, a otras abadesas de su orden…muchas ni siquiera han sido bien estudiadas. Las más conocidas son las que mantuvo con Cristóbal Colón, que visitó en varias ocasiones el convento.

Saleta lo interrumpió, quería saber cual era el motivo de que escribiera a otros conventos de clarisas. Las ideas de Lillo le vinieron a la mente.

Bueno se conservan cartas de ella a diversos conventos, que yo recuerde ahora mismo, las hay a  Sevilla y Carmona, a varios de Burgos, Córdoba, Jaén, al de Palma de Mallorca, a Oviedo, a Santiago, a muchos. Y eso que solo se conservan parte de las mismas, algunas en las bibliotecas y museos de estos monasterios, otras en archivos episcopales. Es probable que muchas se hayan perdido, ya que en Moguer hay cartas recibidas por ella de muchos conventos a modo de contestación o de consulta, que seguro que tenían una replica que no se conserva.

En general son cartas piadosas, en las que da consejos a sus colegas sobre cuestiones teológicas; también sobre administración de las fincas, y en muchas de ellas pide contribución económica para apoyar las expediciones a las nuevas tierras. Esta fue una de sus grandes obsesiones; movida por un lado por sus curiosidades científicas, y por otro por la posibilidad que veía de expandir la fe cristiana, y a la propia orden de Santa Clara en el nuevo Mundo.

¿Fue realmente un personaje clave en la expedición de Colón? Preguntó Saleta.

Sí, sin duda. Se conoce más el apoyo dado desde el monasterio de la Rábida, pero Inés tenia una baza que Colón supo aprovechar muy bien, y era su parentesco e influencia con los reyes. Además, Inés se encargó de sufragar y coordinar los medios económicos que fletaron una de las carabelas. La más pequeña y ligera, que se conoce como La Niña, por ser gobernada por unos hermanos de Moguer apellidados Niño, pero que se llamaba realmente La Santa Clara.

Pero no sólo se quedó en esta aventura marinera. A Inés le entusiasmaba tanto lo que se venía contando de las nuevas Indias, que posteriormente, ya anciana, en 1499, vuelve a financiar en parte otra expedición a ellas. Contando con el piloto mayor de  Moguer, Pero Alonso Niño, que había capitaneado La Santa Clara o Niña en el primer viaje de Colón, y con la ayuda de un financiero de Triana, Cristóbal Guerra, parte una carabela de cincuenta toneladas hacia Bahía, donde cargan palo de Brasil, y luego a Margarita y Cumaná, donde hacen gran acopio de perlas. Regresan a España en 1500 y de la venta de las mercancías se obtiene una considerable fortuna.

Inés consigue ejemplares de plantas traídas en esta expedición que cultiva en el claustro y huerto del convento. Y debió cobrar los intereses de su financiación en perlas, pues existe una leyenda que cuenta que el monasterio de Santa Clara de Moguer regalaba una perla a personajes destacados, costumbre que se mantuvo durante varios siglos. Aunque realmente no existe constancia escrita de ello, por lo que nunca se pudo comprobar realmente que fuera cierto.

Saleta se despidió muy agradecida de Eduardo y de Tomás, después de tomar un café con ellos en la misma facultad. Cuando llegó a casa espero a que Lillo llegara para salir a cenar fuera, pero al final, prefirieron quedarse en casa.

Lillo se despertó temprano, estaba contento por no tener que trabajar, y por ir con Saleta a Huelva. No tomaron la autovía, sino que fueron por la antigua carretera, y la primera parada, inevitablemente, fue en el Rocío. Pasearon por las calles empolvadas, y finalmente entraron en el santuario. La fe andaluza tiene sus diferencias y sus similitudes con la del norte. Sentados en un banco, mirando a la virgen, rodeada de oro; bañada en aquella luz de las marismas, que se colaba por puertas y ventanas; el deslumbrante blanco de las paredes les daba la sensación de estar entre las nubes. Allí sentados, en silencio, sintieron una inmensa sensación de paz.

Al llegar a Moguer, Lillo fue a visitar a unos antiguos compañeros mientras Saleta se dirigió hacia el antiguo convento de Santa Clara.

Llegó a la recepción del Museo Diocesano de Arte Sacro, y antes de sacar el billete para la visita guiada, echó un vistazo a la tienda, observando de reojo al personal del museo. El primer grupo que empezaba la visita iba a ser conducido por un joven, así que Saleta ojeó descuidadamente un libro, esperando encontrar a la hermana Lucía. Cuando el primer grupo llevaba unos veinte minutos de visita, en la recepción se empezó a formar otro, y a su cabeza se puso una mujer. Saleta se aproximó a ellos, hasta que fue capaz de leer la chapa que la guía llevaba en su pecho: Lucía Blanco.

            La hermana Lucía tenía el semblante serio, y cierto gesto de cansancio, desde luego no parecía disfrutar con su trabajo. Parecía impaciente por que empezará su turno, para acabar cuanto antes. Saleta se unió a ese grupo, y fue siguiendo en silencio sus explicaciones por todas las salas y capillas, intentando escrutar la personalidad de aquella mujer.

            Llegaron a una capilla pequeña y la guía hizo guardar silencio con una simple mirada que recorrió el grupo. Les empezó a contar que se trataba de la capilla “de profundis”, que constituía el panteón de las clarisas. Allí se encontraban enterradas las hermanas que habían destacado en la historia del monasterio. Acercándose a una de las lápidas, indicó que era la de sor Inés Enríquez, tía de Fernando el Católico, y soltó un discurso sobre esta abadesa y su relación con Cristóbal Colón. A Saleta le daba la impresión de que lo sabía de memoria, y que lo soltaba sin meditarlo. Cuando le aburrió, comenzó a mirar las lápidas de las demás hermanas enterradas allí, y de repente no podía creer lo que estaba viendo, estaba ante la sepultura de sor Mayor de Caamaño y Mendoza.

 


Capítulo XIX

Las Perlas 

   Por inspiración divina os habéis hecho hijas y siervas del Altísimo y Sumo Rey, el Padre Celestial, y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del Santo Evangelio.

   San Francisco de Asís. Carta a Santa Clara.

            El grupo salía ya de la capilla panteón, y Saleta seguía petrificada. Lucía se acercó a ella y le dijo que la visita continuaba. Saleta sin escucharla le preguntó quién había sido sor Mayor de Caamaño. La guía no le contestó, solamente le pidió por favor que siguiera al grupo.

            Contempló las imágenes de santos, la colección de dalmáticas, los relicarios, pero en su cabeza seguía pensando qué hacia la monja gallega enterrada allí. Cuando terminó la visita Saleta quería volver a hablar con la mujer, pero esta se le adelantó, y cuando pasaba delante de ella a la salida, la cogió del brazo y le pidió que la acompañara. Entraron nuevamente al interior de la iglesia y se sentaron en un banco, enfrente a la capilla “de profundis”.

            Lucía rompió el silencio preguntándole por que se había interesado en sor Mayor. Había sorprendido a Saleta, que no tenía preparada ninguna disculpa creíble. La guía le pidió que fuera sincera, que estaba cansada y no quería perder el tiempo. Saleta lo meditó un instante, y comenzó a contarle su historia, desde que había visitado a su tía unos días antes de la pasada Navidad, para terminar enseñándole el testamento que le habían enviado por correo electrónico. Lucía escuchó sin inmutarse todo el relato y luego leyó en silencio los papeles. Cuando terminó, la mujer sólo comentó que sabía que tarde o temprano esto iba a pasar.

            La guía se puso en pie, y encendió nuevamente las luces del panteón de las clarisas. Miro a Saleta, y le dijo que prestara mucha atención a la historia que le iba a contar, pues ella iba a entrar en el pequeño grupo de personas que la conocían, y sería su responsabilidad lo que hiciera con ella.

            Sor Mayor de Caamaño y Mendoza conoció a sor Isabel cuando de niña ingresó en el convento; se ve que la abadesa le tomó cariño, ya ves que incluso es una de las personas que firma su testamento. Sor Isabel debió enterrar su testamento sola, y morir al poco tiempo. Mayor tiene un recuerdo de sor Isabel vago, mezclado con la fantasía de la infancia. Piensa en la corta edad que tenía cuando conoció a sor Isabel, y que la historia de Granada y de su estancia en la corte castellana, solo la oiría el día que sor Isabel llama a los testigos para que firmen. En ese recuerdo nublado, interpreta que la superiora es hija de los reyes de Granada, y ahijada de la reina Isabel, que le dio la dote para entrar en el convento. Con los años, Mayor asume que es la encargada de trasmitir su historia dentro de la orden, pues desconoce donde esta el testamento, y si aparecerá algún día o no.

 Lo que Mayor recuerda perfectamente es la historia del collar de Morayma, esas cosas siempre se quedan en la memoria de los niños, y donde estaba enterrado. Cuando llega a la edad adulta, con veinte años de la época, solicita el traslado a un convento de Granada, puede que alegando motivos de salud. Pero antes de salir de Santiago, consciente de lo peligroso de su viaje y sabiendo que era probable que no volviera más a su tierra, deja un escrito en la biblioteca, en el cual, camuflado como una historia del monasterio, habla de sor Isabel, y del collar escondido.

 Ahora se que ese escrito cayó en manos de un bachiller a principio del siglo XVIII; pero el ya no podía encontrar nada en Mondújar, pues el collar ya no estaba allí.

            Sor Mayor parte para Loja, y se las ingenia para pasar por Mondújar. Cuenta los olivos y encuentra el collar.

 Vivió en la clausura de Loja diez años y llegó a ser su superiora. Se convirtió en una mujer culta y estudiosa, y cuando fallece la superiora de Moguer, ella busca influencias para que la trasladen aquí, ya que este convento, desde los años de Inés Enríquez, destacaba por ser un centro cultural de referencia dentro de la orden.

            En Loja había instaurado el pago de dos misas a la semana en la iglesia de Mondújar, que continuó hasta que el convento fue desalojado en 1992, cumpliendo así la promesa de sor Isabel. Saleta le preguntó si nunca ninguna monja de Loja se había cuestionado el por qué de ese encargo; pero Lucía que ya se esperaba esa pregunta, le pidió que tuviera paciencia, que siguiera escuchando la historia.

            Antes de dejar Loja, forma a su sucesora en el secreto de Morayma y sor Isabel, y le pide que continúe la tradición, pasando de generación en generación el encargo. Además, el coste de las misas se pagaban con la renta que originaba al convento una almazara comprada por sor Mayor, con tres de las perlas del collar. Renta que siguió existiendo hasta la actualidad, aunque ahora la antigua almazara se convirtió en un hostal.

 Digamos que sor Mayor de Caamaño crea una corriente interna y secreta en las clarisas, que junto con el pretexto de perpetuar una tradición, debería velar por mantener la historia y la defensa de la orden; aunque en aquella época no tenía mucho sentido, pues las clarisas estaban en sus mejores momentos. Con parte del collar hizo la gargantilla que luce la Inmaculada del convento de Loja, para que quedara un recuerdo de su paso. Saleta le apuntó que la gargantilla y la cruz también. No – le aclaró Lucía – La cruz se la cedió a la nueva superiora, y durante los siglos pasó de una a otra, como prueba de la verdad de la historia, hasta que llegó a mí. Cuando pedí la exclaustración temporal, tras cerrar el cenobio, se la dejé a Nuestra Señora, ella  la guardará bien.

            Sé que ahora te estas preguntando por el resto del collar…bien, el resto del collar debería llegar al convento de Santiago, pues así interpretó sor Mayor la voluntad de sor Isabel: su legado debía satisfacer dos partes, la memoria de Morayma y a sus hermanas clarisas.

Saleta le preguntó si entonces estaba en Santiago. Lucía señaló otra de las lápidas y con su voz neutra, de guía, continuó la narración.

- A sor Mayor no le dio tiempo, murió a los 48 años, cuando llevaba dieciocho aquí de superiora, y supongo que no encontró la manera de cumplir ese encargo. Aquí esta enterrada su sucesora, sor Clara Inés del Quintanar, ella fue la que cumplió finalmente los deseos de sor Isabel.

Apagó las luces de la capilla, y pidió a Saleta que la siguiera. Caminaron en silencio hasta llegar ante una imagen del Niño Jesús. Como expliqué en la visita, este es el Niño Jesús de las Lágrimas -  Saleta asintió, pero realmente no recordaba nada de la visita - Es obra de Luisa Ignacia Roldán Villavicencio, cuyo nombre supongo que no te dirá nada, pero si te digo que fue conocida por “La Roldana” seguro que sí. Saleta le confesó que le sonaba de la facultad, pero que realmente desconocía su obra, y Lucía murmuro, con ironía, un comentario despectivo sobre la cultura de la gente del norte. La Roldana es una de los grandes artistas del siglo XVII, a ella se deben obras tan importantes como la Esperanza Macarena de Sevilla.

Fue una mujer desdichada, se casó, en contra de la voluntad de su padre, también  famoso escultor, Pedro Roldán, con otro escultor mediocre, que solo se ocuparía de pintar las tallas que ella hacía; tuvo que trabajar mucho, pues fue el único sustento de su familia. Fue famosa, llegando incluso a ser artista de cámara del rey en Madrid. Pero la fama no evitó la muerte de cuatro de sus seis hijos, y que ella misma muriera en la pobreza.

Saleta se preguntaba que tendría que ver la Roldana con la historia de la que estaban hablando.

            La madre Clara Inés de Quintanar trabó una fuerte amistad con la Roldana. La escultora buscaba el consuelo y el apoyo de la monja en sus días desafortunados. El convento le encargó el Niño Jesús de las Lágrimas. Pero además, la propia madre superiora le hizo un encargo especial, una talla de Santa Clara realizando su primer milagro; cuando Asís fue atacada por los sarracenos, y Clara salio a los muros del convento, con la eucaristía en sus manos, ante lo cual los infieles salieron huyendo. Saleta pensó que así era la imagen que se veneraba en Santiago pero no dijo nada. Sor Clara Inés pagó por ella una perla de gran tamaño, y la envió a Compostela.

            Entonces – apuntó Saleta – la imagen de Santa Clara del convento de Santiago es la parte del legado de sor Isabel que les correspondió a sus hermanas de clausura. La hermana Lucía le contestó sonriendo que solo era el envase, de lujo, pero solo el envase.

            Las perlas del collar de Morayma, se quedaron en Moguer, salvo las del collar de la Inmaculada, y las que uso sor Mayor para comprar la almazara con la que pagaba las misas de Mondújar. El resto las guardo en un cofre, y se usaron durante los años siguientes para indicar que una hermana clarisa estaba formada en las ideas de Sor Mayor. Así esta corriente secreta de las clarisas se conoció entre nosotras como “Las Perlas”.

            Con los años, las perlas del cofre fueron disminuyendo, a veces incluso se dieron a seglares, como el caso de la perla entregada a la Roldana. Aproximadamente a finales del siglo XVII, ya solo quedaba en Moguer una perla, la que tenía la superiora.

Entonces, “Las Perlas”se extinguieron en el siglo XVII. Comentó decepcionada Saleta.

No, no…ni mucho menos. Y mientras Lucia decía esto, saco de entre su blusa una cadena de plata, de la que colgaba una gran perla. Las Perlas tienen la obligación de formar al menos a otra hermana a lo largo de su vida, a la que entregaran su perla.

Casi todas las abadesas de la época fueron instruidas como Perlas, recogiendo la historia de la orden y de sus grandes damas. Para algunas, Mayor de Caamaño solo desarrolló y dio forma material, a la corriente interna que existía en la orden de estudio e influencia pública, cuya máxima exponente había sido Inés Enríquez.

Ya en los tiempos de Inés Enríquez existió un flujo de información entre los distintos conventos, mediante correspondencia… y ciertas visitas. Saleta se encontraba otra vez ante la relajada clausura de estas monjas. Ilustres clarisas, como Juana de Castilla, la religiosa de Coimbra, visitó en alguna ocasión, siempre de incógnito, este monasterio y traía a  Inés Enríquez, noticias de otros cenobios. Ahora pienso que Juana debió de conocer a sor Isabel de Granada, pero nunca sabremos que pudieron hablar o diseñar estas tres mujeres en sus entrevistas. Lo cierto es que sembraron el germen de lo que después sor Mayor de Caamaño, muy novelescamente, creo: Las Perlas Clarisas.

            Y en la actualidad, ¿siguen en conexión todas las miembros de…su asociación? Saleta dudo unos segundos en como definirlas. Lucía, sentándose en un banco, y suspirando le contestó que no.

- Desgraciadamente de las que partieron para las fundaciones americanas no se supo nada más. Pero incluso en España, con el cierre de conventos, la reorganización de las hermanas, y el paso del tiempo sin más, las Perlas se han ido diluyendo en la memoria. Y de hecho, si alguna hermana posee ahora mismo una de ellas, puede que no sepa bien ni siquiera su significado.

El mayor problema de esta hermandad, este es quizás el mejor de los nombres que se nos puede dar, es haberse fundado demasiado pronto, cuando realmente la orden no tenía problemas, y el mundo de la clausura se adaptaba al mundo exterior perfectamente. Ahora que los tiempos han cambiado tanto, sería necesario volver a desarrollarla y luchar por que nuestro patrimonio no quede en la ruina y en el olvido.

Creo que tu misión esta a punto de terminar, dijo Lucia cogiendo de la mano a Saleta, vuelve a Santiago, y en esa imagen de Santa Clara, con la Custodia en alto, ahuyentando a los mahometanos, paradójicamente, se guarda el legado de su última reina en Europa.


Capítulo XX

El Final

Regresando de Huelva hacía Sevilla pararon a cenar en una bodega de Cogullos, y aunque Saleta intentaba seriamente recapitular toda la información que Lucía le había facilitado, Lillo con su habitual chispa, encontraba un argumento para reírse de todo lo que la chica contaba.

Pasaron a despedirse de Alicia y Tomás. Después pasearon por las calles de Sevilla, recordando su primera cita, hacía apenas quince días, y les parecía que habían pasado meses. Empezaron a hacer planes para su futuro, pero se cansaron, y dejaron que la noche los abrazara en silencio.

A la mañana siguiente, en el avión de vuelta, los nervios no impidieron que se quedara dormida nada más tomar asiento, y se despertó cuando el auxiliar de vuelo anunció el aterrizaje en el aeropuerto de Lavacolla.

            Fue en taxi hasta su casa. Abrió las ventanas para que entrara el aire fresco. Se sentó en el sofá, sin saber muy bien que es lo que tenía que hacer ahora. Estaba claro que tendría que ir al convento de Santa Clara, pero necesitaba meditar todo lo que había pasado antes de entrevistarse con las hermanas. Cogió un paño y se puso a quitar el polvo acumulado sobre los muebles, y repasando en voz alta, entre murmullos, el discurso que daría ante sor Encarnación.

            Había algo que le rondaba por la cabeza desde que salio de Moguer el día anterior: ¿Habría alguna “Perla” en la clausura compostelana? ¿Habían sido totalmente sinceras con ella?

            Volvió a repetir el camino al convento que tantas veces había realizado desde las navidades pasadas. La puerta estaba abierta, y por ella salía un pequeño grupo de personas que volvían de visitar la iglesia.

 Saleta, en vez de llamar al torno, entró en el pequeño jardín que conducía a la iglesia. Comprobó que los árboles del camino ya estaban totalmente verdes, y los lirios y calas llenaban de colar todos los rincones. Solo el aletear de las palomas rompía el silenció. Cuando se aproximó a la capilla, vio como una hermana estaba cerrándola. Era sor Ángela. Cuando se vieron se abrazaron, y Saleta le indicó que volviera a abrir las puertas, ya que necesitaba hablar con ella en un lugar tranquilo.

No se anduvo con preámbulos. Nada más sentarse en un banco, Saleta le preguntó qué sabía de “Las Perlas”. Sor Ángela en un principio puso cara de no entender lo que le preguntaba. Después, como cayendo de repente en algo, sacó de su bolsillo su rosario, y se lo mostró a la joven, señalándole como una de las cuentas era una enorme perla.

Saleta le contó la conversación que había tenido con la hermana Lucía en Moguer. Sor Ángela se puso en pie, y le juró que era la primera vez que había oído hablar de esa hermandad, pero que ahora entendía ciertas cosas.

 Cuando estuvo en el convento de Santa Clara de Bribiesca, desde donde había comenzado su peregrinación a Santiago, entabló una fuerte amistad con la superiora, que se mantuvo durante los años a través de correspondencia. Esta monja de Burgos le había contado que su antecesora le había legado “el Rosario de la Perla”, que llevaban las abadesas de Bribiesca desde hacia unos quinientos años. Para ser merecedora de su posesión había que luchar por la supervivencia de la comunidad y por el cuidado y mantenimiento de su patrimonio, además de formar a otra hermana en dicha labor, que heredaría el rosario a la muerte de su poseedora.

Cuando el año pasado, el arzobispado de Burgos había decidido cerrar la clausura y reubicar a las pocas monjas que quedaban en el cenobio de Bribiesca, la abadesa sintió que su misión había fracasado. Envió el rosario a sor Ángela, pues no quedaban hermanas jóvenes con ella, encomendándole en una carta que siguiera la tradición.

 Sor Ángela nunca había sospechado que era parte de una hermandad, ni siquiera sabía de su existencia. Pero había una cosa que le había llamado la atención, y es que cuando recibió el rosario y observó la enorme perla, recordó que en Santiago había una muy similar, que formaba parte del cierre del libro de oraciones  de la superiora. Sor Encarnación y ella lo habían comentado en ocasiones, pero nunca las habían relacionado. Ahora estaba claro que estaban ante dos de las perlas del collar de Morayma.

Cuando estaban enfrascadas en la charla, llegaron a la capilla el resto de la congregación para la primera oración de la tarde. Cuando descubrieron a Saleta se abalanzaron sobre ella, llenándola de preguntas y comentarios. Saleta no podía prestarles atención, e instintivamente empezó a buscar la imagen de la Fundadora en el altar.

Miró fijamente a la santa, y despacio, muy despacio, se fue acercando a ella. Ya no escuchaba a las monjas, sus comentarios llegaban como pequeños murmullos perdiéndose en el aire. Pasó su mano suavemente por el rostro de Santa Clara. No se había percatado  nunca de la belleza y expresividad que la Roldana había dado a la imagen. Las monjas fueron poco a poco guardando silencio, observado los movimientos lánguidos de Saleta, que ya palpaba el vientre de la imagen, ya palpaba sus brazos, buscando que alguna inspiración le abriera los ojos. Sabía que estaba ahí. Lo que habían buscado estaba delante de ella, y no sabía como obtenerlo.

 Escuchó en su memoria la voz de sor Lucía: “…con la Custodia en alto, ahuyentando a los mahometanos, paradójicamente, se guarda el legado de su última reina en Europa”. ¡La Custodia de plata que sujetaba la santa! Empezó a manipular el pie de la misma, parecía que se la quería arrebatar a la pobre Clara de Asís.

Sor Encarnación empezó a ponerse nerviosa, y cuando iba a empezar a hablar, para rogar a su sobrina que se detuviera, sonó un “clic”. Y dentro de la pequeña urna de cristal que albergaba la Sagrada Forma, apareció un enorme rubí rodeado de turquesas. En unas décimas de segundo, la luz de las velas que iluminaban el altar se proyectó a través de la joya a toda la capilla y una infinidad de haces de luz rojiza invadió todos los rincones. Las monjas cayeron de rodillas, como si contemplaran el mismo milagro que hacia siete siglos había protagonizado la de Asís frente a los sarracenos. Saleta temblando solo pudo comentar…aquí esta, el legado de Morayma.


Epílogo

Sor Lucía Blanco y la Fundación Santa Clara.

La obra social de Caja Madrid realizó el estudio arqueológico y la posterior restauración del monasterio de Santa Clara de Córdoba. Ubicado en el centro de la ciudad, y edificado sobre una antigua mezquita. Abandonado desde el siglo XIX, su estado amenazaba ruina.

 Lucía Blanco consiguió crear la Fundación Santa Clara, con participación de organismos públicos, como la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, el Ayuntamiento y la Universidad de Córdoba, y privados como Caja Madrid y otras entidades financieras, participando también en ella la Federación Franciscana de Andalucía. Dicha Fundación tomó su sede en el antiguo cenobio cordobés ya restaurado.

            Aparte de la creación de un museo arqueológico, donde se mostraban los restos de la antigua mezquita sobre la que se levantaba el edificio, el complejo cuenta con varias salas de exposición. En estas, como inauguración, se realiza una exposición sobre las clarisas en la península, de un año de duración. Se desplazaron objetos de todos los conventos de Santa Clara de España y Portugal, destacando el báculo de Santa Isabel de Portugal del convento de Coimbra,  el Niño Jesús de las Lágrimas de Moguer y la Santa Clara de Compostela, que ocupa un lugar presidencial dentro de la exposición.

            En una pequeña capilla, con grandes medidas de seguridad, se expone en una urna, el collar de la reina Morayma; reconstruido después de juntar, a modo de préstamo temporal, las perlas distribuidas por diversas comunidades de clarisas y colecciones particulares; usando cuentas de vidrio transparente en el lugar de las perlas no encontradas. Rematando el collar, cuelga el impresionante rubí procedente de Santiago de Compostela.

            Lucía Blanco consiguió del Arzobispado de Córdoba el permiso para crear una nueva comunidad de clarisas, que ocupó una de las secciones del restaurado convento. Formada por nueve religiosas, se encargan, además de sus oraciones, del mantenimiento y conservación del museo y los jardines, desarrollando una labor de restauración de obras de arte, que las esta haciendo famosas.

            Cabe destacar la visita a los dos claustros. En el primero se ha recreado un ambiente propio de los conventos del sur, con palmeras y naranjos, así como plantas tropicales que recuerdan la labor de difusión de las especies exóticas traídas de ultramar por parte de la orden de Santa Clara. En sus pasillos se pueden ver fotografías y planos de los conventos fundados en las colonias americanas, especialmente de los de Veracruz, Cartagena de Indias y La Habana.

            En el segundo claustro, el más grande, se recrea la vegetación de los monasterios del norte, conseguida con modernas técnicas de jardinería. Destacan la colección de camelias cedidas por el Pazo de Rubianes de Villagarcía de Arousa. Bajo los arcos de este claustro se pueden observar paneles explicativos de la vida de ilustres clarisas, como Santa Isabel de Portugal, Juana de Castilla, Inés Enríquez, María Coronel, Isabel de Granada o Mayor de Caamaño.

Santa Clara de Santiago de Compostela

            Como si el descubrimiento del rubí de Morayma hubiese traído suerte al convento, ese mismo año llegaron a él siete nuevas monjas, procedentes de conventos que se clausuraron, pasando a formar una comunidad de trece religiosas.

            El Consorcio de Santiago realizó una exposición durante los meses de julio a noviembre, que, bajo el título  de “ Intramuros”, acercaba a la población compostelana a esas otras ciudadanas anónimas, que forman parte de la ciudad más oculta y misteriosa: las monjas de clausura. Esta exposición mostró a la población la manera de vivir de  las clarisas, las dominicas de Santa María de Belvís y las benedictinas de San Paio de Antealtares, aumentando posteriormente las visitas a estos conventos.

            Un año después, la Consellería de Cultura subvencionó la restauración de la fachada del convento de Santa Clara, coincidiendo con lo cual, las hermanas decidieron abrir su propio museo para dar a conocer su historia. Desde entonces el convento de Santa Clara de Compostela es una de las comunidades de clarisas más prospera de España.

            Sor Ángela escribió una novela, muy a la moda, basada en la vida de Isabel de Granada, que tituló “La Monja Morisca”. Ayudada por sus antiguas amistades madrileñas consiguió publicarla, bajo un seudónimo, y sólo en el primer año se realizaron 17 ediciones, con más de cien mil ejemplares vendidos. Las ganancias aportadas por la publicación se ingresan en una cuenta, de la cual automáticamente se paga a la parroquia de Mondújar para que se den dos misas a la semana, quedando por primera vez constancia que son por el alma de la reina, cuya herencia había sido fundamental para el desarrollo de la parroquia, la olvidada Morayma.