Artículos sacados de El Comarcal de Lecrín
Tenemos el firme convencimiento de que la historia del Valle de Lecrín es muy interesante y queremos exponer parte del conocimiento existente sobre nuestro pasado, para evitar que con el tiempo, los hechos humanos queden en el olvido
Afirmaba David Hume, el filósofo escocés del siglo XVIII, que la primera cualidad de un historiador debía de ser la veracidad e imparcialidad en sus trabajos, y que la segunda cualidad era tener la capacidad de despertar interés con sus escritos. En este sentido, tenemos el firme convencimiento de que la historia del Valle de Lecrín es muy interesante. Durante estas páginas queremos exponer parte del conocimiento existente sobre nuestro pasado, para evitar que con el tiempo, los hechos humanos queden en el olvido, tal y como decía hace siglos el primer historiador de la antigüedad, Heródoto de Halicarnaso. Y es que, la escritura es la prueba de que la magia existe, ya que permite al lector conocer los pensamientos y sucesos del pasado y esa es la tarea a la que queremos aplicarnos: recuperar los acontecimientos, los recuerdos y la memoria de quienes nos precedieron y pusieron los cimientos de nuestro presente.
Nuestro valle empieza allí donde el último rey de Granada perdió de vista para siempre su ciudad, su palacio y las glorias de sus antepasados. Allá por 1839, escribía Melchor Valdivia en su obra La Alhambra, cómo, ante sus ojos, se extendía un extenso valle habitado por veinte mil almas que a día de hoy rondan las veintitrés mil. Y a esas gentes y a todos los que se asomen a estas líneas, queremos contarle una historia, nuestra historia.
Los humanos somos seres narrativos por naturaleza. Nos gusta que nos cuenten historias. Y es que los relatos forman parte de nuestra vida desde la infancia, ayudando a construir nuestras habilidades sociales; nos proporcionan una identidad y una tradición cultural. Las palabras que nos transmiten los relatos, dan forma a la realidad en la que vivimos, transmitiendo aprendizajes y emociones que favorecen el recuerdo de aquello que nos cuentan.
Algunos estudios científicos apuntan a que las personas nos desarrollamos social y moralmente al reconocernos como autores de nuestra propia historia y al identificarnos con los personajes de las narraciones que escuchamos o leemos. En definitiva, aprendemos a través de las palabras. En cada pueblo del Valle de Lecrín hay alguna gruta, peñones encantados, bosques habitados por hechiceros, letreros ininteligibles, tesoros escondidos… que conforman una identidad particular de cada localidad, pero que trasciende a la comarca en su totalidad, como fruto de la historia pasada. A lo largo de estas líneas viajaremos por los siglos recopilando lo que sabemos de nuestro pasado; las cosas notables y las anónimas; los hechos de las personas conocidas y de las desconocidas. Vamos a descubrir la biografía del Valle de Lecrín. Porque aunque existan ciertos hechos de los que apenas pueda escribirse, es preciso hacerlo para conocerlos y darles todo su valor, puesto que constituyen nuestra Cultura.
Vamos a profundizar en estas páginas en la ciencia de la evolución cultural de las gentes del Valle de Lecrín. Y hablamos de evolución, al igual que ocurre en la biología porque nuestra cultura se rige por el mismo mecanismo evolutivo que los seres vivos. Los deseos, las necesidades, las expectativas y las pasiones humanas han sido el motor o la fuerza que ha impulsado a las personas a actuar y a tomar decisiones. Pero también han surgido problemas a lo largo del tiempo: dominar la naturaleza, a los demás y por supuesto a uno mismo. Si simplificamos mucho, pero mucho, la historia no sería más que la búsqueda de la felicidad y la cultura sería el modo de vivir para alcanzarla.
Los pobladores de aquellos entonces llevaban una forma de vida muy rudimentaria y ardua, viviendo en grupos familiares o clanes, siendo una sociedad de nómadas que tenía como objetivo primordial la supervivencia
Hace mucho tiempo, allá donde se pierde la memoria, en un momento indeterminado de la Prehistoria, los humanos habían poblado la práctica totalidad de la Tierra. En el Valle de Lecrín, las evidencias de la actividad humana en la Prehistoria son realmente escasas y poco estudiadas, pero contamos con algunos restos arqueológicos como testigos. En el entorno de la Laguna de Padul han aparecido algunos restos de herramientas de piedra tallada relacionados con la presencia de neandertales, así como de puntas de flecha y raederas datadas hacia el 16.000 -15.000 a.C. Para que se hagan una idea, esta es la época en la que se pintaron los techos de Altamira –ahí es nada- y también cuando fue habitada la Cueva de Nerja por nuestro vecinos malagueños.
Este territorio que abarca desde las cumbres de más de tres mil metros en Sierra Nevada hasta las profundidades del río Guadalfeo, albergó grupos humanos prehistóricos que vivían en un medio difícil pero que ofrecía abundancia de agua, caza y estaba poblado por bosques de coníferas y encinas, alcornoques y chaparros. Las condiciones de vida estaban marcadas por unos periodos que podían durar miles de años de frío alternados con periodos más cálidos y secos y así estaba la climatología hace aproximadamente 25.000 años, cuando las condiciones cambiaron hacia un clima más fresco y húmedo en torno al 10.000 a.C. Las circunstancias eran muy hostiles para las especies animales, entre las que se contaban nuestros antepasados. Gustaban de vivir al aire libre aunque por las noches se refugiaran en cuevas, moviéndose cerca de los ríos para aprovecharse de la caza de animales que acudían a beber a la ribera: conejos, ciervos, jabalíes, caballos y uros; y por supuesto, para recolectar los frutos ofrecidos por las plantas.
Los pobladores de aquellos entonces llevaban una forma de vida muy rudimentaria y ardua, viviendo en grupos familiares o clanes, siendo una sociedad de nómadas que tenía como objetivo primordial la supervivencia. Desde hace 40.000 años hasta hace 10.000 coexistieron en estas tierras poblaciones de Homo Sapiens y de Neandertales de los que tenemos constancia en el Valle de Lecrín y, como llevamos actualmente aproximadamente un 2% de sus genes, podemos imaginar cómo fue la cosa entre ambos grupos de humanos. Cuando una tribu o clan se encontraba con otra podían relacionarse de manera pacífica o violenta y es de suponer que habría de todo –se pondrían ojitos más de una vez-. En cualquier caso, todos ellos tuvieron que adaptarse a las bajas temperaturas y las Cuevas de Cozvíjar abiertas al valle del río Dúrcal, con numerosas dolinas, pequeñas cuevas y galerías fueron ocupadas en esta cronología. Allí, dormían, se refugiaban de las inclemencias del tiempo y los mayores hablaban de historias antiguas de sus antepasados a los jóvenes, para no olvidar nada.
Los habitantes del Valle de Lecrín sabían por entonces tallar magníficas herramientas de piedra, confeccionar ropajes con pieles de animales para protegerse de las inclemencias meteorológicas, tallar amuletos con huesos y cuidarse los unos a los otros. Eran tiempos en los que los parroquianos podían ver mamuts por la laguna, con un frío de mil pares de demonios, rodeados de bosques, con las vistas de un glaciar enorme en el cerro del Caballo, río Torrente abajo, con una laguna, y ríos por doquier para pescar y beber. Unos tiempos en los que el Sol salía cada mañana por encima de la Sierra y se ocultaba al anochecer por la Piedra del Águila, al oeste, tal como lo hace en la actualidad.
– ¡Comienza la caza!- que diría algún paisano con voz recia dirigiéndose a los cazadores del grupo, mientras asomado a un altozano, se ajustaba las pieles que lo protegían del gélido viento y empuñando una lanza con su robusta mano iniciaba la marcha. Abajo, en el llano, un grupo de mamuts pacían en las riberas de la laguna, totalmente ajenos a lo que se les venía encima. Eran otros tiempos.
En la zona norte del Valle, en los parajes de las Fuentes Altas, la Rambla de Santa Elena y la Cueva del Búho de Padul, los humanos nos dejaron evidencias de sus actividades. Pero también hubo paisanos que se pasearon por otras zonas a lo largo del cauce del río Dúrcal y de algunas ramblas aledañas
Cómo dijimos anteriormente, en el Paleolítico, en plena Edad de Piedra, la gente en el Valle vivía de aquí para allá y se refugiaba en lugares como las Cuevas de los Ojos de Cozvíjar. Durante miles de años, grupos nómadas probablemente viajaban entre las estribaciones de Sierra Nevada y los ríos y lagunas del Valle de Lecrín. En estos refugios establecían asentamientos temporales que les permitían subsistir y defenderse de sus enemigos y depredadores, ya que había animales que se los comían y enemigos que sin darse cuenta, les daban boleto para el otro barrio en un periquete.
En la zona norte del Valle, en los parajes de las Fuentes Altas, la Rambla de Santa Elena y la Cueva del Búho de Padul, los humanos nos dejaron evidencias de sus actividades. Pero también hubo paisanos que se pasearon por otras zonas a lo largo del cauce del río Dúrcal y de algunas ramblas aledañas. Muchas de las herramientas que usaban estaban hechas de sílex, que resulta perfecto para tallar lascas y láminas.
Sin embargo, los modos de vida humanos estaban a punto de cambiar para siempre, y esos cambios se originaron muy lejos del Valle de Lecrín al finalizar la última glaciación (llamada Würm). Por entonces, la población mundial rondaba los cinco millones y experimentó lo que el archiconocido arqueólogo Sir Gordon Childe denominó como Revolución Neolítica.
Hasta el final del último periodo glacial, hace aproximadamente unos 11.000 años, Europa estuvo poblada exclusivamente por grupos nómadas de cazadores recolectores con la piel oscura y los ojos claros, pero dos migraciones muy importantes durante los últimos 8.000 años modificaron el estilo de vida y también los genes de todos los habitantes del continente. Se trataba de unos grupos originarios de Oriente Medio y Anatolia que llegaron a estas tierras introduciendo prácticas agrícolas y ganaderas y generando un dilema trascendental que marcaría el futuro humano para siempre, puesto que llegamos al periodo que se conoce como Neolítico, la época en la que se descubren la agricultura y la ganadería.
La agricultura y también la ganadería provocaron que hubiese más comida que la que se necesitaba y, claro, algo había que hacer con lo que no se consumía: almacenarlo o desprenderse de alguna forma de esos alimentos. En consecuencia, prosperó considerablemente el comercio y emergió la riqueza (no siempre ha habido ricos y pobres, los pobres empezaron en este periodo).
Durante mucho tiempo, los humanos siguieron viviendo preferentemente en cuevas aunque, entre el 7.000 y el 3.000 a.C., paulatinamente se va prefiriendo vivir en terrenos llanos, porque la primitiva agricultura y el pastoreo eran más sencillos en las vegas cercanas a los ríos. Nuestros antepasados ya eran capaces de elaborar piezas muy cuidadas de cerámica, labores de cestería y por supuesto, herramientas de piedra. Pero serán las piezas de cerámica las que además de ser muy útiles como elementos de almacenamiento de alimentos y agua, harán las delicias de los arqueólogos varios milenios después. En toda la región que milenios después se llamaría Andalucía, se pasó lenta pero inexorablemente de una organización tribal a otra de tipo social, con diferentes clases jerarquizadas. Aparecieron las primeras Culturas como la Cultura de la cerámica Cardial en estas tierras andaluzas, que no es más que un nombre técnico utilizado para describir cerámicas que fueron decoradas con conchas marinas (otro artículo con el que se comerciaba a largas distancias). La vida cotidiana se familiarizó paulatinamente con herramientas tales como las azadas, las hoces, molinos de mano, vasos de arcilla y barro, ollas y brazaletes, así como hachas pulimentadas y cuchillos de sílex, hallados y datados en torno al 4500 a.C. en Dúrcal y en Padul. La imagen icónica del Neolítico son los dólmenes, enormes construcciones de losas de piedras, como los que construyeron en torno al 5000 a.C. en Antequera, pero en nuestra comarca no han aparecido este tipo de estructuras funerarias, al menos de momento.
El Neolítico en el Valle de Lecrín supuso una nueva oportunidad para los vecinos de ver prosperar a sus hijos. Mientras algunos miembros de las tribus paseaban al ganado por los pastos, otros trabajaban la tierra cultivando cereales. Habría quienes comerciarían con sílex desde tierras del interior o aquellos que acarreaban conchas desde la costa. Es fácil imaginar en los poblados a las madres llamando a sus hijos: ¡Fulanito, menganita, a comer! Tal y como lo seguirían haciendo durante miles de años. ¿Se acuerdan?
Los habitantes del Valle de Lecrín, al parecer, eran unas gentes provenientes de Anatolia que no tardaron en fusionarse con los indígenas e inventaron las ciudades en la Península, con sus hornos metalúrgicos, sus artesanos y sus comerciantes
Yacimiento arqueológico de Los Millares. FOTO: A. M. Felicisimo
La Edad de los Metales se inicia alrededor del 3.000 a.C., aunque durante este periodo, gran parte de las innovaciones que se habían iniciado en el Neolítico (como la aparición del comercio y las clases sociales), se enfatizarán. En este caso, el invento clave para el desarrollo tecnológico fue la metalurgia (técnica para tratar los metales). El primer metal que se convirtió en el eje central de la tecnología metalúrgica fue el cobre, después el bronce (como aleación de cobre y estaño) y por último, el hierro, dando así nombre a los tres periodos que todos estudiamos en la escuela (otra cosa es que nos acordemos). Con la utilización de los metales se crearon utensilios, herramientas y armas más duraderas y reciclables. Si tuviéramos que otorgar el premio a los mejores inventos de esta época, lo tendríamos complicado para elegir entre la rueda, el arado, el torno, etc. Pero la palma se la lleva la escritura, que tardará aún bastante en consolidarse por estas tierras, allá por el II-I Milenio con la escritura tartésica, o como afirman algunos autores, en torno al siglo VII a. C.
En aquellos tiempos, nuestros antepasados vivían en poblados fortificados con murallas de piedra (no se fiaban de los vecinos, por lo que parece), vestían capas, espadas y puñales, y también se adornaban con diademas de oro y plata, anillos y brazaletes. Se dedicaban con bastante éxito, por cierto, a la ganadería (caballos, cerdos, cabras, ovejas y vacas, principalmente) y hacían unas cerámicas brillantes que eran la leche.
En primer lugar apareció la cultura de los Millares, que en Granada supuso la existencia de poblados fortificados a los pies de las Sierras, y que en el Valle de Lecrín cuenta con yacimientos que atestiguan la ocupación del territorio en estas fechas, en lugares como Nigüelas y Padul. Pero en torno al 1.600 a.C., cuando a las costas peninsulares asomaron algunos prospectores de metales provenientes del otro extremo del Mediterráneo, (a quienes el ya mencionado sir Gordon Childe llegó a llamarles 'misioneros de una nueva fe'), nuestros paisanos habían desarrollado la cultura del Argar (que toma el nombre de su asentamiento más representativo localizado en el oriente almeriense). Imagínense a los antiguos chipriotas y egeos llegando a las costas de Almería o de Granada y preguntando a los lugareños que dónde se podían yantar un buen espeto de sardinas y a quien se le podían comprar metales.
Los habitantes del Valle de Lecrín, al parecer, eran unas gentes provenientes de Anatolia que no tardaron en fusionarse con los indígenas e inventaron las ciudades en la Península, con sus hornos metalúrgicos, sus artesanos y sus comerciantes. Eso sí, sus ciudades en nuestro territorio las construían con fortificaciones y en zonas altas, mientras que en las vegas bajas de la Depresión del Guadalquivir únicamente se construían poblados de cabañas sin fortificar, con silos para el grano. Seguían siendo gentes que se dedicaban principalmente a la ganadería trashumante de cortas distancias de especies adaptadas a los paisajes áridos de estas tierras del sudeste peninsular y que también practicaban la agricultura cerealista en las vegas. De hecho, en el poblado granadino del Real (Galera) incluso se ha descubierto un sistema de acequias.
Sin embargo, la desaparición de esta cultura argárica fue muy repentina. En los yacimientos granadinos de este periodo, las antiguas viviendas y sus bastiones aparecen desmoronados, como por abandono de sus moradores. Parece ser que con la aparición de la tecnología del Bronce y al no existir minas de estaño en Almería ni en Granada, los sevillanos de entonces que comerciaban con las zonas atlánticas que sí lo poseían, terminaron por desplazar el mercado metalúrgico hacia occidente, lo que tiempo después dio origen a la archifamosa cultura tartésica. Tartessos fue una unidad política que dominaba las fuentes del metal y se enriqueció comerciando con los pueblos del Mediterráneo. La monarquía tartésica parece reflejar la sociedad que construyó los grandes megalitos andaluces del segundo milenio, con hondas y antiguas raíces íberas, pero que no parece que influyera mucho en las tierras de nuestro Valle de Lecrín, a las faldas del Mons Silurus, como fue llamada por los romanos Sierra Nevada. Durante largo tiempo pervivió la cultura heredera de Argantonio, hasta que llegado el siglo VI a. C., la aparición de griegos y cartagineses coincidió con su fin.
La historia es un incesante ir y venir de gentes en el Valle de Lecrín, que desde hace milenios fue y sigue siendo un lugar de encuentro de diversos pueblos.
Realmente, el interés comercial de los forasteros, venía dado por la abundancia en nuestras tierras de estaño, cobre y plata principalmente
Vasijas de la Necrópolis de Sexi
Cerrábamos el capítulo anterior hablando sobre el mítico Reino de Tartessos y de cómo la llegada a nuestras tierras de los fenicios y de los griegos alrededor del siglo VII-VI a.C. supuso un nuevo orden de las cosas. Los comerciantes fenicios, uno de los primeros pueblos conocidos por ser grandes navegantes, provenían de las costas del Mediterráneo Oriental, el actual Líbano, donde habían fundado ciudades como Tiro, Sidón o Biblos (de donde, por cierto, proviene la palabra biblioteca o Biblia). Se expandieron por toda la costa mediterránea fundando ciudades y en nuestra tierra se asentaron en Sexi, que significa 'fortaleza rodeada' (Almuñecar) y Malaca (Málaga). Además de intrépidos marinos, los fenicios fueron también unos comerciantes de mucho cuidado, que firmaron tratados comerciales con nuestros ancestros (seis siglos antes de nuestra era) y con Argantonio. Si hacemos caso al poeta Anacreonte, nuestro antiguo monarca (un ser cuasi divino) reinó durante ¡ciento cincuenta años! De hecho, Herodoto, otro autor clásico, le atribuye ochenta años de reinado (que tampoco es moco de pavo) entre el 630 y el 550 a.C. En cualquier caso, los rasgos sociales de este periodo parecieron ser la longevidad, el pacifismo y la hospitalidad para con los forasteros.
Realmente, el interés comercial de los forasteros, venía dado por la abundancia en nuestras tierras de estaño, cobre y plata principalmente. Al encontrarse los yacimientos mineros alejados de las costas, en las sierras interiores, y siendo los metales el principal motivo por el que los fenicios quisieron entablar amistades con los de aquí, los jefes de las poblaciones del interior debieron acordar tratados comerciales que hicieron florecer la economía de sus factorías costeras y en consecuencia, también enriquecieron a las poblaciones locales. Sirva como ejemplo del elevado nivel de vida de la época, la existencia de vasijas de alabastro importadas de Egipto que se usaban como urnas cinerarias (que contenían las cenizas de los difuntos) y que fueron encontradas hace unos años en la necrópolis de Sexi.
Cuando los griegos focenses (de Focea, en la actual Turquía), con sus tupidas cabelleras, se enteraron de lo bien que les iba a los fenicios comerciando con nuestros antepasados allá por el siglo VI a.C., se vinieron cerquita del Valle de Lecrín y fundaron la factoría costera de Mainake, de la que se desconoce su ubicación exacta, en la costa entre Málaga y Granada. Según algunos autores antiguos, se trataba de un próspero asentamiento comercial que servía de base de operaciones para sus navíos y que pervivió unos setenta años allá por el siglo VI a.C. Los griegos foceos entablaron una interesante amistad con Argantonio que daría para una buena película o una serie de Netflix o HBO.
El comercio entre las zonas mineras de Sierra Morena y la ciudades costeras fenicias de Granada, debieron necesariamente trazar sus rutas por el Valle de Lecrín ya que los caminos antiguos a la costa pasan desde la vega de Granada hacia Padul y desde allí hacia el mar a través del Boquete de Zafarraya y del rio Guadalfeo.
Este trasiego de gentes y productos también provocó un intercambio cultural, gracias al que a nuestras tierras llegaron nuevas técnicas de cultivo. Se difundieron entre las comunidades indígenas una serie de innovaciones tecnológicas, tales como fueron la metalurgia del hierro, la tecnología del torno de alfarero o el uso del adobe para construir edificaciones, que a partir de ese momento empiezan a generalizarse con plantas cuadradas. Serán los fenicios quienes traigan a nuestra tierra el cultivo del olivo, que siglos más tarde desarrollaron de manera exponencial los romanos. De hecho, cambiaron para siempre nuestra forma de entender la agricultura. Por ejemplo, los fenicios generalizaron el cultivo de cebada en todo el sureste peninsular, mucho más adaptado a las condiciones climáticas autóctonas. Incluyeron técnicas como el injerto o la poda para mejorar el aprovechamiento de la vid y el olivo, así como la introducción del garbanzo. Y no contentos con esto, también introdujeron especies animales desconocidas hasta entonces en Iberia como fue la gallina (Gallus gallus domesticus). En el Albaicín, en unas excavaciones arqueológicas realizadas en el Callejón del Gallo, aparecieron, no hace muchos años, en estratos de esta época algunos restos de sardina, boga y jurel, que únicamente, por aquel tiempo, podían trasladarse desde la costa mediante preparados en salazón o salsas.
Gracias a los fenicios, nuestros antepasados comenzaron hace más de 2600 años a cultivar olivos, cebada o garbanzos, pudiendo a partir de entonces, degustar un buen plato de puchero de garbanzos (eso sí, sin patatas), unas buenas aceitunas, unos deliciosos huevos fritos o simplemente tomarse una deliciosa cerveza, bebida con fama de humilde pero de la que William Shakespeare dijo en su obra, Un cuento de invierno que: 'un cuarto de litro de cerveza equivale al platillo de un rey'.