El viento del sur trae una brisa cálida con olor a marina y
plantas aromáticas. Llega hasta las piedras que aún resisten en
pie en la torre del homenaje del castillo de Lanjarón. Lo hace a
través de los valles y cauces de ríos y arroyos que bajan desde
las cumbres de Sierra
Nevada y forman
barrancos y vaguadas en las que desde la prehistoria, el hombre
trazó caminos para comunicar el mar con la montaña, vías de
transporte, avituallamiento y acceso para los ejércitos, amigos
y enemigos, senderos que desde el delta del Guadalfeo ascendían
entre sierras bajas para conectar con el Valle de Lecrín, la
Alpujarra y las cumbres de Sierra Nevada, un eje que solo era
posible contemplar desde las laderas de Lanjaron y el picacho
sobre el que en el siglo XIV se construyó una pequeña fortaleza
defensiva que respondía al intento de Yusuf I y Mohamed V de
fortificar algunos enclaves y cerrar los accesos a puntos
estratégicos como el Valle de Lecrín y Órgiva. Este enclave se
convirtió tras la caída del Reino de Granada en un refugio de
moriscos que realizaban incursiones contra los asentamientos
cristianos en el Valle y en algunos puntos de la Alpujarra, por
lo que el propio Fernando el Católico dirigió en 1.500 las
tropas que cruzaron las sierras para caer sobre el picacho y
desalojar a los insurrectos de una posición que consideró clave
para el control de toda la cara sur del macizo nevadense. Más
tarde, entre 1568 y 1570 fue un elemento básico en el desenlace
de la rebelión de los moriscos, de la guerra de las Alpujarras,
encabezada por dos musulmanes convertidos: Muhammad ibn Umayya ,
llamado Hernando de Válor y Córdoba, y a su muerte por Aben Aboo,
que era Diego López de Mecina Bombarón.
La historia del castillo de Lanjarón es difusa. No era más que
una posición de vigilancia y defensa del paso hacia la Alpujarra
desde el sur, pero después de que Aben Humeya convirtiese la
Taha de Órgiva en su plaza fuerte, otorgó al picacho de Lanjarón
una importancia que no reconocen los historiadores pero sí las
leyendas que atribuyen a sus paredes el ‘honor’ de haber
guardado y protegido uno de los símbolos de la rebelión de los
monfíes, la espada del rey de las Alpujarras, el alfanje de Aben
Humeya, que permaneció oculto bajo las piedras del gran aljibe
que ocupa los sótanos de la fortaleza y del que aún quedan
vestigios recuperados tras las últimas restauraciones que se han
realizado en este enclave. Un ‘tesoro’ considerado como un
secreto para los que tras la derrota morisca fueron expulsados y
viajaron al otro lado del mar de Alborán. (...)
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